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– ¿Porque el ejército se interpuso entre ustedes y el hospicio? -preguntó sofocado el viejo, con los ojos brillantes y llorosos, pero decidido a morirse en la raya de la burla ahogado por su propia risa-. Entonces en realidad fue el hospicio. Lo siento.

– Yo no me avergüenzo de nuestra nación y de nuestros antepasados. Ya se lo dije, mi padre murió en Cuba, desaparecido en combate…

– Lo siento -tosió el viejo que minutos antes acarició las manos y hundió el olfato en la cabellera castaña de una bella mujer-. Ahora abre bien los ojos, miss Harriet, y recuerda que matamos a nuestros pieles rojas y nunca tuvimos el valor de fornicar con las mujeres indias y tener por lo menos una nación de mitad y mitad. Estamos capturados en este negocio de matar eternamente a la gente con otro color de piel. México es la prueba de lo que pudimos ser, de manera que mantén bien abiertos los ojos.

– Ya veo. Sientes vergüenza de haberte mostrado abierto y humano conmigo. No toleras el dolor de los que amaste.

De su padre había escrito hace mucho el gringo viejo: "Fue un soldado, luchó contra salvajes desnudos y siguió la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada, muy al sur." Pero a ella no podía decirle esto ahora, no quería compartir nada más con ella esta noche ni darle razón alguna. Se preguntó si esto era lo único que tenían en común, las guerras entre hermanos, las guerras contra "salvajes", las guerras contra lo débil y extraño. No dijo nada porque quiso confiar en que algo más, alguien más, podría todavía unirlos, sin que ella dependiera de él para entender nada aquí. No iba a olvidar muy pronto el olor del pelo, la suavidad de piel, las manos deseables. Quizás era demasiado tarde: ella había desaparecido y él se quedó solo frente al desierto. Quizás la podría visitar en sueños. Quizás la mujer que entró al salón de baile la noche anterior no se vio a sí misma, pero sí se soñó.

– Son vidas ajenas, que no entendemos muy bien -dijo Inocencio Mansalvo-. ¿Quieren conocer nuestras vidas mejor? ¡Pues tendrán que adivinarlas, porque todavía no somos nadien!

XI

El general Arroyo dijo que el ejército federal, cuyos oficiales habían estudiado en la academia militar francesa, esperaban empeñarlos en combate formal, donde ellos conocían todas las reglas y los guerrilleros no.

– Son como la señorita -dijo el joven mexicano, moreno, duro, casi barnizado-; ella quiere seguir las reglas; yo quiero hacerlas.

¿Oyó el viejo lo que la señorita Winslow dijo anoche? ¿Había oído lo que la gente del campamento y la hacienda decía? ¿Por qué no había de gobernarse la gente a si misma, aquí mismo en su tierra: era éste un sueño demasiado grande? Apretó las quijadas y dijo que quizás la señorita y él querían lo mismo, pero ella no quería admitir la violencia primero. En cambio Arroyo sabía -le dijo al gringo viejo-que una nueva violencia era necesaria para acabar con la vieja violencia; el coronel Frutos García, que era leído, decía que sin la nueva violencia la violencia de antes nomás seguiría para siempre igual, verdad, ¿verdad, general indiano?

El viejo miró largo tiempo el sendero quebrado por donde iban a caballo. Luego dijo que entendía lo que el general trataba de decir y le agradecía que tuviera palabras para decirlo. Eran palabras de hombre, le dijo, y las agradecía porque lo ataban de nuevo a los hombres cuando él había hecho una profesión de negar la solidaridad o cualquier otro valor, para qué negarlo, dijo el gringo viejo esperando que su sombrero ocultara su sonrisa.

