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Sacudí la cabeza.

– Alemán -señalé-. Pero nunca nazi.

– No hay diferencia -dijo el otro-. Al menos para mí.

– Además -manifestó el primero-, eras de las SS, y eso te convierte en algo peor que un asesino nazi. Te convierte en alguien que disfrutaba.

No podía discutir con él al respecto. ¿De qué hubiese servido? Ellos ya habían tomado su decisión. John Wilkes Booth me hubiera escuchado con más comprensión que estos dos. Pero, después de pasar semanas incomunicado, tenía la necesidad de hablar un poco.

– ¿Qué son ustedes? ¿Del FBI?

El primer hombre asintió.

– Así es.

– Muchos de las SS eran polis como ustedes -añadí-. Era detective cuando comenzó la guerra. No tuve elección en este asunto.

– No soy en absoluto como usted, amigo -dijo el segundo agente-. Nada. ¿Me oye? -Me pinchó en el hombro con el dedo índice para dejar las cosas claras y fue como si alguien estuviese perforando para buscar petróleo-. Recuérdelo cuando vuelva a casa para reunirse con sus colegas asesinos de masas. Ningún ciudadano estadounidense ha matado nunca a ningún judío, señor.

– ¿Qué me dice de los Rosenberg? -pregunté.

– Un nazi con sentido del humor. ¿Qué te parece, Bill?

– Lo necesitará cuando regrese a Alemania, Mitch.

– Los Rosenberg. Es muy divertido. Es una pena que no podamos freírlo a usted, Günther, igual que freímos a esos dos. Tuvieron abogados y un juicio justo, y resulta que el juez y el fiscal también eran judíos. Sólo para su información, boche.

– Es tranquilizador -manifesté-. Sin embargo, quizá me sentiría más tranquilo si hubiera podido consultar a un abogado. Creía que en este país una persona tenía derecho a acudir a un tribunal cuando pesaba una orden de deportación sobre ella. Sobre todo porque es posible que deba enfrentarme a un juicio en Alemania. Tenía la curiosa idea de que las libertades civiles significaban algo para los americanos.

– La extradición no fue pensada para escoria como usted, Günther -afirmó el federal llamado Bill.

– Además -dijo Mitch-, usted nunca ha estado legalmente aquí. Por lo tanto, no se le puede extraditar legalmente. En lo que a los tribunales americanos se refiere, usted ni siquiera existe.

– ¿Entonces no ha sido más que un mal sueño?

Bill se puso un chicle en la boca y comenzó a masticar.

– Así es. Se lo ha imaginado todo, boche. No ha ocurrido nada. Ni tampoco esto.

Tendría que haber que haber estado preparado para ello. Sus rostros me habían estado enviando telegramas desde que habíamos subido a la furgoneta. Sólo habían estado esperando la ocasión para hacer la entrega y había llegado la hora: en la barriga, fuerte, hasta el codo. Todavía estaba oyendo repicar campanas en mis oídos, unos diez minutos más tarde, cuando nos detuvimos, se abrieron las puertas y me llevaron a la pista. Había sido un golpe de auténtico profesional. Subí las escalerillas y ya estaba en el avión antes de recuperar el aliento para despedirme de los dos.

Disfruté de una buena vista de la Estatua de La Libertad cuando despegamos. Tuve la curiosa idea de que la dama de la toga estaba haciendo el saludo hitleriano. Supuse que al libro que llevaba en el brazo izquierdo le faltaban unas cuantas páginas importantes.

5

ALEMANIA, 1954

Había estado antes en Landsberg, pero sólo como visitante. Antes de la guerra muchísimas personas visitaban la cárcel de Landsberg para ver la celda número siete, donde Adolf Hitler había estado encarcelado en 1923 después del fracasado golpe de la cervecería, y donde había escrito el Mein Kampf; pero desde luego yo no había sido una de ellas. Nunca me gustaron mucho las biografías. Mi propia visita previa había sido en 1949, cuando, en mi condición de detective privado al servicio de un cliente en Múnich, fui allí para entrevistar a un oficial de las SS y criminal de guerra convicto llamado Fritz Gebauer.

