– ¿Los dueños? -dijo el viejo con cara de palo.
– ¡Pruébalo! -le ladró Arroyo.
El viejo se encogió de hombros:
– Usted lo acaba de decir. Estas son sus posesiones.
– Pero no sus propiedades.
Una cosa era tener algo tomado, aunque no fuera nuestro, como la familia Miranda tenía estas tierras ganaderas del norte, cercadas por un desierto que ellos quisieron estéril y duro para protegerse, un muro de sol y de mezquite para deslindar lo que se agarraron, dijo Arroyo, y otra cosa era ser realmente dueños de algo porque trabajamos para obtenerlo. Dejó caer su mano de la cortina de lamé y le dijo al viejo que contara los callos en ella. El viejo estuvo de acuerdo en que el general había sido peón de la hacienda de los Miranda y ahora se estaba desquitando, paseándose en este carro privado de relumbrón que antes fue de los amos, ¿no era así?
– No entiendes, gringo -dijo Arroyo con una voz gruesa e incrédula-. De veras que no entiendes nada. Nuestros papeles son más viejos que los de ellos.
Se acercó a una caja fuerte escondida detrás de un montón de suaves cojines de damasco y la abrió, sacando una caja muy plana y larga de terciopelo verde gastado y de palisandro astillado. La abrió enfrente del viejo.
El general y el gringo vieron los papeles quebradizos como seda antigua.
El general y el gringo se miraron hablándose en silencio y en las alturas opuestas de un barranco: las miradas eran sus palabras y la tierra que corría por la ventanilla del tren a espaldas de cada uno de ellos contaba tanto la historia de los papeles que era la historia de Arroyo como la historia de los libros que era la historia del gringo (pensó el viejo con una sonrisa amarga: papeles al cabo, pero qué diferente manera de saberlos, ignorarlos, guardarlos: este archivo del desierto va corriendo y no sé a dónde va ir a dar, no lo sé, -eso lo aceptó el gringo viejo-, pero yo sé lo que quiero): vio en los ojos de Arroyo lo que Arroyo le estaba contando con otras palabras, vio en el paso de la tierra de Chihuahua, que era el ademán trágico de una ausencia, menos de lo que Arroyo pudo decirle pero más de lo que él mismo sabía: este gringo no iba a pisar un palmo de tierra sin conocer la historia de esa tierra; este gringo iba a saber hasta el último hecho de la tierra escogida para regalarle setenta y un años de hueso y pellejo: como si la historia siguiese corriendo sin parar al ritmo del tren, pero también al ritmo de la memoria de Arroyo (el gringo supo que Arroyo recordaba y él sólo sabía: el mexicano acarició los papeles como acariciaría la mejilla de una madre o la cintura de una amante); los dos vieron la marcha, la fuga, el movimiento en los ojos del otro: huir de los españoles, huir de los indios, huir de la encomienda, agarrarse a las grandes haciendas ganaderas como el mal menor, preservar como islotes preciosos las escasas comunidades protegidas en su posesión de tierras y aguas por la corona española en la Nueva Vizcaya, evadir el trabajo forzado y unos cuantos: pedir respeto a la propiedad comunal otorgada por el rey, negarse a ser cuatreros o esclavos o rebeldes o tobosos pero al cabo ellos también, los más recios, los más honorables, los más humildes y orgullosos a la vez, vencidos también por el destino del maclass="underline" esclavos y cuatreros, nunca hombres libres salvo cuando eran rebeldes. Esa era la historia de esta tierra y el viejo gusano de bibliotecas americanas lo sabía y miró los ojos de Arroyo para confirmar que el general lo sabia también: esclavos o cuatreros, nunca hombres libres, y sin embargo dueños de un derecho que les permitía ser libres: la rebelión.
– ¿Ves, general gringo? ¿Ves lo que está escrito? ¿Ves la letra? ¿Ves este precioso sello colorado? Estas tierras siempre fueron nuestras, de los escasos labriegos que recibimos protección lo mismo contra la encomienda que contra los asaltos de indios tobosos. Hasta el rey de España lo dijo. Hasta él lo reconoció. Aquí está. Escrito con su puño y letra. Esta es su firma. Yo guardo los papeles. Los papeles prueban que nadie más tiene derecho a estas tierras.
