Arroyo dejó escapar un espantoso suspiro, más parecido al quejido de alguien pateado en la ingle y escondió la expulsión involuntaria de sus pasiones interiores carraspeando y escupiendo una flema gruesa en una copa llena de mezcal. Era un feo espectáculo y Harriet se escondió de él pero Arroyo le tomó con fuerza la barbilla.
– Mírame -dijo Arroyo, desnudo frente a Harriet, arrodillado desnudo con su duro pecho moreno y su ombligo hondo y su sexo inquieto, nunca en reposo, ella lo averiguó, siempre a medio llenar, como la botella de mezcal que siempre dejaba abandonada en sus lugares, como si los largos y duros testículos, semejantes a un par de aguacates peludos, columpiándose pero duros como piedras entre sus esbeltas, lampiñas, lustrosas piernas indias, estuviesen ocupados incesantemente en la tarea de volver a llenar el pene negro, otra vez brilloso, palpitante, coronado por una aureola del vello más negro que ella había visto jamás, y se rió recordando el vello púbico despeinado, rojizo, escaso de Delaney, que ella sólo vio una vez, a través de la bragueta medio abierta, el pene de Delaney dormido como un triste enano perdido en una lavandería: visto sólo una vez, pero sentido tantas veces cuando le pedía: sé mi mujer, Harriet, demuéstrame tu amor, haz lo que quieras, ya sabes, sin ningún peligro para ti, dulzura, sólo tu manita suave, Harriet: y sus pequeños placeres fríos y espasmódicos; Arroyo era como un arroyo fluido y parejo de sexo: eso es lo que su nombre significaba, Brook, Stream, Creek: Tom Creek, Tom Brook, ¡qué buen nombre inglés para un hombre que se parecía a Tomás Arroyo!, ella rió con él arrodillado allí frente a ella, sin ostentar su perpetua semierección que ella vio y tocó con ensueño, entendiendo que nada había que entender allí, que Arroyo, su Tom Brook, era el garañón elementaclass="underline" había oído decir que hombres como los arrieros, los esquiladores, los albañiles, siempre la tenían lista, dura, no se complicaban la vida con pensamientos sobre el sexo, usaban el sexo con la normalidad con que caminaban, estornudaban, dormían o se alimentaban: ¿Arroyo era como ellos? Lo pensó por un momento y en seguida se detestó a sí misma por mirarlo una vez más con aire protector -mucho, mucho mejor pensar que la verga de Arroyo estaba siempre lista, o medio lista, en verdad, gracias a una imaginación complicada que a ella le resultaba imposible calar: ¿quizás él era así con ella, sólo con ella, con nadie más, con ninguna otra mujer?
"Harriet Winslow -se regañó en silencio a sí misma-, el orgullo es un pecado. No te conviertas en una muchacha tonta e infatuada tan tardíamente. No estás enloqueciendo a nadie, ni en México ni en Washington. Quieta, quieta, miss Harriet, niña, tranquila."
Ya no se hablaba más a sí misma; su imaginación la había conducido a los brazos de la amante de su padre, la húmeda negra en la mansión húmeda y silente donde las luces subían y bajaban por las escaleras.
– Mírame -repitió Arroyo-, mírame mirándote (esto quería decir, de todas maneras, pensó ella) (ahora ella se siente sola y recuerda) incapaz de moverme mientras te miro a la cara, porque eres bella, quizás, pero la belleza no es la única razón para permanecer así, inmóvil, enfrente de alguien o de algo, como ante una serpiente, sonrió Harriet, por ejemplo, o un espejismo en el desierto; o una pesadilla de la cual no se puede escapar, cayendo para siempre dentro del pozo del sueño, para siempre corriendo carreras dentro del sueño: no -dijo Arroyo-, piensas en cosas tristes y feas, gringa, yo hablo de belleza, o amor, o porque de repente me acuerdo de quién eres tú y o tú me haces acordarme de quién soy yo, o de repente cada uno se acuerda de alguien por su cuenta pero le da las gracias a la persona que está mirando por traerle ese dulce recuerdo de vuelta; sí -ella levantó la palma de su mano-, aquí, esta noche puedo imaginar muchas cosas que nunca fueron o desear lo que nunca tuvimos -dijo Arroyo, uniendo su palma abierta a la de ella: ella fría y seca, él caliente pero también seco, los dos de hinojos con sus rodillas arremolinando la espuma de las sábanas, la cama como un oleaje inmóvil que recobraría la vida en cuanto el tren se moviera otra vez, se apresurara rumbo a su siguiente encuentro, la batalla, la campaña, lo que viniera después en la vida de Arroyo: entonces la cama de los Miranda sobre la cual estaban arrodillados juntos y enamorados se sacudiría por sí misma, sin tomar en cuenta a los cuerpos que ahora le daban su único ritmo: un mar de flujos lentos y fríos y súbitos relámpagos de calor surgidos desde las profundidades insospechadas donde un pulpo se movería con terror irracional y los espirales de arena negra corriendo como nubes hacia arriba entibiando las aguas con la fiebre revelada de lo inmóvil, rompiendo los espejos del mar helado: astillando la superficie de la realidad.
