Pero Harriet no pensaba como el viejo. Cuando Arroyo la dejó, la mujer con cara de luna había regresado al compartimiento donde dormían las dos mujeres y Harriet se sintió escandalizada y avergonzada. Esta era su verdadera mujer.
– Debes entender -dijo la mujer de las manos largas y suaves, que eran parte de su afecto y de su comunicación-. Eran azotados con el lado plano del machete si se les oía hacer el amor. A veces casi los mataban. Tenían que amar y gozar en silencio, te lo digo como mujer. Menos que bestias. Yo fui la primera mujer que él amó sin tenerle miedo a sus palabras y a sus suspiros. El nunca olvidara cómo gritó de placer la primera vez que se vino dentro de mí y nadie lo azotó. Tampoco yo lo olvidaré, señorita Harriet. Nunca voy a interrumpir su amor, porque sería como interrumpir mi amor. Pero él nunca había vuelto a gritar, hasta esta noche, con usted. Esto me dio miedo, debo confesárselo ahora, antes de que sea demasiado tarde y mi presagio se vuelva otra cosa. Tomás Arroyo es hijo del silencio. Su verdadera palabra son sus papeles que él entiende mejor que nadie, aunque no los sepa leer. Yo siempre temí que regresara aquí, donde nació. ¿Qué cosas pueden pasar cuando uno regresa al hogar que un día abandonó para siempre?
Como no supo qué contestar a esto, Harriet hizo un intento débil por decirle a la mujer que ella también tuvo un amante en su país, un hombre tierno y entero, un hombre distinguido y responsable, un… Miró los ojos de la mujer con cara de luna y no pudo continuar.
– Estás libre, gringa -le había dicho Arroyo al dejarla esa tarde, y ella le había contestado que no, ése no era amor de verdad, pero qué le iba a decir si regresaba otra vez, esta noche, un poco borracho, a decirle que no le bastaba una vez, que el dolor del gringo viejo no era nada junto al dolor de él, el dolor de no tenerla a ella otra vez, de seguirla deseando, imaginándola desnuda en sus brazos, acariciarla…
– Ya no tienes nada que desear o imaginar, general Arroyo.
– No me castigues, por favorcito.
– ¿Preferirlas imaginarme? Ahora hablas como un hombre que conocí una vez. También él prefería imaginarme mientras tomaba a otras, para que yo fuera su chica ideal. Quizás mi destino es vivir en la imaginación de los hombres.
Arroyo dijo que no conocía la historia personal de Harriet, ni quería saberla. ¿Quizás ella también sentía que se había desquitado?
– Todos somos gente resentida, unos más que otros -le dijo Tomás Arroyo-. A todos nos gusta la venganza. Aquí la llamamos por su nombre. ¿Cómo la llaman ustedes?
– Caridad… destino… -murmuró Harriet Winslow.
Admitió que sí quería matar al gringo viejo la noche de la batalla y luego decirle a ella que murió como un cobarde. ¿Qué quería ella, de veras? ¿Tener un padre como el gringo viejo, o ser como su padre con Arroyo? Ella tembló al oír esto y le dijo habla, habla, para que dijera otra cosa, no esa que acababa de decir.
Arroyo pensó antes de decidirse a quererla que nunca iba a saber por qué el gringo viejo no mató al coronel y perdió así la oportunidad de ganarse la confianza del jefe.
– Esa fue la primera cosa que me dije, gringa -le comunicó en seguida su duda-. La segunda fue: Arroyo, si matas al gringo viejo nunca va a ser tuya la gringuita. Entonces un diablito se me metió en la cabeza y me dijo: Arroyo, puede que las dos razones sean la misma. Ni tú ni el gringo quieren perder a esta linda mujer. Y los dos saben que ella nunca amaría a un asesino.
Esto la desesperó. ¿Cómo contaba Arroyo sus muertos? ¿Los del nuevo día borraban a los del anterior? ¿Cada mañana era borrón de sangre y cuenta nueva de muerte? Mañana, mañana… Dijo que no le importaba nada de lo que dijera ya. Pudo haber dicho lo que quisiera. Pudo haberle inventado otro destino al viejo. Le gritó que la estaba hiriendo en su fe más profunda. Le pidió que le creyera: ella no pensaba como él, le costaba seguirlo, no debían verse más, una sola vez para hacerse una promesa y darse un placer, lo admitía, pero no para reinventarse un destino, el propio y el ajeno también. Esa no era su fe, dijo sollozando Harriet Winslow. Sólo Dios puede hacer eso.
