Ahora él la miró de verdad por vez primera, no transparente y esencial, sino circunstancialmente opaca: Harriet Winslow se arregló la corbata y alisó las arrugas de su falda plisada como si ahora fuese una mujer exterior a sí misma, vestida con el uniforme de las mujeres con ocupación en los Estados Unidos: el traje de la Gibson Girl. No, no estaba exactamente en la primavera de la vida, pero si era joven aún, bella y, lo supo ahora, independiente, no destinada a pasar de la cuna de su madre a la cuna de su marido. Ya no una vida color de rosa, no una vida regalada; por ahora ya no. Quizás alguna vez sí, si esos movimientos tan suyos no habían sido aprendidos, sino mamados con la leche materna. La elegancia rápida y segura de una hermosa mujer de treinta años.
No hablaron de sí mismos. Ella no le contó las circunstancias que la obligaron a viajar a México. El no le dijo que había venido aquí a morirse porque todo lo que amó se murió antes que él. Ni siquiera se dijeron lo que tenían en la punta de la lengua. No pronunciaron la palabra "fuga" porque no querían admitir que eran prisioneros. El viejo sólo dijo esto:
– No hay nada que la detenga aquí, sabe. Usted no es responsable de una revolución o de la fuga de sus patrones. El dinero le pertenece.
– No lo gané, señor.
Las palabras les sonaron huecas a los dos, porque nadie tenía que informarles que eran prisioneros para que ellos se sintieran, esa noche, enjaulados por la extrañeza del lugar, los olores, los rumores, la alegría borracha que se iba acercando; el puño cerrado del desierto.
– Estoy seguro de que el general la ayudará a obtener transporte, señorita.
– ¿Cuál general?
– Usted sabe. El que me pidió que me ocupara de usted.
– ¿El general? -abrió Harriet tremendos ojos-. No se parece a ningún general que yo haya conocido.
– Quiere usted decir que no se parece a un caballero.
– Como usted quiera; pero no se parece a un general, caballero o no. ¿Quién lo designó general? Estoy segura de que se nombró a si mismo.
– A veces ocurre así, en circunstancias extraordinarias. Pero usted suena verdaderamente ofendida, señorita.
Ella lo miró con media sonrisa.
– Lo siento. No quiero sonar prejuiciada. Sólo estoy nerviosa. Lo que pasa es que para mí el ejército significa mucho.
– Pues yo tampoco quiero parecer inquisitivo, pero me resulta difícil, a primera vista, relacionarla con…
– Oh, no soy yo, entiende usted. Es mi padre. Desapareció durante la guerra entre España y los Estados Unidos. El ejército era su dignidad, y la nuestra también. Sin el ejército, hubiera acabado viviendo de limosna. Y nosotras también. Quiero decir, mi madre y yo.
Entonces esta institutriz para una hacienda que ya no existía, maestra de niños que nunca conoció, ni supo cómo fueron, o si existieron siquiera, movió la cabeza como un ave herida y estalló la fiesta de las tropas dentro del salón de baile donde los dos norteamericanos se refugiaron. Hubo gritos de coyote y las risas quedas de los indios, que nunca se ríen recio, como los españoles, ni con resentimiento, como los mestizos.
Unas risas secretas y una trompeta desafinada. Luego un silencio repentino.
– Nos han visto -murmuró Harriet, arrimándose al pecho del viejo.
Se vieron a sí mismos.
El salón de baile de los Miranda era un Versalles en miniatura. Las paredes eran dos largas filas de espejos ensamblados del techo hasta el piso: una galería de espejos destinados a reproducir, en una ronda de placeres perpetua, los pasos y vueltas elegantes de las parejas llegadas de Chihuahua, El Paso y las otras haciendas, a bailar el vals y las cuadrillas en el elegante parqué que el señor Miranda mandó traer desde Francia.
