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"No puede ser -se dijo ella-, y no sólo porque lo más probable es que el lugar ya no esté allí. Pero aunque estuviera allí, nada volvería a ser iguaclass="underline" la gente envejece, las cosas se rompen, los sentimientos cambian. Nunca puedes regresar al hogar, aunque sea el mismo lugar con la misma gente, si por azar ambos permanecieron, no los mismos, sino que son simplemente allí, en su estar." Se dio cuenta de que la lengua inglesa sólo sabia conjugar una clase de ser -to be- que en español era el ser y su fantasma: ser y estar, una forma de existencia el espejo de la otra, pero también su transformación: cambio constante, como el espíritu y la carne. El hogar es una memoria. La única verdadera memoria: pues la memoria es nuestro hogar, y así se convierte en el único deseo verdadero de nuestros corazones; la búsqueda ardiente de nuestros pequeños e inseguros paraísos, enterrados muy dentro de nuestros corazones, impermeables a pobreza o prosperidad, bondad o crueldad. Una pepita reluciente de autoconocimiento que sólo brilla ¿para el niño?, preguntó Harriet.

– No -contestó Arroyo intuitivamente-, un niño es sólo un testigo. Yo fui el testigo de la hacienda. Porque era el bastardo de los cuartos de servicio, tenía que imaginar lo que ellos ni siquiera volteaban a ver. Crecí oliendo, respirando, oyendo cada rincón de esta casa: cada cuarto. Yo podía saber sin moverme, sin abrir los ojos, ¿ves, gringuita? Yo podía respirar con el lugar y ver lo que cada uno hacia en su recámara, en su baño, en el comedor, no había nada secreto o desconocido para mí el pequeño testigo, Harriet, yo que los vi a todos ellos, los oí a todos, los imaginé y los olí nomás porque respiré con el ritmo que ellos no tenían porque no les hacía falta, ellos se lo merecían todo, yo tenía que meterme la hacienda a los pulmones, llenarlos con la más pequeña escama de pintura, la migaja más chiquitita de pan, la más secreta cuajada de vómito, las huellas serpentinas de caca y su polvo barrido bajo los tapetes, y ser así el testigo ausente de cada cópula, apresurada o lánguida, juguetona o aburrida, lamentable u orgullosa, tierna o fría, de cada defecación, gruesa o aguada, verde o roja, suave o aterronada con elote indigesto, escuché cada pedo, me oyes, cada eructo, cada gargajo caer, cada orín correr, y vi a los guajolotes descarnados cuando les torcían los pescuezos, y los bueyes castrados, los chivos despanzurrados y puestos en el asador, vi las botellas encorchadas repletas con el vino inquieto de los valles de Coahuila, tan cerca del desierto que saben a vino de nopal, luego las medicinas descorchadas para las purgas de aceite de ricino y las altas fiebres de la muerte y el parto y las enfermedades infantiles, yo podía tocar los terciopelos rojos y los organdíes cremosos y las tafetas verdes de las crinolinas y los bonetes de las señoras, sus largos camisones de encaje con el sagrado corazón de Jesús bordado enfrente de sus coños: la devoción temblorosa y humilde de las veladoras sudando tranquilamente su cera anaranjada como si fuesen parte de un perpetuo orgasmo sagrado; contrastando con los candelabros de la vasta mansión de parqués lujosos y pesados drapeados y borlas doradas y relojes de pie y poltronas aladas y sillas de comedor quebradizas y bañadas en pintura dorada: yo lo vi todo y un día mi viejo amigo el hombre más anciano de la hacienda, un hombre acaso tan viejo como la hacienda misma, sí, a veces lo creí así, un hombre que nunca usó zapatos y nunca hizo ruido (Graciano se llamaba, ahora lo recuerdo) vestido todo de manta blanca, un pedazo de cuero viejo el anciano, con esa ropa que había sido cosida una y otra vez hasta que no era posible ya distinguir entre los remiendos y los remiendos de los remiendos de su ropa y las arrugas de su piel, como si el cuerpo también hubiese sido remendado mil veces: Graciano con su rastrojo blanco en la cabeza y la barbilla era el hombre encargado de darle cuerda a los relojes cada noche y una de ellas me llevó con él.

"Yo no se lo pedí. El nomás me tomó de la mano y cuando llegamos al reloj que estaba en la sala donde todos estaban tomando café y coñac después de la cena, Graciano me dio las llaves de la casa. El era el único criado que tenía derecho a ellas. Me las dio a mí aquella noche para que yo las tuviera en mi mano mientras él le daba cuerda al gran reloj de la entrada de la sala.

