– No.
– ¿Temes que un balazo me mate algún día?
– No. Temo lo que tú puedes matar.
– ¿A tu gringo, crees?
– Y a ti mismo, Arroyo. Temo lo que te hagas a ti mismo.
– Créeme, gringa, la mayor parte del tiempo yo no soy yo. Yo vengo rápido, dando de tumbos desde lo que tú ya sabes. Ahora me he parado aquí en la casa que fue mi pasado. Ya no es eso. Ahora lo sé. Debemos seguir adelante. El movimiento no se ha acabado.
– ¿Has desobedecido órdenes quedándote aquí?
– No. Estoy luchando. Esas son mis órdenes. Pero -rió Arroyo- Pancho Villa detesta a cualquiera que quiera regresarse a su casa. Eso él lo ve casi como traición. Seguro que me he expuesto al tomar la hacienda de los Miranda y quedarme aquí.
El iba hacia el sur, hacia la ciudad de México, a encontrarse con su hermano que asesinó a su padre.
Ella no.
– No puede ser -dijo Harriet con amargura-. Me estás ofreciendo lo que yo nunca puedo ser.
Y esto Harriet Winslow nunca se lo perdonó a Tomás Arroyo.
Le hubiera gustado, al final, alargar la mano para tocar la del viejo, pecosa y huesuda, con su grueso anillo matrimonial, y decirle que lo que hizo no fue para vengarlo a él, sino para pagarle a Arroyo por el daño que le hizo a ella: él sabía que ella nunca sería lo que él le demostró que podía ser. Entonces ella, condenada a volver a su hogar con el cadáver del gringo viejo, tuvo que demostrarle a Arroyo que nadie tiene derecho a regresar a su casa.
Sin embargo Harriet Winslow sabia -le dijo al escritor errante, acariciando la mano cubierta de vello blanco-que no dañó a Arroyo, sino que le dio la victoria del héroe, la muerte joven. También él, el gringo viejo, se salió con la suya: vino a México a morirse. Ah, viejo, te saliste con la tuya y fuiste un cadáver bien parecido. Ah, general Arroyo, te saliste con la tuya y te moriste joven. Ah, viejo. Ah, joven.
XXIII
Ella se sienta sola y recuerda.
NOTA DEL AUTOR
EN 1913, el escritor norteamericano Ambrose Bierce, misántropo, periodista de la cadena Hearst y autor de hermosos cuentos sobre la Guerra de Secesión, se despidió de sus amigos con algunas cartas en las que, desmintiendo su reconocido vigor, se declaraba viejo y cansado.
Sin embargo, en todas ellas se reservaba el derecho de escoger su manera de morir. La enfermedad y el accidente -por ejemplo, caerse por una escalera- le parecían indignas de él. En cambio, ser ajusticiado ante un paredón mexicano… "Ah -escribió en su última carta-, ser un gringo en México; eso es eutanasia."
Entró a México en noviembre y no se volvió a saber de él. El resto es ficción.
Este libro fue comenzado en un tren entre Chihuahua y Zacatecas en 1964 y terminado en Tepoztlán, Morelos, en 1984, en la casa de Antonio y Francesca Saldívar y utilizando la máquina de escribir del pintor Mariano Rivera Velásquez.
Fin
México, febrero de 1985