Cada uno encerró en su puño la mano del otro.
El dijo que durante treinta años había estado detenido sin moverse mirando la hacienda: como niño, como muchacho, y como hombre joven en la hacienda. Entonces hubo este movimiento. El no lo inició. Él nomás se junto a él. Pero comprendía que era suyo, como si él hubiese engendrado a la revolución entre los muslos del desierto de Chihuahua, sí, gringuita, así nomás. Pero no era eso lo que importaba. La cosa es que él se había movido, al fin, él y todos ellos, arqueados, moviéndose, ascendiendo como desde un sueño de marihuana, animales lentos morenos sedientos y heridos, ascendiendo desde el lecho del desierto, el hueco de la montaña, los pies desnudos de los poblados devorados por los piojos, ¿había hablado ella con La Luna, la mujer que había llegado de un pequeño poblado en el norte de México, ella lo sabía, lo sabía ella?, bueno el movimiento lo había excitado y ahora, y ahora, la obligó violentamente a bajar la mano empuñada en la suya y la colocó sobre su verga nerviosa, y ahora sólo podía decírselo a ella, nunca le diría nada a La Luna, la mujer entendería pero se sentiría traicionada porque los dos eran mexicanos, él se lo diría a la gringa, porque sólo se lo podría contar a alguien llegada de una tierra tan lejana y extraña como los Estados Unidos, el otro mundo, el mundo que no es México, el mundo distante y curioso, excéntrico y marginal de los yanquis que no disfrutaban de la buena cocina o de las revoluciones violentas o de las mujeres sujetas o de las iglesias hermosas y rompían todas las tradiciones nada más porque sí, como si sólo en el futuro y en la novedad hubiese cosas buenas, le podía contar esto a la gringa no sólo porque ella era diferente sino porque ahora ellos los mexicanos eran, quizá sólo por un instante, como ella, como el gringo viejo, como todos los gringos: inquietos, moviéndose, olvidando su antigua fidelidad a un solo lugar y un solo paisaje y un solo cementerio, esto se lo diría a ella:
– Gringa, estoy encerrado otra vez.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella, sorprendida una vez más por este hombre cuyas palabras eran su sorpresa.
– Esto es lo que quiero decir. Entiéndeme. Trata. No me podía mover mirando a la hacienda, como si fuera mi propio duende. Entonces me escapé y me moví. Ahora estoy inmóvil otra vez.
– ¿Porque regresaste aquí? -dijo ella tratando de ser comprensiva.
– No -él sacudió la cabeza con vigor-. Más que eso. Me siento otra vez prisionero de lo que hago. Como si otra vez ya no me moviera.
Estaba encerrado en el destino de la revolución donde ella lo sorprendió: esto quiso decir. No, era algo más que el regreso a la hacienda. Mucho más que eso (dejó caer su mano sobre el muslo desnudo de Harriet): Todos tenemos sueños, pero cuando nuestros sueños se convierten en nuestro destino, ¿debemos sentimos felices porque los sueños se han hecho realidad?
El no lo sabía. Ella tampoco. Pero lo que sí hizo Harriet fue empezar a pensar desde entonces que quizás este hombre había sido capaz de hacer lo que a nadie se le exige: había regresado al hogar, revivía uno de los más viejos mitos de la humanidad, el regreso al lar, a la tibia casa de nuestros orígenes.