Trotaron en silencio hacia la cita. El viejo pensó que estaba en México buscando la muerte y ¿qué sabía del país? Anoche le citó al desierto una frase recordando que su padre había participado en la invasión de 1847 y la ocupación de la ciudad de México. Luego recordó que Hearst mandó a un radical del periódico a reportear sobre el México de Porfirio Díaz y el periodista regresó diciendo que Díaz era un tirano que no toleraba oposición alguna y había congelado al país en una especie de servidumbre, donde el pueblo era el siervo de los hacendados, el ejército y los extranjeros. Hearst no dejó que esto se publicara; el poderoso barón de la prensa tenía a su radical y a su tirano, le gustaban los dos, pero sólo defendía al tirano. Díaz era un tirano, pero era el padre de su pueblo, un pueblo débil que necesitaba un padre estricto, decía Hearst paseándose en medio de sus tesoros acumulados en cajas y aserrín y clavos.

– Hay algo que no sabes -le dijo Arroyo al gringo-. De joven Porfirio Díaz era un luchador valiente, el mejor guerrillero contra el ejército francés y Maximiliano. Cuando tenía mi edad, era un pobre general como yo, un revolucionario y un patriota, ¿a que no lo sabías?

No, dijo el gringo, no lo sabía: él sólo sabía que los padres se les aparecen a los hijos de noche y a caballo, montados encima de una peña, militando en el bando contrario y pidiéndoles a los hijos:

– Cumplan con su deber. Disparen contra los padres.

A esta hora temprana del desierto, las montañas parecían aguardar a los jinetes, como si en verdad fuesen jinetes del aire, detrás de cada hondonada: las distancias se pierden y a la vuelta de un recodo la montaña espera para saltar como una bestia sobre el caballero. En el desierto, dice el dicho, se puede ver la cara de Dios dos o tres veces por día. El gringo viejo temía algo semejante, ver la cara del padre, y trotaba junto a un hijo: Arroyo el hijo de la desgracia.

Qué impalpable, pensó el gringo viejo esta madrugada, es la información que un padre hereda de todos sus padres y transmite a todos sus hijos: él creía saber esto mejor que muchos, dijo ahora en voz alta, sin saber o importarle que Arroyo le entendiera, tenía que decirlo, lo habían acusado de parricidio imaginario, pero no al nivel de un pueblo entero que vivía su historia como una serie de asesinatos de los padres viejos, ahora inservibles. No, él realmente sabía de lo que hablaba, incluso cuando tan rápidamente diagnosticó y etiquetó a miss Winslow: él, el viejo, el juglar armado llegado al fin de su particular atadura humana, el hijo de un calvinista iluminado por el terror del infierno que también amaba la poesía de Byron y un día temió que su hijo lo matara mientras dormía, el hijo primero demasiado imaginativo y luego tan horrendamente desdeñoso de todo lo que la familia había heredado y prolongado naturalmente, la parsimonia, el ahorro, la fe, el amor hacia los padres, el sentido de la responsabilidad. Miró a Arroyo, que ni siquiera lo oía. El gringo dijo que la ironía era que hoy el hijo viniera por el mismo camino que el padre había recorrido allá por 1847.

– El ganado, mira -dijo Arroyo-, se está muriendo.

Pero el viejo no miró las tierras de pastoreo de los Miranda; sus ojos estaban cegados por una niebla de reconocimiento propio al pensar en su padre muerto vivo en México en otro siglo, preguntándole al hijo si conociendo el resentimiento y las acusaciones de México contra los americanos, no había venido aquí por ese motivo, pero añadiendo injuria al insulto de su patria americana, provocando a México para que México le hiciera lo que él no se atrevía a hacer por sentido de honor y de respeto propio: no morir, como había pensado, sino sucumbir al amor de una muchacha.

– ¿Usted se enamoraría de una muchacha joven, si tuviera mi edad? -dijo en broma el gringo viejo.

– Usted dedíquese a cuidar a las muchachas pa que no les suceda ninguna desgracia -le sonrió de regreso Arroyo-, ya se lo dije, vea que esté bien protegida y piense que es como su hija.

– Eso quise decir, mi general.

– ¿No quisiste decir nada más, general indiano?

El viejo sonrió. Alguna vez tenía que empezar a hacer de las suyas; ahora era tan buen momento como cualquier otro; ¿quién le aseguraría que sería Arroyo, y no él, el muerto más ilustre de esta jornada?