Los hombres y mujeres de la tropa de Arroyo se miraban a sí mismos. Paralizados por sus propias imágenes, por el reflejo corpóreo de su ser, por la integridad de sus cuerpos. Giraron lentamente, como para cerciorarse de que ésta no era una ilusión más. Fueron capturados por el laberinto de espejos. El viejo se dio cuenta de que la señorita Harriet y él ni siquiera se habían fijado en los espejos al entrar, ambos condicionados sin duda a los salones de baile, él en los grandes y modernos hoteles construidos en San Francisco después del terremoto, ella en algún baile militar en Washington, en alguna invitación elegante de su novio.
El viejo sacudió la cabeza: no miró los espejos al entrar porque sólo tuvo ojos para miss Harriet.
Uno de los soldados de Arroyo adelantó un brazo hacia el espejo.
– Mira, eres tú.
Y el compañero señaló hacia el reflejo del otro.
– Soy yo.
– Somos nosotros.
Las palabras hicieron la ronda, somos nosotros, somos nosotros, y una guitarra se dejó oír, una voz se unió a otra, los de la caballería entraron también y volvió a haber fiesta y baile y broma en la hacienda de los Miranda, insensible a la presencia de los gringos, pero empezó una polka norteña junto con la aparición de un acordeón y las espuelas de los jinetes se arrastraron al bailar sobre el fino piso taraceado, rasgándolo y astillándolo. El viejo detuvo el impulso de Harriet.
– Es su fiesta -le dijo el viejo-. No se meta usted.
Ella se liberó de la mano del viejo con la fuerza de su enojo.
– Están destruyendo el parqué.
Él la tomó del brazo, irritado:
– Usted no lo pagó. Le digo que no se meta.
– ¡Soy responsable! -exclamó Harriet Winslow hinchada de orgullo-. El señor Miranda me pagó un mes por adelantado. Yo me encargaré de que su propiedad sea respetada durante su ausencia. ¡Le digo que soy responsable!
– ¿De manera que no piensa regresarse a casa, señorita?
La mujer se sonrojó como él lo hubiera hecho si no hubiese definido ya, en su cabeza, las razones para no regresar nunca a casa.
– ¡Claro que no! ¡Después de lo que he visto aquí hoy en la noche!
Tomó un trago de aire y dejó que se asentara en sus pulmones. Dijo que salió del colegio con altas calificaciones, pero luego se dio cuenta de que no le gustaba darles clases a niños que ya pensaban igual que ella. Le faltaba el desafío, el estímulo. Quedarse en los Estados Unidos hubiera sido sucumbir a la rutina. Sintió que venir a México era su deber.
– Puesto que los niños a los que vine a instruir se han marchado, me quedaré a instruir a estos niños -dijo con un tono de voz en el que su vergüenza y su orgullo encontraron un mismo nivel.
Los hombres y las mujeres de la tropa y de la aldea, mezclados, bailaban y se besaban furtivamente, alejados ya de la percepción turbadora de otra presencia: la de sí mismos en los espejos.
– No los conoce usted. No los conoce para nada -dijo el viejo, tratando de aplazar una respuesta hacia ella que él no quería dar: un desprecio compasivo, una banderilla de su antiguo ser, antes de la decisión de venir a México.
Untó otro pensamiento sobre éste, como mantequilla sobre pan tostado: ¿se había mirado Harriet Winslow en los espejos al entrar aquí? Pero ella estaba contestando ya a la afirmación,del viejo, con toda su confianza recobrada: "Y ellos no me conocen a mí."
– Mírelos, lo que esta gente necesita es educación, no rifles. Una buena lavada seguida de unas cuantas lecciones sobre cómo hacemos las cosas en los Estados Unidos, y se acabó este desorden…
– ¿Los va a civilizar? -dijo secamente el viejo.
– Exactamente. Y desde mañana mismo.
– Espérese -dijo el viejo-. De todos modos, esta noche tiene que dormir en alguna parte.