– ¡Dios la bendiga, señorita!
– !Es un milagro! -dijo la mujer con cara de luna.
– No, no -negó Harriet-, sólo fue algo necesario; no fue un milagro, pero seguramente estaba predestinado. Quizá sólo para esto vine a México. Ahora denle agua con sal y agua con azúcar. La niña va a vivir.
La niña va a vivir porque la tomé de los pies y le azoté las nalgas. La niña va a vivir porque gracias a mis golpes la flema le salió de la garganta. La niña dijo llorando que ya no le pegara, que ya no. Yo sentí un gusto enorme en azotarla. La salvé con cólera. Yo no tuve hijos. Pero a esta niña yo la salvé. Me cuesta descubrir el amor en lo que no me es familiar. Lo concibo y lo protejo como un gran misterio.
Esto le dijo Harriet Winslow una noche al general Tomás Arroyo.
– Yo no tendré hijos.
XIII
Las mujeres se cubrieron las caras cuando las columnas cansadas entraron arrastrándose al campamento al amanecer.
Recordó Pedrito que las mujeres reían en silencio viéndolos regresar y sólo las muchachas más jóvenes mostraban sus caras redondas, coloradas como manzanas en el frío amanecer del desierto.
– Están enamoradas -le dijo el coronel Frutos García a él que no entendía bien qué cosa era eso del amor; contaban a sus hombres para ver cuántos habían regresado, quiénes se habían perdido.
– Mi pobre padre perdido en Cuba.
– Mi pobre hijo muerto en Veracruz.
Pero había hombres nuevos, inseguros del terreno que pisaban. Eran los prisioneros que ahora se habían pasado a las fuerzas de Villa, contentos de llegar a una población y de hacerse de nuevos amigos. La Garduña, viva de nuevo, arreglándose su manojo de rosas secas en el pecho, estaba allí para darles la bienvenida, decir que la vida está viva y que igual que ella, ellos que nunca habían salido de sus pueblos ahora iban de un lugar a otro, concebían un hijo en Durango y lo parían en Juárez y lo perdían en Chihuahua: desde siempre aislados en los pueblos perdidos, en las rancherías del desierto, en los caseríos de las montañas, y ahora todos se conocían y hasta viajaban en tren: "!Viva la revolución y mi general Tomás Arroyo!"
El gringo viejo vio todas esas caras que los recibían y sintió una punzada de reconocimiento más hondo que en el salón de baile. Una canción era cantada alrededor de las fogatas, vino el remolino y se nos alevantó.
– No sé si el gringo y la señorita Harriet se dieron cuenta de que la revolución era ese remolino que arrancó a los hombres y a las mujeres de sus raíces y los mandó volando lejos de su polvo quieto y de sus viejos cementerios y sus pueblecitos recoletos -dijo el coronel Frutos García mirando hacia las aguas veloces y turbias del Río Bravo del Norte.
– Sí, seguro que sí -le contestó Inocencio-. Tenían que recordar que los americanos siempre se movieron pal oeste y los mexicanos nunca nos habíamos movido hasta ahora.
Lo pescaron robando el oro de un tren descarrilado en Charco Blanco y lo colgaron allí mismo con todo y su viborilla llena de las monedas que se avanzó.
– No lo hurguen -dijo el coronel Frutos García que lo ajustició-. Fue un hombre valiente. Tiene derecho a llevarse su dinero.
– Lo siento, Inocencio, ya no te vas a mover nunca más.
En su propia vida, le iba a decir a miss Winslow el gringo viejo, vio a una nación entera moverse de Nueva York a Ohio a los campos de batalla de Georgia y las Carolinas y luego a California, donde terminó el continente y a veces hasta el destino. Los mexicanos nunca se habían movido, salvo como reos o esclavos. Ahora se movían para pelear y amar. La Garduña levantó los dos brazos para hacerse notar de un federal de bigotes tupidos que le cayó en gracia.
