– Tú no eres campesina.
Tomó las manos de la mujer y las miró.
– No. Yo sé leer y escribir.
– ¿Dónde te encontró?
– No, yo lo encontré a él. Entró a mi pueblo como un joven corcel, negro y sedoso. Luego el pueblo fue tomado por los federales. Yo lo salvé de una muerte horrible, créeme, general indiano.
– La gratitud.
– Yo soy la agradecida, pues. Nunca me imaginé que alguien me pudiera amar así. No es lo acostumbrado en mi pueblo. Era un pueblito triste donde hasta las parejas casadas se acostaban a oscuras. Y con miedo o con asco, ya no sé.
Dijo que en cambio Arroyo era un hombre desnudo, hasta cuando andaba vestido. Era un hombre callado, hasta cuando hablaba.
– Tuve que salvarlo para salvarme. Estamos unidos y yo lo comprendo.
– Qué bueno.
Guardaron silencio largo tiempo; el gringo viejo trató de imaginar lo que Arroyo le estaría diciendo a Harriet mientras esta mujer le hablaba a él, sin imaginarse que también Arroyo podría estar pensando en lo que la mujer le contaba al gringo viejo mientras Arroyo le contaba a Harriet cómo la mujer con la cara de luna lo había salvado cuando estaba escondido de los federales en los primeros días de la campaña contra Huerta aquí en el norte:
Estaba por todos lados y Arroyo supo que lo matarían si lo encontraban. Se quedó solo en el pueblo y encontró refugio en un sótano. Desde allí los oyó taconear sobre su cabeza y matar a sus camaradas capturados. Lo oyó todo, porque ese sótano era como un caracol de mar. Luego lo clavetearon todo con tablas.
Arroyo no comprendía. Creyó que habían condenado este pueblo a muerte por darle cuartel a los revolucionarios. Lo encerraron sin saberlo en este sótano. El siempre fue bueno para olérselas. Olió a los perros dormidos allí en un rincón. El martilleo los despertó. Eran grandes y feos, grises con hocicos de acero. Nunca vio nada que se despertara tan despacio como si hubieran sido olvidados en ese sótano desde el principio del tiempo. Pensó que se los habían dejado nomás a él, que eran sus nahuales, sus espíritus animales. La verdad es que eran dos mastines feos, feroces y grises que el dueño de la casa abandonó allí porque los federales se lo robaron todo y a este hombre le gustaban sus perros más que su plata, de haberla tenido, o su mujer, que si la tenía.
– No me mires así, gringa.
– Así lo siento.
– Estás aquí libremente.
– Si, pero sólo por lo que tú dijiste. Lo sabes muy bien.
– Ah, te gusta el viejo.
– Si. Tiene un dolor. Por lo menos eso entiendo.
– ¿Y yo entonces?
– Tú infliges el dolor. Yo trataré de ayudarlo como pueda. Entiende que por eso estoy aquí.
– ¿Vas a salvarlo como ella me salvó a mi?
– No sé cómo te salvó ella.
Arroyo y los perros se acecharon. Los perros sabían que él estaba allí. Al sabia que los perros estaban allí. Los perros siempre atacan o ladran. Lo extraordinario de esta situación era que nada más acechaban a Arroyo, como si le temieran tanto como él a ellos. Quizás ellos no sabían que él no era otro animal o quizá su dueño les metió miedo de todo lo que oliera a soldado. Quién sabe. Los perros tienen más de cinco sentidos. Arroyo dijo que ni siquiera contaría esta historia, si no fuera tan rara.
Fue un día muy largo. Arroyo no se movió y les hizo sentir que él también era fuerte pero que por ahora no les haría daño. Luego vino la noche y él supo que los perros aguardaron porque podían sentirlo mejor de lo que él podía verlos. Gruñeron. Sintieron que Arroyo se estaba preparando contra ellos. Ladraron muy feo, y al rato saltaron. Arroyo disparó contra ellos. Los atravesó en el aire, como dos pesadas águilas. Les vació la pistola. Cayeron gruñendo horriblemente. Los miró. Temió que los disparos se hubieran escuchado y entonces otros iban a matarlo a él como él mató a los mastines. Les dio una patada y los volteó con la punta de la bota. Dos perros feos, monstruosos.
