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– Si, venía pensando en su destino, general Arroyo.

Arroyo rió de nuevo:

– Mi destino es mío.

– Deje que me lo imagine igual que el de Porfirio Díaz -dijo impávidamente el gringo-. Deje que me lo imagine a usted en el porvenir del poder, la fuerza, la opresión, la soberbia, la indiferencia. ¿Hay una revolución que haya escapado a este destino, señor general? ¿Por qué han de escapar sus hijos al destino de su madre la revolución?

– Mejor dime, ¿hay un país que haya evitado esos anales, incluyendo el tuyo, gringo? -preguntó Arroyo adelantado sobre su arzón, tan tranquilo como el gringo viejo.

– No, yo hablo de su destino personal, no del destino de ningún país, general Arroyo; usted sólo se salvará de la corrupción si muere joven.

Esto pareció alegrar, en contra de las intenciones del viejo, a Arroyo:

– Me adivinaste el pensamiento, general indiano. Nunca me he soñado viejo. ¿Y tú? ¿Por qué no te moriste a tiempo, cabrón? -rió mucho Arroyo.

El gringo viejo cedió ante el humor del mexicano y sólo le dijo lo que le decía a veces a las estrellas: Esta tierra… -nunca la había visto antes: la había atacado por órdenes de su jefe Hearst, que tenía ranchos y propiedades fabulosas aquí, y temía a la revolución, y como no podía decir: "Entren a proteger mis propiedades", tenía que decir: "Entren a proteger nuestras vidas, hay ciudadanos norteamericanos en peligro, intervengan…"

– Ah qué estos gringos -exclamó Arroyo con un aire de broma tajante-, cuando te digo que hablan en chino… Lo que pasa es que tú no sabes a lo que tenemos derecho, nomás no lo sabes. El que nace con el techo de paja pegado a las narices, tiene derecho a todo, general indiano, ¡a todo!

No tuvieron tiempo de hablar o de pensar más porque llegaron a una pendiente rocallosa donde un centinela esperaba al general y le dijo que todo estaba listo, como él lo ordenó.

Arroyo miró directamente al viejo y le dijo que debía escoger. Iban a engañar a los federales. Una parte del ejército rebelde iba a marchar sobre el llano para encontrarse con el ejército regular como a éste le gustaba, de frente, como les enseñaron en las academias. Otra parte iba a dispersarse en las montañas detrás de las líneas federales, escondidos, hasta tomar el color de la montaña, como los lagartos, con un carajo, se rió a grandes carcajadas amargas Arroyo, y mientras los federales andaban combatiendo formalmente al falso ejército guerrillero en el llano, ellos les cortarían las líneas de abastecimiento, los atacarían por detrás y los dejarían como un ratón dentro de una ratonera.

– ¿Dices que tengo que escoger?

– Si, dónde quieres estar, general indiano.

– En el llano -dijo el viejo sin dudarlo-. No por la gloria, entiende usted, sino por el peligro.

– Ah, conque la lucha guerrillera te parece menos peligrosa.

– No, es más peligrosa, pero menos gloriosa. Usted es un combatiente de la noche, general Arroyo. También está obligado a improvisar. Si lo entiendo bien, en el llano sólo me hará falta marchar hacia adelante con cara de valiente, sin pensar demasiado en que una bala de cañón pueda volarme la cabeza. Déjeme hacer eso.

La máscara asiática de Arroyo no mostró ninguna emoción. Acicateó a su caballo por el sendero pedregoso y el centinela condujo al viejo hacia adelante para unirlo a las tropas del llano. Miró las caras, inconmovibles también, de los soldados. ¿Pensaban lo mismo que él? ¿Sabían? ¿También eran valientes o sólo seguían órdenes, creyendo que tendrían suerte? ¿Iban a combatir con convicción en un escenario de teatro preparado por el singular general Arroyo, el hijo, pensó el gringo, no de la desgracia sino de una complicada herencia: el genético Arroyo?