El gringo viejo encontró a miss Harriet acomodando con pasadores sus altas trenzas castañas frente al espejo en el vagón y se detuvo ante la imagen, fascinado por la cercanía de la carne fragante, afeitada, suave, y la risa cantarina de la mujer:
– No me mires así. Es que entre todas las mujeres me dieron un baño con vasijas de barro. No había logrado bañarme desde que llegué aquí. Y ya sabes que después de la santidad, no hay virtud como…
– Claro -murmuró el viejo. Las dos miradas se encontraron en el espejo y el viejo continuó-: Pensé mucho en ti anoche. Estuviste muy vívida en mis pensamientos. Creo que hasta soñé contigo. Me sentí tan cerca de ti como un…
– ¿Como un padre? -esta vez lo interrumpió ella, compensándose-. ¿Así de cerca? -dijo sin ninguna clase de emoción.
Pero en seguida bajó la mirada.
– Me da gusto que hayas vuelto.
Se escucharon varias explosiones seguidas, quién sabe cuántas porque las explosiones desvirtúan las cuentas del tiempo y pulverizan los segundos y miss Harriet se prendió a su peine como un náufrago a su barca. Nada le parecía más ridículo que dejar caer las cosas: un peine. Dejó caer su peinado sobre sus hombros y tomó la mano del gringo.
– Dios mío, ¡han regresado!
– ¿Quiénes?
– Los del otro bando. Es lo que temí. Han regresado y no distinguirán quién es quién.
– Y tú, miss Harriet, serás tomada por una soldadera gringa que vino a México buscando emociones fáciles.
La idea ridícula disipó el miedo de Harriet Winslow; tomó la mano del viejo y la apretó. Pensó en una muerte intermitente. El miró profundamente los ojos grises de la mujer.
– Te juro que acepté esta posición antes de que nada ocurriera, antes de que mi novio el señor Delaney fuese condenado por fraude federal o su historia saliese siquiera a la luz pública, te lo juro…
– No quiero saber nada de esto -dijo el viejo y apretó los labios contra la mejilla de Harriet.
– Es que tú me hablaste de Leland Stanford. Tú sabes que esas cosas ocurren todo el tiempo. Pero yo te juro que mi decisión estaba tomada desde antes. Yo decidí venir aquí, libremente, tú tienes que saberlo…
Miró más allá del viejo que la abrazaba y vio a Arroyo, de pie a la entrada del compartimiento, parcialmente oculto por las pesadas cortinas de seda azul que colgaban por todas partes en este carruaje real. Luego oyó un crujido quieto detrás de Arroyo y una mano femenina larga y suave lo tomó del brazo. Miss Harriet cerró la boca y vio fugazmente a la mujer con la cara de luna envuelta en un rebozo azul.
Continuaron las explosiones, creciendo en estrépito y frecuencia; ella se zafó del abrazo tierno del viejo y acabó de abotonarse la blusa: ¿qué sucede?, pero el miedo debe ser secreto.
– Quizás volvieron los federales -dijo el viejo, sin temor de hacer público el temor-. Entonces que el diablo se compadezca de nosotros.
– No -dijo la pequeña mujer con rostro de luna y manos largas y suaves, entrando desde el compartimiento del general-. Sólo son cohetes.
Era el día de la santa patrona de este pueblo, dijo la mujer, un gran día de fiesta para toda la comarca, ya verían, y los guió del carro estacionado al aire lleno de pólvora disparada por los mismos hombres que el día anterior disparaban Winchester contrabandeados desde Tejas. El aire era el ácido hogar de la pólvora y el incienso unidos y un grupo de niños enmascarados rodearon a miss Harriet y saltaron imitando a los viejitos. El gringo viejo se detuvo y miró hacia el vagón de ferrocarril.
Arroyo estaba de pie en la plataforma, su torso desnudo, un largo cigarro negro entre los dientes, rodeado de humo, mirando al viejo, mirando a Harriet Winslow, mirándolos a ellos. Los danzantes indios del norte bailaban monótonamente enfrente de la capilla, sus tobillos enlazados con cascabeles, y el viejo siguió a Harriet hasta el casco arruinado de la hacienda, a lo largo de los portales devastados donde las mujeres de la aldea, con una mezcla de pena y de gracia, se estaban probando los vestidos viejos que ella les autorizó a remendar: la mejor oportunidad era siempre la fiesta, y asimismo Harriet quería mostrarle al gringo lo que había hecho, vencer al sueño, vencer al pasado, organizar el futuro: salvar una vida, pero esto no lo quería decir ella, que se enterara él solo.