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– No, te provocaste a ti mismo -le dijo ella al terminar ese día-, para demostrarte a ti mismo quién eres; tu nombre no es Arroyo como tu madre; te llamas Miranda como tu padre: sí -le dijo mientras la lluvia dispersaba las cenizas de papel-, eres su heredero resentido, disfrazado de rebelde. Pobre bastardo. Eres Tomás Miranda.

Lo dijo con ferocidad, tratando de herirlo pero sabiendo que pudo haberle dicho lo mismo tranquilamente al viejo tirado junto a las ruedas del carro de ferrocarril con cada balazo que le pegó mostrando su herida en la espalda, sólo en la espalda; pero se lo dijo con furia para ser justa y recordarle que ella también podía luchar, devolver los golpes. Tomás Arroyo ya no entendía nada. Mató al gringo viejo. No pudo imaginar que a Harriet Winslow le quedaba pelea adentro: debía estar tan vaciada como él. El gringo viejo y los papeles quemados.

– Lo acepté todo de ustedes los gringos. Todo, menos esto -dijo Arroyo mostrándole la ruina de los papeles.

– No te preocupes -le contestó Harriet Winslow, con los restos que le quedaban de humor y compasión-. El creía que ya estaba muerto.

Pero Arroyo esa tarde quería quemar su propia alma:

– ¿Qué es la vida de un viejo al lado del derecho de toda mi gente?

– Acabo de decirte que mataste a un muerto. Da gracias. Te ahorraste el gasto de un fusilamiento de ordenanza.

Esto es lo que Villa le exigía ahora a Tomás Arroyo cuando vio el cuerpo acribillado del viejo y retuvo su famosa cólera, con la que dominaba tanto a sus propios hombres como a sus enemigos, este hombre Pancho Villa que tocó la espalda acribillada del gringo viejo y se acordó de algo que le dijo uno de los reporteros yanquis cuando lo entrevistaron en Camargo.

– Tengo un dicho para usted, general Villa. Lo que usted llama morirse no es más que el último dolor.

– ¿Quién dijo eso?

– Lo escribió un viejo amargo.

– Ah, entonces quedó escrito.

– Por un viejo amargo, cómo no.

– Ah que la…

Villa ordenó el fusilamiento para esa misma noche, a las doce. Advirtió que sería una ejecución secreta; nadie sabría de ella salvo él, Villa, el general Arroyo y el pelotón.

– Que míster Walsh y su camarita se frieguen, esto no es para él.

El gringo viejo fue puesto de pie con dificultad contra el paredón de cara a los fusiles, con la cabeza colgándole sobre el pecho, el rostro algo desfigurado por los ácidos de su primer entierro en el desierto y las rodillas chuecas.

La orden fue dada en el patio detrás del cuartel de operaciones de Villa, iluminado por las linternas colocadas en el suelo, que ensombrecían extrañamente los rostros. Se escucharon los disparos y el gringo viejo cayó por segunda vez en brazos de su vieja amiga la muerte.

– Ahora está legalmente fusilado de frente y de acuerdo con la ley -dijo Pancho Villa.

– ¿Qué hacemos con el cuerpo, mi general? -preguntó el comandante del pelotón.

– Lo vamos a mandar a los que lo reclaman en los Estados Unidos. Diremos que murió en una batalla contra los federales, lo capturaron y lo fusilaron.

Villa no miró a Arroyo pero dijo que no quería andar cargando cadáveres de gringos que le dieran pretextos a Wilson para reconocer a Carranza o para intervenir contra Villa desde el norte.

– Ya mataremos unos cuantos gringuitos -dijo Villa con una sonrisa feroz-, pero en su momento y cuando yo lo decida.

Se volvió a Arroyo sin mudar de expresión.

– Un hombre valiente, ¿no es cierto?, un gringo valiente. Ya me contaron sus hazañas. Ejecutado de frente, no por la espalda como un cobarde, pues no lo era, ¿verdad, Tomás Arroyo?

– No, mi general. El gringo fue el más valiente.

– Anda, Tomasito. Dale el tiro de gracia. Ya sabes que tú eres como mi hijo. Hazlo bien. Hay que hacerlo todo bien y de acuerdo con la ley. Esta vez no quiero que te me andes equivocando. Hay que estar siempre preparados. Tú se me hace que ya descansaste bastante en esa hacienda donde alargaste tu tiempo y hasta te hiciste famoso.