Los americanos dirigían la cárcel, y tenían encerrados en ella a más criminales de guerra nazis convictos que en cualquier otro lugar de Europa. Unos doscientos o trescientos habían sido ejecutados en el patíbulo de aquella cárcel entre 1946 y 1951, y desde entonces muchísimos más habían sido puestos en libertad, pero el lugar continuaba albergando a algunos de los mayores asesinos de masas de la historia. Yo conocía a unos cuantos, aunque evitaba relacionarme con la mayoría de ellos en los momentos en que a los prisioneros se nos permitía hablar. Había incluso unos cuantos prisioneros japoneses procedentes de los juicios de Shanghái por crímenes de guerra, pero apenas teníamos contacto con ellos.

El castillo había sido construido en 1910 y, a diferencia del resto de la ciudad vieja, estaba al oeste del río Lech: cuatro bloques de ladrillos blancos dispuestos en forma de cruz y en el centro una torre desde donde nuestros carceleros, con casco de acero y rostro de hierro, movían sus bastones blancos como Fred Astaire y nos vigilaban. Recuerdo que una vez recibí una postal de la celda de Hitler y tuve la impresión de que no era muy diferente de la mía: había una angosta cama de hierro con una mesita de noche pequeña, una lámpara, una mesa y una silla, y también una gran ventana doble con más barrotes en el exterior que una jaula de un domador de leones. Mi celda miraba al sudoeste, lo cual significaba que le daba el sol durante la tarde, y tenía una bonita vista del cementerio de Spöttingen, donde estaban enterrados varios hombres ahorcados en el WCPN1, que era como los americanos lo llamaban. Esto representaba un bonito cambio respecto a mi panorama de la bahía de Nueva York y el sur de Manhattan. Los muertos eran vecinos mucho más tranquilos que las barcazas de basura.

La comida era buena, aunque tenía muy poco de alemana. Tampoco me gustaban mucho las prendas que nos obligaban a vestir. Las rayas grises y rojas nunca me han sentado bien; el pequeño sombrero blanco carecía de la imprescindible ala ancha que a mí siempre me había gustado y me hacía parecer el mono de un organillero.

Poco después de mi llegada recibí las visitas del capellán católico, el padre Morgenweiss, de Herr doctor Glawik, un abogado designado por el Ministerio de Justicia bávaro, y de un hombre de la Asociación para el Bienestar de los Prisioneros Alemanes cuyo nombre no recuerdo. La mayoría de los bávaros, y también bastantes alemanes, consideraban a todos los ocupantes del WCPN1 como prisioneros políticos. El ejército estadounidense, por supuesto, veía las cosas de otra manera, y no pasó mucho tiempo antes de recibir también la visita de dos abogados norteamericanos de Nuremberg. Con su alemán con mucho acento y su bonhomía de pacotilla, eran dos tipos pacientes y muy persistentes; y fue un alivio en parte que pareciesen poco interesados en los dos asesinatos de Viena -que no tenían nada que ver conmigo- y nada interesados por la muerte de dos asesinos israelíes en Garmisch-Partenkirchen, de los que sin ninguna duda era culpable, aunque había sido en defensa propia. Lo que a ellos les interesaba era mi servicio durante la guerra en la RSHA, la Oficina Central de Seguridad del Reich, creada por la fusión del SD (el Servicio de Seguridad de las SS), la Gestapo y la Kripo en 1939.

Varias veces por semana nos reuníamos en una sala de entrevistas en la planta baja, cerca de la entrada principal del castillo. Siempre me traían café y cigarrillos, un poco de chocolate y, algunas veces, un periódico muniqués. Ninguno de los dos tendría más de cuarenta años y el más joven era el oficial superior. Su nombre era Jerry Silverman, y antes de venir a Alemania había sido abogado en Nueva York. Era muy alto y vestía una chaqueta militar de gabardina verde con pantalones caqui; llevaba varias cintas en el pecho, pero en lugar de las bandas metálicas que la mayoría de los oficiales norteamericanos llevaban en los hombros para indicar su rango, Silverman y su sargento tenían una insignia de tela cosida en las mangas que los identificaba a ambos como miembros de la OCCWC: la Oficina del Fiscal Jefe para Crímenes de Guerra. El hecho era que vestían uniformes, pero no pertenecían al ejército; eran burócratas del Pentágono, abogados del Departamento de Defensa. Sólo en Estados Unidos eran capaces de darles uniformes militares a los abogados.