– No es muy difícil ser valiente cuando no se tiene miedo a la muerte.
Pero Arroyo sabía que las montañas ya estaban gritando, de abismo a cima, de cueva a cañada, sobre barrancas y riachuelos secos como los huesos de las vacas: ha llegado un hombre valiente, anda suelto un valiente, un hombre valiente ha puesto pie en nuestras piedras.
IX
Pero el desierto nos olvida, se dijo esa mañana el gringo viejo. Arroyo pensó al mismo tiempo, mirando al cielo, que todo tiene un hogar, pero él y las nubes no. En cambio, Harriet Winslow despertó pronunciando tomorrow, la palabra mañana, acusándola de haberle prolongado el sueño para despertarla en seguida con una incómoda sensación de deber pospuesto. La pregunta del viejo (¿se había visto en los espejos del salón de baile?) seguía retornando, y Harriet se dijo a sí misma ¿por qué no?, aunque los espejos empezaban a contarle una historia que no le gustaba. Acaso el viejo quiso preguntarle anoche si en estos espejos de la hacienda la mujer vio otra cosa, o lo mismo de siempre.
– Tu alma no es distinta de tus sueños. Ambos son instantáneos.
– Tu alma no es del instante. No es un sueño, es eterna.
Por eso esta mañana de la escaramuza que ella desconocía, caminó con paso firme al pueblo aledaño a la hacienda, fresca y eficaz en su blusa y corbata, su amplia falda de lana plisada y sus botines altos, amarrándose la cabellera castaña en un chongo, murmurando lo primero es lo primero, olvidando que al despertar se sintió indecisa entre lo que pudo decir y no dijo en su encuentro con el general y el viejo, recobrando las lagunas espectrales de su discurso y de su acción vigilante, que la habían perseguido la noche entera. La actividad diurna era más importante por ello mismo; suponía implicar primero y destruir después los acosos nocturnos del instante. Pero volvería a dormir, volvería a soñar: la ruptura de los sueños en la máquina minutera que todos los días destruía el verdadero tiempo interno en la molienda de la actividad, sólo le daba un relieve mayor, un valor más acentuado, al mundo del instante eterno, que regresaría de noche, mientras ella dormía y soñaba sola.
Al caer el crepúsculo, regresó el destacamento. Arroyo vio a los hombres que se habían quedado limpiando las ruinas de la hacienda, a las mujeres preparando grandes baldes de jalbegue y a los niños sentados alrededor de miss Winslow en el salón de baile dispensado de la destrucción. Los niños evitaban mirarse en los espejos. La miss había hablado con firmeza en contra de la vanidad y este salón era una tentación para probar nuestra humildad cristiana, un salón lleno del pecado de la presunción.
– ¿Se vieron en los espejos al entrar al salón de baile?
Había aprendido un español correcto en su escuela normal en Washington y podía hablar con firmeza, incluso corrección, cuando no estaba asustada como la noche anterior: La Presunción, La Vanidad, El Diablo, El Pecado y los niños pensaron que la lección de la maestrita gringa no era muy distinta de los sermones del párroco aquí en la hacienda, sólo que en la capilla había cosas más bonitas y divertidas para mirar mientras el cura hablaba. Miss Harriet Winslow los interrogó y los encontró inteligentes y abiertos. Pero, ¿la señorita había visitado ya la linda capillita?
– ¿Vio usted algo distinto de lo que veía en Washington, o siempre la misma imagen?
La mirada de Harriet Winslow encontró la de Tomás Arroyo cuando el general entró marchando al salón de baile con un fuete en la mano. Ella vio la furia contenida del general y se regocijó con ella. ¿Quién le había dado permiso a la señorita para reconstruir la hacienda? ¿Por qué estaba distrayendo elementos militares?
– Para que la gente tenga un techo sobre sus cabezas -dijo simplemente miss Winslow-. No todos pueden dormir en un pullman diseñado para los Vanderbilt.
El general la miró con los ojillos más angostos que nunca.
– Yo quiero que este lugar sea una ruina. Yo quiero que la casa de los Miranda se quede ruina.
