– Pobrecita -dijo una mujer-, es muy buena gente pero no sabe qué día es mañana.
Se sintieron apenadas por ella y se rieron como pajarillos juguetones.
Ahora ella se sienta y recuerda.
Sucumbió a la siesta; se sintió degradada, inmoral, por caer en el sueño a las cuatro de la tarde su mente continuaba en el salón de baile, ella sola y buscando en vano los ojos que compartiesen el malestar de sus sueños, cuando se sentía lista para levantarse pero sentía que una mano la detenía, capturándola en la cama, humedeciendo la sábana que cubría su cuerpo desnudo y húmedo, almizcleño, oloroso a pétalos de magnolia muertos y a sótanos húmedos y arrastrándola de vuelta al sueño.
Harriet Winslow siempre despertaba con un sentimiento cierto de culpa por lo que había dicho o dejado de decir el día anterior; culpa por los errores y omisiones del día pasado.
Hoy, el combate y la sensación eran peores que nunca y la pregunta que la mantenía, en contra de su voluntad (de ello estaba convencida), encamada a las cuatro de la tarde, era una que ya se había formulado antes: "¿Cuándo fui más feliz?"
No se la hacía a menudo porque le recordaba siempre el beatifico ritornello de su madre: "La felicidad prevalecerá"; a pesar de ello se contestó a sí misma: "Yo fui más feliz cuando mi adorado padre nos dejó y yo me sentí responsable; sentí que ahora las cosas dependían de mí; era yo quien debía sacrificar, esforzarse, posponer, no sólo en nombre propio, sino en nombre de todos los que me quieren y son correspondidos." Ser feliz cumpliendo con el deber. Este eslabón entre su sueño y su actividad la acercaba a la imagen que ella quería preservar de su padre. La acercaba a todo lo que él había dicho, al azar, en la mesa: esa suerte de filosofía desencuadernada que cada uno escucha y aprende en el hogar, la vida es difícil, la vida es fácil, todo saldrá bien, el orden se impondrá, la caridad empieza por casa, trata a los demás como fuertes, ahorrativos, sabios: temerosos de Dios, metodistas sobrios, sin altares barrocos, temerosos de Dios: éste era el deber de ella cuando él se fue, más que el de su madre, a quien Harriet no podía soportar cuando se comportaba como una sombra abatida; pero volvía a quererla cuando reflejaba la luz de la inocencia, la felicidad un poco simple de la niñez de su hija, antes de que el padre se marchase y luego fuese declarado perdido en combate.
– ¿Para qué sigues viviendo aquí conmigo, Harriet? ¿No te aburres?
En México, su deber era más que nunca su deber. Pero algo faltaba en el sueño. Había algo más, sin lo cual el simple deber no bastaba. Trató de invitar a otro sueño dentro de su sueño, una luz, un patio trasero regado de pétalos de cornejo caídos, un quejido desde lo hondo de un pozo.
El viejo, en el camino de regreso, no la imaginaba ahora. Arroyo tampoco. Ella despertó de repente. Antes de ver las caras o de oír las voces, se murmuró sueño adentro que si una no se dedica a organizar la vida desde que despierta, una tiene que enfrentarse a sus sueños. Tiene miedo la niña, tiene miedo: la cara brutal y pintarrajeada de la Gar duña con sus dientecillos limados lloraba a su lado, la estremecía, le contaba una historia delirante, melodramática, que ella no entendió, sólo entendió una cosa:
– Ayúdenos, miss, la niña se nos muere.