Luego, cuando de veras estaba en medio de la batalla, el viejo ya no pensó o sólo tuvo tiempo de pensar lo que nadie más pensaba, o sea que todos estaban inmersos en la marea de la caballada, el terremoto de animales bufantes y de cascos trepidantes sobre el duro piso del desierto, la quietud de las nubes del mediodía y la rapidez de las bayonetas rebeldes que iban dejando atrás a sus muertos y avanzando sobre los pesados e inmóviles cañones franceses mientras los artilleros confundidos oyeron, sintieron y temieron los rumores que les caían como cascada sobre las espaldas, el temblor y el estrépito de la sierra, la avalancha de caballos que no temían quebrarse las nucas, los aullidos rebeldes, las balas brillantes sobre los pechos desnudos y los sombreros tirados al aire como gemelos de la rueda del sol.

Los federales se asaban en sus estrechos uniformes de la legión extranjera francesa y sus pequeños kepis les apretaban el cráneo, en tanto que los rebeldes del llano, comandados por el gringo sin miedo, se abrieron un camino hasta la artillería sin siquiera mirar hacia atrás a los cadáveres en el llano, sitiados ya desde el aire por el eterno círculo de zopilotes del cielo mexicano, olfateados ya por los sospechosos cerdos liberados de su infeliz ranchito y que ahora se paseaban libres por la tierra yerma como erizadas bestias color flema, mirando a ver si los cuerpos de veras estaban muertos, de veras ya no hacían daño, antes de ir gruñendo hasta ellos y comenzando luego su fiesta a la hora del rojo atardecer.

No lo habían herido. No estaba muerto.

Esto es lo único que le maravillaba. Su vieja cabeza canosa estaba llena de asombro. Reunieron a los federales capturados y las dos fuerzas rebeldes se juntaron en la victoria. Sólo que esta vez no hubo las celebraciones del día anterior, cuando el gringo lazó la ametralladora. Quizás ahora había demasiados camaradas muertos en el campo. Ellos estaban muertos; él no. El quería la muerte y seguía aquí, digno de una cómica piedad, ayudando a cercar y reunir a los restos del regimiento federal, sintiendo al fin el rencor hiriente que tanto había esperado.

– El gringo no se murió, fue el más valiente, nomás se dejó ir galante igual que ayer, como si no le temiera a nada ni a nadie, pero no se murió: gringo viejo.

No se sorprendió demasiado de lo que vio y oyó en el apresurado campamento levantado por Arroyo junto a los muros de adobe aplastado del ranchito de donde huyeron los puercos Llenos de terror hambriento. Arroyo les dijo a los prisioneros que los que quisieran unirse al ejército revolucionario de Pancho Villa serían admitidos de buena gana, pero los que resistieran serían fusilados esta misma noche porque ellos viajaban ligero y no andaban arrastrando prisioneros inútiles.

La inmensa mayoría de los soldados se arrancaron en silencio las insignias federales y se formaron con los villistas. Pero otros se resistieron y el gringo los miró como se mira siempre a las excepciones. Tenían caras orgullosas o locas o de plano nomás cansadas. Se alinearon detrás de sus cinco oficiales, que ellos sí nunca se movieron.

Ahora soplaba el viento nocturno y el gringo viejo temió el regreso de su sofocante enemigo. Los sonidos hambrientos de los marranos en el campo de batalla llenaron el silencio entre la explicación de Arroyo y las acciones silenciosas que la siguieron. El coronel comandante de las tropas federales se dirigió a Arroyo y le ofreció, con gran dignidad, su pequeña espadita brillante, que parecía de juguete. Arroyo la tomó sin ceremonias y con ella se cortó una rebanada del lomo de uno de los lechones que estaban cocinándose en un fuego abierto.

– Usted sabe que es un crimen asesinar a oficiales a tropa capturada -dijo el coronel.

Tenía ojos verdes, dormilones, encapotados, y gruesos bigotes rubios a la káiser. Qué trabajo, pensó el gringo, mantener erguidas esas puntas de día y de noche.

– Usted es valiente, de modo que no se apure -contestó Arroyo y dejó caer la rebanada de puerco en la boca.

– ¿Qué significan sus palabras? -preguntó el coronel dormilón pero altanero-. La valentía no tiene nada que ver. Estoy hablando de la ley.

– Cómo que no -dijo Arroyo con una mirada dura y triste-. Yo le estoy preguntando qué es más importante, la manera de vivir o la manera de morir.