El oficial federal dudó un instante:
– Dicho de esa manera, pues si, es la manera como se muere.
El viejo no dijo nada, pero pensó en las palabras que quizás eran el código de honor de Arroyo y que el viejo podía, si así lo deseaba, entender como dirigidas a éclass="underline" Arroyo le dio la espada al gringo y lo invitó a comer puerco como los puercos se comían a los cadáveres en el campo. Debió pensar muy duro el gringo viejo, porque atrajo las miradas del oficial federal y luego sus palabras.
– Ése es un hombre valiente -dijo el coronel con los ojos listos para la muerte. Arroyo gruñó y el coronel añadió:
– Yo también fui valiente, ¿lo admite usted? -Arroyo volvió a gruñir-. Sin embargo ese viejo valiente no va a morir y en cambio yo sí. Pudo ser al revés. Pero supongo que así es la guerra.
– No -dijo Arroyo al cabo-, así es la vida.
– Y la muerte -dijo con un tono de intimidad presuntuosa el coronel.
– Nomás no me las separe -contestó Arroyo.
El coronel sonrió y dijo que había algo especial en ser demasiado valiente, sea en la vida o en la muerte. Él, por ejemplo, iba a morir en un desierto frío y alto, lejos del mar de donde vino, él veracruzano con la proximidad en la piel de los barcos que llegan de Europa, ahora fusilado en una noche de fogatas y cerdos gruñentes. No iba a importar nada que se mostrara valiente al morir; en un segundo dejaría de estorbarles a todos.
– Pero ser demasiado valiente y seguir viviendo, ése si que es un problema, mi general, ése es un problema para los dos ejércitos: el hombre indecentemente valiente. Nos expone a todos. Ridiculiza un poco a los dos bandos.
– Ve usted -dijo el coronel federal-, todos le tienen miedo a un cobarde y lo admiten; pero nadie admite que le tiene más miedo aún al valiente, porque el valiente nos hace aparecer como cobardes. No está mal tener tantito miedo en el combate. Entonces uno se parece a todos los demás. Pero un hombre sin nada de miedo desanima a todos. Yo le digo una cosa, mi general. Los dos bandos debían juntarse y, por así decirlo, eliminar al valiente. Honrarlo, sí, pero no llorarlo.
Tanta labia jarocha no pareció impresionar mayormente a Arroyo, agachado sobre un taco de puerco que sus dedos ágiles enrollaban.
– ¿Tú eres ese hombre? -dijo Arroyo.
El coronel federal se rió suave aunque nerviosamente: -No, qué va. Yo no. Para nada.
El viejo confió en que nadie lo miraba mientras él también mordía su taco, la primera comida del día desde el desayuno de huevos fritos y café humeante. Arroyo estaba recordando la hazaña del valiente general Fierro, el brazo derecho de Villa, cuando se deshizo de los prisioneros ofreciendo liberar a cualquiera que pudiera correr de la cárcel por el patio hasta el muro de la prisión y brincarlo, sin que Fierro lograra acribillarlo en el trayecto, pero sin el derecho de dispararle dos veces a nadie. Sólo se escaparon tres prisioneros. Fierro mató a unos 300 hombres esa noche.
El, Arroyo, general de la División del Norte, no iba a competir con el gran general Fierro que era uno de los Dorados de Villa. El era mucho más modesto. Pero tenía con él a un hombre valiente, un general de la guerra civil norteamericana, el hombre más valiente, toditos lo vieron hoy. Arroyo se levantó como un gato montés y ya no se dirigió al oficial capturado, sino al viejo, ¡ah!, el general indiano quería ser siempre el soldado más valiente de la guerra, pues ahora iba a ser el verdugo más valiente de todos. Si era valiente ante la muerte, también iba a ser valiente ante la vida, ¿verdad?, puesto que ambas eran igualitas, el viejo vino a México a entender esto, ¿verdad que ya lo entendía?, y si no lo había entendido ya, su viaje le había valido puritita madre, ¿verdad que sí?
El viejo haría esta noche lo que Fierro hizo otra noche. De acuerdo: los oficiales y la tropa rejega del borracho Huerta tendrían la oportunidad de correr del muro de adobe arruinado a la puerta crujiente de la porqueriza para luego salir corriendo al campo donde se encontraban los puercos y los muertos. El general indiano los dejaría correr hasta la puerta. Entonces dispararía. Si no los tocaba, los conejos federales quedarían libres. Si los tocaba, pues los mataba. ¡El bravo general indiano!