– Arroyo -le dijo el periodista yanqui-, Arroyo es el nombre.

– Si, mi general -dijo simplemente Arroyo.

Caminó hasta el cadáver del gringo viejo frente al paredón, se hincó junto a él y sacó la Colt. Disparó el tiro de gracia con precisión. Ahora ya no salió sangre del cuello del gringo. Entonces el propio Villa dio la orden de disparar contra el desgraciado Arroyo, cuyo rostro era la viva imagen de la incredulidad adolorida. Sin embargo, alcanzó a gritar:

– ¡Viva Villa!

Arroyo cayó al lado del gringo viejo y Villa dijo que no toleraría que sus oficiales jugaran jueguitos con ciudadanos extranjeros y le crearan problemas innecesarios; para matar gringos, sólo Pancho Villa sabía cuándo y por qué. El cuerpo del viejo le sería devuelto a su hija y el asunto se olvidaría para siempre.

Los ojos, los brillantes ojos azules del viejo general indiano fueron cerrados para siempre esa noche en Camargo por la mano de un niño con negros ojos de canica y dos carrilleras cruzadas sobre el pecho, que un día le preguntó:

– ¿Quiere conocer a Pancho Villa?

Pedrito se sacó del pantalón el peso perforado por la misma Colt.44 que Arroyo puso un día en manos del gringo viejo y lo metió en el parche de la camisa manchada del hombre que se murió dos veces. El propio Villa le dio el tiro de gracia a Tomás Arroyo.

XXI

Harriet Winslow al reconocer el cuerpo acribillado del viejo dijo: -Sí, éste es mi padre -y lo enterró en Arlington junto al cadáver de su madre, que se había muerto cerca de la lámpara posada sobre la mesa, vencida al cabo por las sombras. De manera que primero pensó en su pobre madre, que tanto deseó que Harriet fuese una muchacha cultivada y respetada, aunque la caballerosidad no se mostraba mucho cuando las circunstancias familiares eran más bien estrechas; pero la educación del espíritu requería un complemento social en la vida diaria; la presencia de un caballero. Pasó por alto tanto los prejuicios como las diferencias de opinión y confió en que al cabo la felicidad prevalecería y el orden se impondría. Harriet Winslow pensó que algún día ella descansaría aquí mismo con su madre y un solitario y viejo escritor que fue a México a que lo mataran.

– El gringo viejo vino aquí a morirse.

La noche de su muerte, ella ambuló atarantada por el campamento y luego sintió una gran hambre que supo no era de origen físico, pero que sólo la comida podía aplacar. Se sentó espontáneamente frente a una mujer que estaba echando las tortillas junto a un pequeño brasero ardiente. Pidió en silencio si podía ayudar. Tomó un poco de masa y le dio forma a las tortillas, imitando a la mujer acuclillada enfrente de ella. Luego las probó.

– ¿Le gustan? -preguntó la mujer.

– Sí.

– Están bien sabrosas. Pronto nos iremos de aquí. Ya nos detuvimos mucho tiempo por aquí.

– Lo sé. Es su lugar. Él en realidad no quiere irse.

– Ah, pues ni modo. Hay que seguir. Yo sigo a mi hombre, le cocino y tengo sus hijos. La vida no se acaba nomás por una guerra. ¿Usté lo anda siguiendo a él?

– ¿Qué quiere decir?

– Nuestro general Arroyo. ¿No es usté su nueva soldadera?

Mientras comía la tortilla al lado de la mujer esa ya lejana noche en el desierto; o mientras se sentaba cerca de la tumba del gringo viejo que ahora estaba inscrita con el nombre de su padre; y más tarde ya de vieja cuando recordaba sola todas esas cosas, se preparó para una compasión que quizá sólo traicionó una vez en su vida, cuando reclamó el cuerpo del gringo viejo a sabiendas de las consecuencias. La nueva compasión que, precisamente en virtud de ese pecado, le fue otorgada, ella se la debía a un joven revolucionario mexicano que ofrecía vida y a un viejo escritor norteamericano que buscaba muerte: ellos le dieron existencia suficiente a su cuerpo para vivir los años por venir, aquí en los Estados Unidos, allá en México, dondequiera: la piedad era el nombre del sentimiento con el que Harriet Winslow miraba el rostro de la violencia y de la gloria cuando al cabo ambas se desenmascaraban y mostraban sus verdaderas facciones: las de la muerte.