A veces los vi e intenté que mis ojos se encontraran con los suyos cuando salía a confesarme los sábados por la tarde, pero un día crucé la mirada con un hombre impresionante: era un peón muy humilde vestido de blanco y con un sombrero entre sus fuertes manos, pero su cara, me di cuenta, era nueva; no había nada humilde en ella: lo que había era un orgullo temible, me miró y me detuvo con su mirada y con su mirada también me dijo allí mismo lo que yo probablemente quería escuchar (La Luna continuó:…"Soy pobre y encadenado por la deuda. Tú eres rica y encadenada por la falta de amor. Déjame hacerte el amor una noche"): tal era el orgullo feroz y deseoso de sus ojos, la mueca retadora y torcida de sus sonrientes dientes blancos, la gallardía de su gran bigote negro, la arrogancia desvelada y enmarañada de su cabeza. No pude contenerme, señorita. Toda mi educación me decía que no hiciera lo que hice. Debía bajar mi cabeza y seguir rumbo a la iglesia, deteniendo las cuentas del rosario entre mis manos cruzadas. En vez, me detuve.
– ¿Cómo te llamas? -logré preguntarle a este hombre cuya cabeza parecía demasiado grande para su cuerpo corto y poderoso.
Las celosías de todas las casas se abrieron de repente. Los rostros de todas las casas se mostraron súbitamente en las sombras de los interiores.
– Doroteo -me contestó-. Doroteo Arango.
Yo afirmé con la cabeza y seguí mi camino.
Llegué a la iglesia. Me arrodillé al costado del confesionario, modestamente, como conviene a una mujer, protegida por la rejilla del contacto con las manos del cura, pero no de su aliento. Confesé mi lista acostumbrada de pecados veniales. Él sacudió la cabeza.
– Te estás olvidando de algo.
– ¿De qué, padre?
– Te detuviste a hablarle a un desconocido en la calle. Un peón. Un hombre que le debe dinero a tu marido. ¿Qué significa esto, hija mía? Temo por ti.
Cuando regresé a mi casa, la fila de gente se había ido, las celosías estaban cerradas.
Al día siguiente, en la iglesia, el padre dio un sermón sobre la caridad. Citó a San Lucas cuando Cristo expulsó a los mercaderes del templo. Pero nos aseguró que la santa cólera de Cristo era una defensa del templo, no una falta de caridad hacia los comerciantes. Estos habían sido perdonados por Cristo, puesto que Su voz era la de la caridad eterna para todos.
Durante la cena de esa noche le dije a mi marido y a su familia reunida siempre con nosotros que había pensado en lo dicho por el padre durante la misa del domingo y no entendía si la caridad también quería decir el perdón de las deudas.
La palabra cayó como una sábana de hielo quebrado sobre la mesa.
– Deudas -repetí-. Perdonar las deudas. No sólo los pecados.
Mi marido me ordenó abandonar la mesa sin cenar: Yo era siempre la niña, ¿ve usted, señorita, amiga, puedo llamarla mi amiga?
Cuando mi marido subió a mi recámara, yo no estaba asustada, porque sabía lo que debía decirle.
– Te quiero a mi manera. Escúchame -le dije-, por tu propio bien.
– Eres indecente -me interrumpió-, dices cosas indecentes en la mesa, haces cosas indecentes en la calle, te detienes a hablarle a hombres desconocidos, hombres bajos, ¿cómo te atreves, putilla ridícula?
Lo miré derecho, como el hombre llamado Doroteo me miró a mí, y le dije:
– Siente miedo. Debiste mirar a los ojos de ese hombre como yo los miré. Debes tener miedo. Estos hombres son distintos. Han soportado todo lo que pueden soportar. Ahora te verán derecho a los ojos y tomarán tu vida. Cuídate.
Me derribó de un golpe y me dijo que me mandaría castigada al sótano si volvía a portarme mal.
¿Qué había en el sótano?
Yo nunca había bajado hasta allí.