Más tarde (no en el después de la vida, porque ahora su vida se suspendió, intemporal, como una gota de agua en una solitaria hoja invernal cuando todo el problema consiste en saber qué caerá primero: la hoja o la gota) se diría que hizo lo único que pudo haber hecho. Se lo dijo a miss Harriet en el ahora de ella que acogió ese imposible después de éclass="underline"
– Hice lo único que pude haber hecho porque no tuve la buena suerte de ser matado discreta, y natural, y quizás hasta noblemente, por una mano anónima en el campo de batalla. Pude haber sido un muerto más, devorado por los puercos. Ay, cómo gruñeron y cagaron en la noche fría.
(-¿Qué era lo único que pudiste hacer? -le preguntó su padre detenido en un corcel de viento.
– Negarle a otro la muerte que deseé para mí.)
Ahora él deseaba ser el coronel federal ligeramente afeminado pero extrañamente valeroso, con la mirada soñolienta y desdeñosa y el bigote pomadoso y tieso después de un día de batalla, que había caminado hasta el muro de adobes y ahora se detenía allí, mirando al gringo, esperando que diera la orden.
– Ves, padre, yo hubiera querido estar en las botas de ese hombre.
– ¡Córrele! -ordenó Arroyo.
El coronel se separó a regañadientes del paredón, como si ese muro carcomido y medio derrumbado fuera desde siempre el puerto final de su imaginación: un hogar en tierra propia. Caminó normalmente primero, dándole la espalda a Arroyo y al viejo que tenía la Colt en la mano. El coronel dudó, se volteó a darle la cara a sus enemigos y caminó hacia atrás, mirando a su verdugo designado, a Arroyo, al coronelito Frutos García, a Inocencio Mansalvo, que eran ese extrañísimo rostro colectivo que lo sentenció sin juicio:
– ¿No me van a matar por la espalda? -dijo. Estaba seguro de que el viejo no se deshonraría haciendo tal cosa, pensó el viejo, pensó Arroyo cuando cruzó la mirada con el general indiano. El jefe federal se veía un poco ridículo. Perdió pie y se cayó y se levantó y ahora si corrió.
– ¡Dispara! -ordenó Arroyo.
El viejo apuntó la pistola al coronel en fuga, luego a un cerdo. Seguía apuntándole al cerdo cuando jaló el gatillo y la bala atravesó limpiamente la carne esponjosa y agusanada del animal hambriento. Arroyo pegó un salto hacia adelante con su propia pistola en mano y acribilló la figura fugitiva del prisionero. Los otros hombres condenados cambiaron miradas.
El coronel había caído de bruces. Arroyo ignoró al gringo viejo, llegó hasta el caldo y le dio el tiro de gracia. El federal tembló y ya no se movió más. Los oficiales y los soldados capturados, orgullosos o tercos o nomás cansados, quién iba a saberlo, se alinearon contra el muro de adobes y el viejo los vio allí, una colección de humanidad, unos orinándose en los pantalones, otros idiotas y ausentes, éstos encendiéndose un pitillo final, aquéllos tarareando una canción que les recordaba familia o mujer. Y uno que sonreía, ni tonto, ni cansado, ni valiente, sino incapaz de distinguir más entre la vida y la muerte.
Fue éste el que atrajo la mirada del general Arroyo.
– Muy largo que lo miró el general, ¿te acuerdas, Inocencio?
– Cómo no, Pedrito. Generoso que se comportó nuestro jefe. "No los maten -dijo-. Nomás córtenles las orejas a todos, pa que escarmienten y pa que sépamos si los volvemos a encontrar que la segunda vez no salen vivos de éstas."
– ¡Qué hombre de corazón es nuestro general!
XII
En el camino de regreso, Arroyo se aisló como una tortuga. El sarape era su concha y en ella se hundió hasta las narices, con el sombrero metido hasta la dolida raíz de sus orejas. Sólo le brillaban los ojos. Pero ni quien quisiera mirar esos hondos pozos amarillos, dijo la Garduña cuando lo divisó entrar al pueblo. No eran ojos amistosos. La victoria se largó de ellos, comentó Inocencio Mansalvo.