– ¿Sabe usted leer, mi querido general?
El gringo dijo esto con un destello sonriente en la mirada. El mezcal estaba bien calientito y tentaba a los espíritus chocarreros. Pero también los tentaba el sentimiento paterno. De manera que Arroyo tomó la mano del gringo con fuerza, aunque sin amenaza. Casi la acarició y fue el sentimiento de cariño lo que arrancó brutalmente al viejo de su tibio jugueteo obligándolo a pensar, con un vértigo repentino y doloroso, en sus dos hijos. El general le pedía que mirara hacia afuera antes de la puesta del sol, que mirara las formas veloces de la tierra que iban dejando atrás, las esculturas torcidas y sedientas de las plantas luchando por preservar su agua, como para decirle al resto del desierto moribundo que había esperanza y que a pesar de las apariencias, aún no habían muerto.
– ¿Crees que la biznaga puede leer y yo no? Eres un tonto, gringo. Yo soy analfabeta, pero también me acuerdo. No puedo leer los papeles que guardo para mi gente, eso me hace el favor de hacerlo por mí el coronelito Frutos García. Pero yo sé lo que mis papeles significan mejor que los que puedan leerlos. ¿Te enteras?
El viejo sólo contestó que la propiedad cambia de manos, así operan las leyes del mercado; no hay riqueza que nazca de una propiedad que nunca circula. Sintió un rubor caliente en la mejilla junto a la ventana y por un minuto creyó que su temperatura era sólo la sensación interna del sol que cada atardecer nos abandona con un destello de terror. Suyo y nuestro: miró derecho a los salvajes ojos amarillos de Tomás Arroyo. El general se pegó repetidas veces con el dedo índice en la sien: todas las historias están aquí en mi cabeza, toda una biblioteca de palabras; la historia de mí pueblo, mi aldea, nuestro dolor: aquí en mi cabeza, viejo. Yo sé quién soy, viejo. ¿Lo sabes tú?
No fue el sol lo que, ausentemente, quemó la mejilla del gringo viejo junto a la ventana. Era un fuego en el llano. El sol ya se había puesto. El fuego tomó su lugar.
– Ah qué los muchachos -suspiró con una especie de orgullo el general Arroyo.
Corrió hasta la plataforma trasera del carro y el viejo lo siguió con toda la dignidad posible.
– Ah qué los muchachos. Se me adelantaron.
Señaló hacia el incendio y le dijo, mira viejo, la gloria de los Miranda convertida en puritito humo. Les había dicho a los muchachos que llegaría al atardecer. Se le adelantaron. Pero no le quitaron su placer, sabían que éste era su placer, llegar cuando la hacienda agarraba fuego.
– Buen cálculo, gringo.
– Mal negocio, general.
La banda tocó la marcha Zacatecas cuando el tren entró a la estación de la Hacienda Miranda. El gringo no pudo distinguir el olor de hacienda quemada del olor de tortilla quemada. Una niebla espesa y cenicienta envolvía a hombres y mujeres, niños y cocinas improvisadas, caballos y ganado suelto, trenes y carretas abandonadas. El griterío de las órdenes del coronelito Frutos García e Inocencio Mansalvo se dejaba oír encima del otro tumulto, insensible y casi naturaclass="underline"
– Convoy, alt…!
– ¡El maíz del caballo de mi general!
– !Brigada alerta!
– ¡Vamos a echarnos un zarampahuilo!
Ladraron los perros cuando el general Arroyo descendió del carro y se puso su sombrerote cuajado de parrería de plata como una corona de guerra sobre su faz ensombrecida. Levantó la mirada y vio al gringo. Por primera vez, el viejo mostraba miedo. Los perros le ladraban al extranjero que no se atrevía a dar el siguiente paso sobre el peldaño para bajar a tierra.