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– Ese gringo viene montando su caballo como si ya fuera a entrarle a los trancazos aquí mismo, como si viniera a echarnos bravatas aunque luego todos le cáigamos encima y lo hagamos picadillo.

– Se ve que es hombre de honor; monta sin intenciones traperas -dijo el coronelito Frutos García, cuyo padre era español-. Luego luego se ve.

– Les digo que viene a morirse -insistió Inocencio.

– Pero con honor -repitió el coronelito.

– Yo no sé si con honor, toda vez que es gringo. Pero a morirse sí -dijo otra vez Mansalvo-. ¿Qué puede esperar un gringo aquí entre nosotros sino eso, la muerte?

– ¿Por qué ha de morirse a fuerzas?

A Inocencio le brillaron tanto los dientes que hasta los ojos se le pusieron verdecitos. -Nomás porque cruzó la frontera. ¿No es ésa razón de sobra?

– No, qué va -se rió la Garduña, una horrenda puta de Durango que vino a unirse a la tropa siendo la única profesional entre las soldaderas decentes que seguían a las fuerzas de mi general Arroyo-: -ése lo que viene es rezando. Ha de ser hombre santo.

Se carcajeó hasta que la pintura se le quebró en los cachetes como barniz puesto demasiado tiempo al sol. Hundió las narices en un ramillete de rosas muertas que siempre traía prendidas al pecho.

Luego, en los pocos días que anduvo con la tropa villista, tanto el Inocencio como el coronelito se dieron cuenta de que el gringo viejo se ocupaba de sí mismo como una señorita a punto de ir a su primer baile. Tenía su propia navaja de afeitar y la afilaba cuidadosamente; hurgaba por el campamento hasta encontrar agua hirviente para rasurarse con la mayor suavidad para su piel; hasta el lujo de una toalla caliente llegó a exigir el muy catrín. Pero ay de que por torpeza se cortara, a pesar de que él tenía a su disposición un buen espejo en el carro del general Arroyo y los demás nunca se habían rasurado mirándose a un espejo, todos a ciegas o cuantimás en el reflejo rápido de un río. Pero ay de que se cortara la cara el viejo, la que armaba, más blanco se ponía, se secaba como si se fuera a desangrar, sacaba unos parchecitos blancos y rápido se cubría la herida, como si le importara menos desangrarse o infectarse que verse mal.

– Lo que pasa es que nunca ha estado muerto en toda la vida -chilló la llamada Garduña, que ella sí parecía salida, no de un lupanar durangueño, sino del camposanto vecino, donde se niegan los curas a enterrar mujeres así.

– Ustedes dicen que lo manda la muerte -estornudó la Garduña, corno si sus flores aún vivieran-. Yo digo que lo mandó el diablo porque ni el diablo lo quiere. ¡Miren que llegar aquí! Hay que ser muy pobre como ustedes, o muy jodida como yo, o muy malo… como él.

– Viene como rezando, pidiendo algo -dijo desde lejos Mansalvo.

– Trae un dolor en la mirada -dijo de repente la Gardu ña, y ya lo respetó para siempre.

Los demás también. Todos aprendieron a respetarlo, aunque las razones fueron muy variadas.

El hecho es que ahora estaba aquí, con el llano a la vista, después de cuatro días de existencia solitaria y pegada a la tierra: un llano punteado de campos humeantes, diseminados como las matas de la creosota alrededor de un tren paralizado, sentado sobre sus rieles. Vio la escena trotando ahora sobre el campo de salvia; los carros con aspecto de casas ambulantes para las mujeres y los niños con los soldados que descansaban en los techos de los vagones, fumando cigarrillos amarillos y deshebrados.

El había llegado.