Pero la siguiente noche, un lunes, los rugidos comenzaron a escucharse a toda hora desde el vientre de la casa, como si el simple hecho de mencionar ese sótano donde amenazó mandarme castigada, lo hubiese poblado de terrores, rumores, fantasmas, bestias, voces tarareantes, instrumentos; agucé el oído, traté de distinguir el origen del ruido, el nacimiento de una armonía que quizás llegaba a mis orejas filtrada por mil capas de ladrillo y madera, adobe y empapelado, estacadas y argamasa, sí, y algo más: los velos de todo lo que éramos en esa casa, yo, mi esposo, su familia, los hombres y las mujeres que esperaban afuera los sábados por la tarde, los murmullos y los vaticinios de toda esa gente: ¿me prestarán un poco de dinero, tendré que pagar mi deuda, habrá gracia, habrá gracia, habrá gracia?
Dígame, señorita, mi amiga (¿puedo?): ¿cómo iba yo a distinguir el verdadero origen de los rumores a través de tantísimas capas de ser y no ser y rencor y desesperanza y miedo de olvidar mi niñez y miedo de quedarme con nada sino mi niñez, miedo de no ser jamás una mujer verdadera, miedo de morir, como dije, reseca y humillada, consentida para nada, como una pera dejada a pudrirse en un camposanto?
¿Era el rumor del sótano el de un suave piano tocando Sobre las olas, mi vals favorito, una y otra vez?
– No -chilló mi marido cuando el rumor del vientre de la casa fue sofocado por los rumores de las calles-, ¡no!, son los gritos de los prisioneros, vamos a matar a todos los cabrones que se han levantado en armas, cada uno de los pelados mugrosos, pero primero yo los voy a traer aquí a mi sótano pan desollarlos vivos, eso es lo que son, lo que siempre han sido -dijo con la taza de té sonajeando contra el platillo-, pelados, desollados, pues desde ahora no será sólo una forma de hablar, serán pelados -pisoteó nerviosamente el piso de cedro con sus pequeños botines abotonados y envueltos en polainas color de fauno-: serán literalmente desollados, pelados como plátanos, como manzanas infestadas de gusanos, como peras podridas en los camposantos, ¡ja! -exclamó, y la taza de té se derramó sobre sus polainas y las manchó-, si no se alinean cada sábado a pagarme lo que me deben, se tendrán que alinear cada día de la semana y ser azotados hasta morir: y ésas serán las voces que escuches desde el sótano, querida -dijo al doblarse para limpiar las polainas-: ahora ya lo sabes.
– ¿Pero antes? -me atreví a preguntar-. Antes de esto, ¿qué era el ruido allá abajo?
– !Cómo te atreves a cuestionarme! -exclamó y se puso de pie, amenazándome en el instante mismo, se lo juro, mi amiga, my friend, en que las campanas comenzaron a repicar sin razón, ni maitines, ni vísperas, ni hora alguna conocida por mí en mi tiempo, y una explosión rompió nuestra puerta cochera y los hombres con los Stetson manchados y los torsos como barriles cruzados por cartucheras entraron, pulverizando la frágil concha de la taza de té y uno de ellos señaló a mi marido.
– ¡Ahí está, ése es el zángano vil! -y el hombre que yo había visto en la fila hace mucho, el hombre con el temible orgullo en la mirada, el hombre que sin abrir la boca me dijo: "Soy pobre y encadenado por la deuda. Tú eres rica y encadenada por la falta de amor. Déjame hacerte el amor una sola noche": Ese hombre estaba ahora parado en mi sala.
Lo reconocí.
Había visto su cara una y otra vez, en letreros pegados con alfileres a los tableros de noticias de la iglesia, al lado de las invitaciones a novenarios por las almas del purgatorio o recordatorios del día de San Antonio: era Doroteo Arango, decían los carteles, un cuatrero, y ahora estaba en mi salón y ni siquiera me miraba sino que decía violentamente:
– Llévense al zángano allá atrás al corral y fusílenlo ya. No tenemos tiempo. Esta vez los federales vienen pisándonos los talones.