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Tan intensa la música que le daba voz a la tierra casi siempre silenciosa y les permitía mira somos nosotros dedicarse al amor sin miedo de ser escuchados. Tomás Arroyo metió la lengua en la oreja de Harriet Winslow. Ella sintió entonces el temor de conocer la belleza y el peligro al mismo tiempo.

El temor se convirtió en un placer sólo por haberlo pensado. El verdadero temor fue que después no volviera a pasar nada. Tomás Arroyo le metió la lengua en la oreja y Harriet Winslow sintió una ausencia terrible, no la de su padre, sino la del gringo viejo. "Voy a conquistar al general Tomás Arroyo antes de regresarme a mi casa y seguir mi vida de costumbre."

Pero el viejo le habría dicho que en México no había nada que someter y nada que salvar.

– Esto es lo que nos cuesta entender a nosotros porque nuestros antepasados conquistaron la nada mientras que aquí había una raza civilizada. Eso me lo contó mi padre después de la guerra en 1848. México no es un país perverso. Es sólo un país diferente.

Una lengua diferente, en su oreja: oída, sentida, húmeda, reptante, que Harriet aceptó pero de la cual, al mismo tiempo, huyó invocando su personal predisposición al cambio de estaciones: bailaba en brazos de Arroyo pero ella era capaz ahora mismo de darle un sentido a las temporadas que aquí no existían; bailó en los veranos de su infancia cerca de los rumores frescos de Rock Creek Park; descendió velozmente en un trineo por las pendientes nevadas de Meridian Hill Park; corrió tomada de la mano de su padre por la calle Catorce, comprando las manzanas y las nueces del otoño en las olorosas abarroterías griegas; fue al cementerio de Arlington un día de la primavera llena de polen fugitivo y cerezos asombrados y vio una tumba vacía.

Se apretó más a Tomás Arroyo, como si temiera perder algo, pero apartó la cara para mirar su propia salvaje sorpresa en los ojos del mexicano. -He estado aquí antes, pero sólo al irme me daré cuenta.

Le preguntó a la oreja si le gustaba soñar.

Contestó que sí: dejaba de tener edad.

Algo mejor: cuando despertaba no sabía dónde estaba.

Arroyo sólo recordaba una estación del año: era siempre la misma, el tiempo aquí no tenía esos signos en el camino y por eso era tan violenta la necesidad de marcar el tiempo con heridas inolvidables, de esas que siguen doliendo cuando se cierran: era toda su vida.

– Perdóname gringuita. No sé muchas cosas del mundo. A veces soy muy corajudo. Entiendo y siento algunas cosas muy hondo, gringuita, muy hondo, porque si no las siento, no tengo manera de entender nada.

Bailaron el vals como si bailaran una historia; ella le dijo cosas al oído en inglés, como si él pudiera entenderlas sólo porque ella las dijo como si todo hubiera pasado ya: nunca más veré a Delaney; cuando hablo de regresar no hablo de repetir; voy a regresar con tu tiempo, Arroyo; con el tiempo del viejo; los voy a guardar, Arroyo; tú no lo sabes pero yo voy a ser dueña de todo el tiempo que gane aquí; voy a hacerme más bella y más feliz a medida que entienda esto mejor y me pasee con los tiempos de todos ustedes, guardándolos, por las cañadas de Rock Creek en el verano y por las veredas nevadas de Meridian Hill en el invierno y deteniéndome en la calle Dieciséis en los otoños y las primaveras frente a una casa abandonada donde el sol poniente juega con los reflejos mutantes del sol sobre los vidrios de las ventanas: me perdonarás entonces porque mantengo tu tiempo, Arroyo, o lo degradarás todo pidiendo que me entregue a ti a cambio de la vida de un hombre…

No lo preguntó, pero tampoco lo afirmó. Ésta no sería más sólo una historia de hombre. La presencia (mi presencia, dijo Harriet) deformará la historia. Sólo espero que también le dé un secreto y un peligro que los hechos, en sí mismos, nunca garantizaron.