Ya estaba aquí. Trotando, se preguntó si sabía algo de este país. Pasó como un relámpago por sus ojos azules la imagen tan lejana de la redacción del San Francisco Chronicle, donde las noticias de México cruzaban el aire lentamente, no como las flechas que mantenían saltando a los reporteros: escándalos locales, acontecimientos nacionales, los reporteros del imperio de William Randolph Hearst eran enérgicos, Aquiles norteamericanos, no tortugas mexicanas, a la caza de la noticia, inventando la noticia si era necesario, había noticias águila que entraban rompiendo las ventanas de la redacción de Hearst: La Follete fue electo por la plataforma populista en Wisconsin, Hiram Johnson era el nuevo gobernador de California, Upton Sinclair publicó La selva, Taft tomó posesión prometiendo la reforma de las tarifas y un viejo faraón residía en el castillo de Chapultepec, condecorado, diciendo de tarde en tarde "Mátenlos en caliente" y manteniéndose vivo sólo gracias a su alerta animosidad contra los zopilotes que volaban en círculos sobre todos los palacios e iglesias de México. Un anciano alerta, el deleite de los periodistas, un viejo tirano con genio para las frases publicables: "Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos." Noticias pequeñas, irritantes, noticias como moscas gordas y verdes en una tarde de verano, entrando a la sala de redacción del San Francisco Chronicle donde los lentos ventiladores pintados color marrón no lograban mover el aire pesado. Wilson era el candidato salido de la universidad de Princeton, Teddy Roosevelt se había separado para formar el partido Bull Moose y en México unos bandidos llamados Carranza, Obregón, Villa y Zapata se habían levantado en armas con el propósito secundario de vengar la muerte de Madero y de derrocar a un tirano borracho, pero con el propósito principal de robarle sus tierras al señor Hearst. Wilson habló de la Nueva Libertad y dijo que les enseñaría la democracia a los mexicanos. Hearst exigía: Intervención, Guerra, Indemnización.

– No tenias que venir a México para hacerte matar, hijo -le dijo la sombra de su padre-. ¿Recuerdas cuando empezaste a escribir? Hay quienes tomaron apuestas sobre tu longevidad.

– Ese lo que viene es rezando -dijo la Garduña-. Ha de ser hombre santo.

– A ti no te van a enterrar en sagrado -se rió el Inocencio.

– Cómo no -dijo la Garduña-. Ya lo tengo todo arreglado con mi familia en Durango. Cuando yo me muera, van a decir que soy mi tía Josefa Arreola, que se quedó tan virgen que ya ni quién se acuerde de ella. Los curas sólo se acuerdan de los pecadores.

– Pues a ver de qué lado está el gringo, si de los santos o de los pecadores.

– ¿Qué puede esperar un gringo aquí con nosotros?

El gringo viejo sabía que había un enjambre de periodistas como él, venidos de ambas costas, revoloteando alrededor del ejército de Pancho Villa, así que nadie lo detuvo cuando atravesó el campamento. Todos lo miraron raro: periodista no parecía, dijo siempre el coronelito Frutos García; cómo no iban a mirarlo así a un viejo alto, flaco, de pelo blanco, ojos azules, tez sonrosada y arrugas como surcos de maizal con las piernas colgándole más abajo de los estribos. Como su padre era español y comerciante en Salamanca, Guanajuato, Frutos García dijo que así miraban los cabreros y las maritornes a don Quijote cuando metió las narices en sus aldeas, sin que nadie lo invitara, montado en un rocín desvencijado y arremetiendo con su lanza contra ejércitos de brujos.

– ¡Médico! ¡Médico! -le gritaron desde los vagones apiñados de gente cuando divisaron su maletín negro.

– No, no médico. Villa. Busco a Pancho Villa -les gritó a su vez el viejo.

– ¡Villa! ¡Villa! ¡Viva Villa! -gritaron todos juntos, hasta que un soldado con un sombrero amarillo estriado de sudor y pólvora gritó riendo desde el techo de un furgón-: -¡Todos somos Villa!

El gringo viejo sintió que alguien le tiraba de los pantalones y bajó la mirada. Un niño de once años con ojos como canicas negras y dos cartucheras cruzándole el pecho le dijo:

– ¿Quiere conocer a Pancho Villa? El general va a ir a verlo esta noche. Venga a ver al general, señor.

El niño guió el caballo del viejo por las riendas hasta uno de los carros del ferrocarril, donde un hombre con quijadas duras, un bigote acosado y ojos amarillos y estrechos, estaba comiendo tacos y soplándose de los ojos un fleco rebelde y lacio de pelo cobrizo.