Un paquetito azuloso, una piel teñida por el dolor, la niña moribunda, asfixiada mientras soplaba el viento álcali del desierto y Harriet de rodillas en el vagón del ferrocarril, como en un sueño, se imaginaba a si misma de niña, como hija de un militar en campaña, enferma así en un carro de ferrocarril que servía de casa y cocina y ahora de hospitaclass="underline" se ahogaba la niña que era ella y le decían todos, la Garduña plañidera, la mujer del rostro de luna, sálvela miss, ya nosotras no sabemos qué hacer, le vino esto de repente a la hijita de la Garduña, dos años apenas, no se nos vaya a morir, se nos ahoga, la agarró un aire, mírele el color, y Harriet se sintió desarmada, sin medicinas, ni jeringas, ni nada más que un paquetito de aspirina en su veliz, pasta de dientes, cepillos para el pelo, para la ropa, para los dientes: los dientes como cuchillos de la Gar duña, la boca limpia de Harriet: no tenía medicinas y decidió que sólo con su cuerpo podía salvar a la niña, que corrieran por la aspirina, pero si de eso ya le dimos, y friegas y limpias con ramas de ruda y párroco aquí no hay, se fue corriendo y mi cuerpo dijo Harriet: cuándo bañaré mi cuerpo, cuándo lo podré lavar, vengo cargando mugre y muerte, muerte y sueño, soñando con mi padre perdido en el combate de Cuba, y su tumba vacía en Arlington, cargando sueño y mugre y muerte y miedo desde que descendí en Veracruz, Cuba y Veracruz, siempre los patios traseros de mi país, ocupados por mi país porque nuestro destino es ser fuertes con los débiles, el puerto de Veracruz ocupado por la infantería de marina de los Estados Unidos después de un supuesto insulto a la bandera de las barras y las estrellas:
– ¿Tuvo usted dificultades al desembarcar, señorita Winslow?
– ¿Fueron muy fisgonas las autoridades de ocupación, señorita Winslow?
– ¿Le preguntaron sin muchas cortesías a dónde iba usted y cuál era el motivo de su viaje, señorita Winslow?
– ¿Les mostró usted con orgullo su acta notarial comprobando que era capaz de valerse por si misma y ganarse la vida, señorita Winslow?
– ¿Les dijo que no iban a tener que preocuparse por repatriar a una chica americana extraviada y hambrienta: ella vino a enseñarles la lengua inglesa a los niños de una familia acomodada, señorita Winslow?
– ¿Les dijo que usted no era una nana, sino realmente una maestra, lo que siempre había sido, una instructora, no una institutriz, señorita Winslow?
– ¿Miró los muros acribillados de la vieja prisión de San Juan de Ulúa, pensando que usted misma podría acabar allí, señorita Winslow?
– ¿Se dio cuenta de que los muros de la ciudad también estaban acribillados por el cañoneo reciente de buques de guerra gringos, señorita Winslow?
– ¿Se enteró de que las velas blancas con moños blancos y flores blancas en las calles designaban los lugares donde cayeron los cadetes de la escuela naval de Veracruz, señorita Winslow?
– ¿La acompañaron a la estación del tren dos infantes de marina en un guayín por las calles de perros sueltos y zopilotes cercanos, señorita Winslow?
– ¿Les disparó un francotirador mexicano desde una azotea y uno de los marines cayó muerto a su lado, señorita Winslow, manchándole su blusa color de rosa con sangre de los trigales de Ohio, de donde alcanzó a decirle que venía el joven infante cuya cabeza cayó muerta sobre su hombro, señorita Winslow?
– ¿Subió usted temblando al tren que la llevaría a México, señorita Winslow, rodeada de curas y hombres jóvenes y comerciantes en fuga primero, capturados después, arrebatados por estas historias confusas de una revolución ajena, señorita Winslow?
– ¿Vio usted cómo tomaron a los jóvenes que querían ir a Veracruz y en cambio los mandaron en el tren de Chihuahua, señorita Winslow?
– ¿Le dijeron que ellos querían ir a combatir a los yanquis en Veracruz pero en cambio Huerta los mandó en la leva a combatir a Villa en el norte, señorita Winslow?
– ¿Entendió usted algo de lo que pasaba en el patio trasero, señorita Winslow?
Un tapete de flores de cornejo. Un gemido hondo y negro. Y ahora sólo le quedaba su cabeza para pensar en todo esto porque le quedaba su boca para pegarla a la de la niña enferma y succionarla, besarla, sacarle y darle el aire, recibir y escupir la flema atorada de la niña, decirse no importa, yo estoy vacunada, la niña no, escupir la gruesa flema negra y azul como el cuerpecito de la niña, pensar en su llegada a México para no pensar en lo que estaba haciendo y la niña lloró fuerte y alto, como si hubiera vuelto a nacer. La Garduña le besó las manos a miss Harriet: