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Entonces los cadáveres del encuentro durante la noche de los cerdos chillantes fueron tendidos alrededor de la plaza enfrente de la iglesia. Harriet había visto la reproducción del cuadro de uno de los viejos maestros que su tío abuelo odiaba tanto como deseaba, deseaba si eran famosos y sin precio, odiaba cuando aún su fama no podía disfrazar la distorsión de la realidad, las perspectivas tan escandalosamente irreales y autodramáticas (¿odiaba su tío abuelo algo tanto como el desplazamiento de la vida por el teatro, todas las cosas que se negaban a fundirse y desaparecer en su esquema del mundo, silenciosas y reticentes a fin de que él, mister Halston, pudiese ocupar el digno centro de todo? "!Qué lejos!", gritó Harriet casi con cólera): le recordaban el Cristo de Mantegna, tan solitario en su plancha fúnebre, sus pies, su cuerpo entero disparándose fuera de la tela, pateando al espectador como si deseara despertarlo violentamente al hecho de que la muerte no era noble sino baja, no serena sino convulsiva, no prometedora sino irrevocable e irredenta: los ojos vidriosos a medio cerrar, la barba rala de dos semanas, los pies ulcerados, las bocas sin aliento y medio abiertas, los hoyos nasales atascados, los costados sangrientos, las greñas empapadas de polvo y sudor, la sensación aterradora de la presencia de los nuevos muertos, de su jurar y su cargar y su andar y su detenerse erectos apenas horas antes: Arroyo tenía razón al hablar de la muerte de su padre y de la vigilia de su hijo sobre los despojos del padre: qué tal si de repente el padre salta de regreso y prueba que todos están muertos ya (esto es lo que ella supo un momento antes recostada con Arroyo en el carro de ferrocarril) y que todos estábamos duplicando nuestro tiempo en otra circunstancia, otra posición, otro tiempo: ¿eran todos estos cuerpos cuidadosamente tendidos alrededor de la plaza como muñecos blanqueados (pálidos como la niebla Arroyo que descendió de las cumbres y sin embargo anhelaba regresar a los montes) sólo la prueba de que ellos mismos -el viejo escritor y el joven general, su padre errante y su madre arraigada, el niño Pedrito y la mujer de la cara de luna- eran todos ellos cuerpos ocupados por los muertos, cadáveres habitados en el presente por gente llamada "Harriet Winslow", "Tomás Arroyo", "Ambrose Bierce"?.. Se detuvo con un miedo helado: como si nombrar a alguien, especialmente por primera vez, fuese en verdad una violación de su vida: como si al decir este nombre inmediatamente condenase a muerte al viejo, lo vio allí tendido entre los muertos de la batalla, preguntándose si Arroyo lo había matado, o ella en su imaginación, o el propio viejo en su propio deseo, oscuro y laberíntico: un nombre que ella leyó en la cubierta de los libros que el viejo acarreaba consigo; un nombre que seguramente no era el suyo, porque él no quería ser nombrado y ella respetaba su deseo expreso a fin de respetar todos los deseos implícitos también: ella estaba aprendiendo a ocuparse de lo invisible a través de lo que podía ver, y de lo visible a través de lo que no podía ver: hace unas horas, estos cuerpos estaban animados y ahora ella vio cómo los habían destripado las bayonetas, los intestinos derramados, los cerebros atravesados por las balas, los pechos puntuados por la metralla, las piernas irrumpiendo en rojos hoyos volcánicos de polvo sulfúrico, las nalgas cagadas con la última mierda, los pantalones mojados por la última meada; quizás la última semilla, quizás, si murieron con las erecciones que algunos hombres tienen cuando se enfrentan a la muerte. "Ambrose Bierce" era un nombre muerto impreso en las cubiertas de los libros que un viejo llevaba en su viaje a la muerte. Harriet no lo llamaría "Cervantes", el nombre del autor del otro libro. De manera que llamarlo "Bierce" quizás era igualmente extravagante. Pero el segundo nombre le daba un escalofrío: era un nombre invisible, simplemente porque el gringo viejo no tenía nombre: su nombre era ya un nombre muerto. Tan muerto como los cadáveres cuidadosamente dispuestos alrededor de la plaza. ¿Tuvieron ellos alguna vez un nombre? ¿Quién había entre los cuerpos que ahora vio al cruzar la plaza que ella había conocido en fiesta y en luto, cuando las plañideras se instalaron en las esquinas y comenzaron su metamorfosis ritual de vida y muerte en gesto y palabra? ¿Quién había allí que ella conociera allí? ¿Estaba allí su propio padre? ¿Estaba allí el gringo viejo? ¿Estaba allí el padre de Arroyo en medio de los gritos y el polvo naciente y las cenizas moribundas de comidas olvidadas?