– No un hombre como tú.
– Pude haberlo matado.
– Entonces nunca me hubieras poseído, tienes razón. Sólo estuve contigo porque me dijiste que querías matarlo. Eso me dijiste en el apretujón de la capilla, agarrándome los brazos.
– Oye, ¿qué es esa rueda en tu brazo derecho?
– Es una vacuna. Pero contéstame. Ahora debes cumplir tu promesa.
– Estás libre, gringa. ¿Vacuna?
– ¿Me enseñaste a descubrir el amor sin amar? Esta no es la verdadera libertad de una mujer, te equivocas.
Y otra vez:
– ¿No te gustó, gringuita?, dime si no te gustó, con o sin promesa, verdad que te gustó y quieres más, gringuita preciosa, muchachita dulce, gringuita mía mi amante cariñosa, amando de verdad por la primen vez, con tu vacuna y todo, yo sé, ¿no te gustó mi amor nuestro amor gringuita?
– Si.
Y esto Harriet Winslow nunca se lo perdonó a Tomás Arroyo.
XIV
– ¿Sabes por qué regresé? -le preguntó a Harriet Winslow, y en seguida no preguntó, afirmó-: Tú sabes por qué regresé. Tus ojos se te escapan, gringuita, debes andar huyendo de algo, puesto que tanto deseas regresar a lo mismo a lo que le andas huyendo: mira, te miraste en los espejos, ¿crees que no lo sé?, yo también me miré en los espejos, cuando era un muchachito; pero mis hombres no, ellos nunca habían visto sus cuerpos enteros; yo tenía que darles ese gran regalo, esa fiesta: ahora, mírense, muévanse, levanta un brazo, tú, baila una polka, desquítense de todos los años ciegos en que vivieron ciegos con sus propios cuerpos, tentando en la oscuridad para encontrar un cuerpo -tu cuerpo- tan extraño y callado y lejano como todos los demás cuerpos que no te permitían tocar o a los que no les permitían tocarte a ti. Se movieron enfrente del espejo y se quebró el encanto, gringuita. Tú sabes, aquí tenemos un juego de niños. Se llama los encantados. El que te toca te encanta. Te quedas quieto hasta que otra persona llega a tocarte. Entonces puedes moverte otra vez. ¿Quién sabe cuándo vendrá otra persona a encantarte otra vez? Encantar. Es una palabra muy bonita. Es una palabra muy peligrosa. Estás encantado. Pero ya no eres dueño de ti mismo. Le perteneces a otra persona que no puede hacerte bien o hacerte daño, ¿quién sabe? óyeme gringuita: yo he estado encantado por esta casa desde que nací aquí, no en la cama grande y acojinada y con baldaquines de mi padre, sino en el petate de mi madre en los cuartos de servicio. La hacienda y yo nos hemos estado mirando desde hace treinta años, como tú miraste al espejo o como mis hombres se vieron reflejados. Yo estaba encantado por la piedra y el adobe y el azulejo y el vidrio y la porcelana y la madera. Una casa es todo esto, pero mucho más también. ¿Tuviste una casa a la que le pudieras decir "mi casa" cuando eras niña, gringuita? ¿O tú también tuviste que mirar a una casa que pudo ser tuya, que de algún modo era tuya, me entiendes, pero que era más lejana que un palacio en un cuento de hadas? Hay cosas que son las dos cosas: tuyas y ajenas, que te duelen como propias porque no son tuyas. ¿Me entiendes? Ves otra casa, entiendes esa casa, ves cómo se prenden las luces y luego se escurren de ventana en ventana, luego las ves apagarse de noche y tú estás dentro de la casa pero afuera también, enojado porque estás fuera pero agradecido de que puedes ver la casa mientras todos ellos, los demás, los otros, muchos, están adentro, capturados, y no pueden ver: entonces ellos son los excluidos y tú te alegras, gringuita, tú te sientes contento y hay alegría en tu corazón: tú tienes dos casas y ellos sólo tienen una.