"Gringa: por un instante tuve esas llaves en mi mano. Eran calientes y frías, como si las llaves también hablaran de la vida y muerte de los cuartos que iban abriendo.

"Traté de imaginar cuáles piezas abrirían las llaves calientes; y cuáles, las frías.

"Sólo fue un instante.

"Apreté las llaves con mi puño como si en él tuviese la casa entera. En ese instante toda la casa estuvo en mi poder. Todos ellos estaban en mi poder. Seguro que ellos lo sintieron porque (estoy seguro) por primera vez en la vida de nadie dejaron de platicar y de fumar y beber y dirigieron la mirada hacia el viejo que le daba cuerda al reloj y una bellísima señora vestida de verde me vio y vino hasta mí, hincándose enfrente de mí y diciendo: '!Qué mono!'

"La apreciación de la joven señora no fue compartida por el resto de la compañía. Vi movimientos arrimados, escuché voces bajas, y luego un penoso silencio cuando la señora joven se volteó a mirarlos como queriendo compartir su alegría con ellos pero sólo se halló con miradas frías y entonces preguntó con voz muy baja:

– ¿Qué he hecho ahora?

"Era la joven esposa del hijo mayor de mi padre. Era la madre de los niños, mis sobrinos, a los que tú viniste a enseñarles el inglés, gringa. Hace veinte años, esa muchacha todavía no entendía las leyes de los Miranda. Yo los miré azorado, apretando en mi puño las llaves de su casa. Entonces el hombre que era mi padre ladró:

"-Graciano, quítale las llaves a ese mocoso.

"El viejo sonrió y abrió su mano pidiéndome su regalo.

"Yo entendía a don Graciano. Le devolvía sus llaves dejándole saber que yo ya las había tocado, que yo entendía que él me hacía este maravilloso regalo por alguna razón desconocida. Cuando se las regresé, las llaves estaban calientes pero mi mano estaba fría.

"Luego don Graciano me llevó con él a su camastro en la parte donde dormían los criados y se sentó allí con una mirada lejana que luego he aprendido a distinguir, gringa, en los ojos de los que ya se van pero todavía no lo saben. A veces, mirándolos, nosotros sabemos primero quién se va a ir, y cuándo. Hay una como lejanía en la mirada, una mirada hacia dentro que nos está diciendo: 'Mírame. Ya me voy. Yo no lo sé. Pero es nomás porque me estoy mirando por dentro y no por fuera. Tú que me miras por fuera, avísame si no tengo razón y mira, muchacho, no me dejes morir solo.

"Claro que el viejo Graciano habló de otras cosas esa noche. Dijo, me acuerdo (Arroyo recordó), que muchas veces los patrones habían querido pasarle ropa usada, ropa de ciudad, para distinguirlo y demostrarle su estima. Me aconsejó que nunca fuera a aceptar eso. Que me quedara siempre con mi traje de trabajador, me dijo esa noche.

"Habló de la caridad y de cómo la detestaba. Habló de hablar, de hablar como hablamos nosotros, no como imitamos la manera de hablar de los patrones. Dijo que nunca había que explicar nada; mejor sufrir los azotes que quejarse o explicar nada. Si había que sobrevivir, era mejor hacerlo sin decir nunca 'Lo siento' o 'No me siento bien'.

"Me acercó, acurrucándome, a su pecho y el son de su corazón era más pequeño que el de las lagartijillas del desierto que a veces capturé escapándose de un rincón en ruinas de los cuartos de servicio.

"La caridad, dijo, es la enemiga de la dignidad -no es el orgullo el pecado, el orgullo es pura dignidad. El orgullo no es un derecho, dijo rascando debajo del jorongo enrollado que le servía de descanso para la cabeza: la dignidad sí lo es. Extrajo del jorongo una caja plana y hermosa de palisandro, gringa, escondida allí dentro de su jorongo enrollado, diciendo que la dignidad es un derecho, y el derecho estaba aquí mismo dentro de esta caja; él me había dado las llaves pero tenía que regresárselas o se darían cuenta de que algo raro sucedía. Pero lo que había dentro de la caja de madera podía dejarlo conmigo: dejármelo a mí, porque ellos no sabían nada de esto pero yo sí debía saber, porque yo era el legítimo heredero de la hacienda de los Miranda.