– Te cuento todo esto con la esperanza de que al fin me entiendas.
– Tú sabes por qué estoy aquí.
Pasaron los días y Arroyo podía oír las órdenes militares encima de su cabeza, sobre todo las órdenes a los pelotones de fusilamiento. Mientras él se iba muriendo de hambre con una pistola vaciada en una mano y dos perros muertos a sus pies. Le dieron ganas de que le sobrara una bala. Era mejor que comerse a sus enemigos muertos.
– Creeré cualquier cosa que me digas ahora.
– No eres mi prisionera.
– Eso ya lo sé.
– Créeme todo lo que te digo. Puedes irte cuando tú quieras.
Esa noche oyó que alguien tocaba con los nudillos sobre los tablones claveteados. Una voz de mujer le dijo que no comiera ansias. Ella lo dejaría salir apenas pasara el peligro. Que no comiera ansias. Lo que ella no sabía es que Arroyo se hubiera comido a los perros. Pero escuchó su voz y se dijo que debía creer en ella, no debía ofenderla dudando de ella y además ella era su única esperanza. No debía comer esa carroña para no tener que decirle luego: creí en ti sabiendo que no era cierto y beso tus labios con los mismos labios que comieron carne de perro.
– Compréndeme y perdona mi amorcito pasajero por ti, gringa.
– Ya lo sé. Yo también sé salvar a un hombre. Pero quizás las consecuencias sean distintas. Sabes muy bien lo que debes contarme, general Arroyo.
Le dijo que había dos posibilidades de muerte la noche anterior después de la batalla. Una era la del gringo. La otra la del coronel de federales. Cualquiera de los dos pudo morir.
– Regresé a contarte que el coronel murió como un valiente.
– Vives un inacabable sueño de honor.
(Ahora ella está sola y recuerda: Así no es la vida como yo la entiendo. Ah, ¿ahora ella entendía la vida al fin, después de ser amada por él?)
– Eres vanidoso y tonto a veces, y a veces eres sincero y vulnerable. Esto sé después de haberte amado. Esto lo entiendo, pero no tu manera de entender la vida, porque tú celebras la muerte más que nada.
– Yo estoy vivo. Gracias a una mujer ayer y gracias a ti hoy.
No, ella negó agitando su cabellera castaña, él estaba vivo hoy porque todavía no le llegaba el mejor momento para su muerte. No lo dejaría pasar. Lo más importante de la vida de Arroyo no iba a ser cómo vivió, sino cómo murió.
– Seguro. Espero que tú puedas verme morir, gringuita. -Ya te dije que prefiero ver tu muerte que la del viejo.
– Está muy viejo.
– Pero no sé juzgar su dolor. El tuyo sí.
– Te la has pasado juzgándome desde que llegaste.
– Ya no lo haré más, te lo juro. Es mi promesa contra la tuya, general Arroyo.
– Hablas mucho, gringuita linda. Yo crecí en silencio. Tú tienes más palabras que sentimientos, creo yo.
– No es cierto. Me gustan los niños. Soy buena con ellos.
– Entonces ten uno.
Se rieron mucho y él volvió a besarla, metiéndosele en la boca como en un sótano lleno de perros, devorándole la lengua con la misma hambre que sintió entonces.
– ¿No te gusta, gringuita? Con o sin promesas, no te gusta, dime gringuita preciosa, gringuita amante y dolida, amando de veras por la primera vez, no me digas que no chula, ¿no te gustó mi amor, tu amor gringuita?
– Sí.
Arroyo gritó y la mujer de la cara de luna apretó la mano del gringo viejo y dijo de Arroyo lo que todos decían del gringo:
– Nomás vino aquí a morirse.
– Capitán Winslow, estoy muy sola y usted puede tomarme cuando guste.
El gringo viejo regresó caminando al carro de ferrocarril y vio a Arroyo solo, riendo y contoneándose, con paso fanfarrón, por el campamento polvoso, sin saber lo que su enemigo hacía o decía. Pero el gringo imaginó y temió que el general se paseaba como un gallito para dar a entender que la gringa era suya, se había desquitado así de los chingados gringos, ahora Arroyo era el macho que se cogió a la gringa y lavó con una eyaculación rápida las derrotas de Chapultepec y Buenavista.