– La soledad es una ausencia de tiempo.

Arroyo la apretó contra su pecho y hubiera querido decirle todo lo que pensaba, para que ella no se fuera de aquí con ninguna queja, sino que se sintiera dueña de todo lo que aquí ganó. Le iba a pedir que guardara su tiempo, el de Tomás Arroyo, cuando él ya no pudiera hacerlo. Y el tiempo del viejo. También, asintió Arroyo. Lo aceptaría. Harían un trueque de tiempos, sonrió el mexicano: el que sobreviva guardará el tiempo de los otros dos, eso era aceptable, ¿verdad?, dijo casi con timidez, con una como ternura, el general, ¿verdad que sí?, pasara lo que pasara…

Quería que los dos gringos dijeran cuando se fueran de México:

– He estado aquí. Esta tierra ya nunca me dejará. Eso es lo que les pido a los dos. Palabra de honor: es lo único que quiero. No nos olviden. Pero sobre todo, sean nuestros sin dejar de ser ustedes, con una chingada.

Entonces dijo lo que ella temía.

– De ti depende que el gringo regrese vivo a su tierra.

Ya no oyó lo que añadió Arroyo (Es un rejego. Es valiente. Es una mala cosa para mi tropa ser así) sino lo que no añadió (No pasaré esta noche sin ti. Te deseo como no te imaginas, gringuita. Bueno, te deseo como deseo que mi madre resucite. Así. Perdóname pero haré lo que sea para tenerte esta noche, gringuita preciosa) porque Arroyo no sabía que Harriet estaba bailando con un oficial condecorado, digno, recién bañado y en cambio Arroyo había abandonado a su madre decente y respetada: Harriet vio a Arroyo saliendo entre las piernas de todas las mujeres cargadas de pesares y sombras: asombradas, apesadumbradas.

Al separarse de Arroyo se vio en un salón de baile Lleno de espejos. Se vio entrando a los espejos sin mirarse a sí misma porque en realidad entraba a un sueño y en ese sueño su padre no había muerto.

Miró a Arroyo y lo besó con una salvaje sorpresa. El niño dejó caer el peso de plata pero la moneda no sonó contra la piedra porque una mano pecosa y huesuda, cubierta de vello blanco, la pescó en el aire.

XV

Se sintió humillado por la presencia paciente de la mujer con cara de luna envuelta en el rebozo azul. En sus ojos húmedos había un dominio de sí misma, hondo y sabio. Una mujer de soldado: las había conocido en su vida o había leído sobre ellas en todas las épicas del pasado. Pero ahora ella lo tocó con la mano larga y suave, pidiéndole sin palabras que fingiera que nada estaba pasando, que ella y él estaban aquí, en la brillante jaula de vidrio del salón de baile, enjaulados como el Cristo en su féretro transparente o como los terratenientes ausentistas que cada año ofrecían aquí un solo baile para las damas y caballeros de Chihuahua y El Paso y hasta la ciudad de México.

Fingían: él se sintió degradado, pero ella no.

– A veces él se siente solo y siempre es un hombre -dijo la mujer con cara de luna.

– ¿Usted no le satisface? -dijo bruscamente el gringo viejo.

Ella no se ofendió.

– Es que los hombres y las mujeres somos diferentes.

– Eso no es cierto y usted lo sabe. Yo no soy feminista. Una de las razones por las que estoy aquí, señora, es porque temo a un mundo lleno de sufragistas enloquecidas; un matriarcado insoportable. Lo que pasa es que todos nos desquitamos. Nada más que ustedes lo hacen más secretamente que nosotros. Eso es todo.

La mujer con cara de luna le dio la razón. La verdad es que ella estaba satisfecha y él no, no porque no la quisiera, sino porque le pedía que demostrara su amor aceptando que él lo necesitaba más que ella.