– Está usted loco, señor -dijo Harriet con toda la serenidad posible.
Él taconeó duro su paso hasta ella pero se detuvo antes de tocarla.
– Arroyo. Mi nombre es el general Arroyo.
Esperó pero ella no respondió; él gritó:
– ¿Ahora entiende? Nadie toca este lugar. Se queda como está.
– Está usted loco, señor.
Ahora había un insulto en la voz de Harriet. El la tomó del brazo con violencia y ella sofocó un gemido.
– ¿Por qué no me llama general, general Arroyo?
– ¡Suélteme!
– Conteste, por favor.
– Porque usted no es general. Nadie lo nombró. Estoy segura de que se nombró solito.
– Venga conmigo.
La sacó a fuerzas a la hora tardía. El viejo estaba bebiendo una copa de tequila en el carro del general cuando oyó la conmoción y salió a la plataforma. Los vio claramente diseñados, de cara al sol poniente, ella alta y esbelta, él bajo para ser hombre pero musculoso, compensando en fuerza viril lo que la gringa le quitaba en altura o maneras o como se llamara eso que él temía y deseaba ahora de parte de ella, pensó el viejo al verlos y oírlos allí el mismo día de la hazaña en que el viejo no quería sentarse a escribir para compensar el desgaste físico y por eso se emborrachaba y rogaba que este día terminara pronto y llegara el día siguiente que quizás sería ya el de su muerte. Pero él sabía que el premio, como siempre, no era para los valientes, sino para los jóvenes: morir o escribir, amar o morir. Cerró los ojos con miedo: estaba mirando de lejos a un hijo y una hija, él opaco, ella transparente, pero ambos nacidos del semen de la imaginación que se llama poesía y amor. Tuvo miedo porque no quería más afectos en su vida.
– Mira -le dijo Arroyo a la señorita Winslow, igual que le dijo esa mañana al gringo viejo-, mira la tierra -y ella vio un mundo seco, feo, pero hermosamente dramático, fuerte, despojado de generosidad, ajeno a los frutos fáciles: ella vio una tierra donde los frutos escasos tenían que nacer del vientre muerto, como un niño que seguía viviendo y pugnaba por nacer en la entraña muerta de su madre.
Harriet y el viejo pensaron ahora en otras tierras más feraces, ríos ricos y eternamente lánguidos, el resplandor de trigales trémulos sobre tierras llanas como un mantel y valles de suaves ondulaciones junto a montañas azules y humeantes cargadas de bosque. Los ríos: pensaron sobre todo en los ríos del norte, una letanía que rodaba de sus lenguas como una corriente de deleites perdidos en el atardecer mexicano seco y sediento. Hudson, dijo el viejo; Ohio, Mississippi, le contestó desde lejos ella; Mississippi, Potomac, Delaware, concluyó el gringo viejo: las buenas aguas verdes.
¿Qué le dijo el gringo a miss Harriet anoche? Llegó como institutriz a una hacienda que ya no existe, que nunca vio, a enseñarles el inglés a niñitos a los que no conoció, ni supo cómo fueron, o si existieron siquiera.
– Se aburrían -dijo Arroyo con palabras pesadas y secas en esta tierra sin ríos.
Se aburrían: los señoritos de la hacienda sólo venían aquí de vez en cuando, de vacaciones. El capataz les administraba las cosas. Ya no eran los tiempos del encomendero siempre presente, al pie de la vaca y contando los quintales. Cuando venían, se aburrían y bebían coñac. También toreaban a las vaquillas. También salían galopando por los campos de labranza humilde para espantar a los peones doblados sobre los humildes cultivos chihuahuenses, de lechuguilla, y el trigo débil, los frijoles, y los más canijos les pegaban con los machetes planos en las espaldas a los hombres y se llevaban a las mujeres y luego se las cogían en los establos de la hacienda, mientras las madres de los jóvenes caballeros fingían no oír los gritos de nuestras madres y los padres de los jóvenes caballeros bebían coñac en la biblioteca y decían son jóvenes, es la edad de la parranda, más vale ahora que después. Ya sentarán cabeza. Nosotros hicimos lo mismo.