Mientras hablaba, se abrió una puerta más pequeña en la principal y un hombre bajo y regordete, de unos sesenta años y con el pelo cano, salió y fue aclamado por las personas que esperaban.
– Aquél no es Mielke -afirmé.
– Creo que se refiere a Erhard Milch, señor -le dijo Earp a Silverman-. El mariscal de campo de la Luftwaffe. Es él a quien dejan en libertad hoy.
– Así que es él -dije-. Por un momento creí que era un verdadero criminal de guerra.
– Milch es, era, un criminal de guerra -insistió Silverman-. Era el director de armamento aéreo con Albert Speer.
– ¿Qué tiene de criminal construir aviones? -pregunté-. Ustedes también construyeron muchos aviones, y el estado en que quedó Berlín en 1945 es un ejemplo de ello.
– Nosotros no utilizábamos mano de obra esclava para hacerlo -replicó Silverman.
Observé que, mientras tanto, Erhard Milch aceptaba un ramo de flores de una chica bonita. Le dio las gracias con una cortés reverencia y se marchó en un Mercedes nuevo para comenzar el resto de su vida.
– ¿Cuál fue la sentencia?
– Cadena perpetua -dijo Silverman.
– Cadena perpetua, ¿eh? Algunas personas son muy afortunadas.
– Se la redujeron a una condena de quince años.
– Creo que pasa algo raro con las matemáticas de su alto comisionado -señalé-. ¿Quién más va a salir de aquí?
Di una calada a mi cigarrillo insípido, tiré la colilla por la ventana y la vi caer al suelo dejando una estela de humo como la de los invencibles aviones de la Luftwaffe construidos por Milch.
– Usted iba a hablarnos de Minsk -dijo Silverman.
6
La mañana del 7 de julio de 1941, yo estaba al mando de un pelotón que ejecutó a treinta prisioneros de guerra rusos. En aquel momento no me sentí mal por hacerlo, porque todos eran de la NKVD, y menos de doce horas antes ellos mismos habían asesinado a dos mil o tres mil prisioneros en la prisión de la NKVD en Lutsk. También habían asesinado a algunos prisioneros de guerra alemanes que habían encerrado allí, lo cual era un espectáculo miserable. Supongo que pueden decir que ellos tenían todo el derecho a hacerlo, dado que nosotros habíamos invadido su país. También pueden decir que las ejecuciones que llevamos a cabo en represalia estaban mucho menos justificadas, y probablemente tendrán razón en las dos cosas. Bueno, lo hicimos, pero no por la llamada «orden del comisario» o el «decreto Barbarosa», que no eran más que una autorización para disparar dada por el cuartel general de campaña alemán. Lo hicimos porque considerábamos -yo consideraba- que se lo tenían merecido y que, desde luego, ellos nos hubieran matado a nosotros en circunstancias similares. Así que los fusilamos en grupos de cuatro. No les hicimos cavar sus tumbas ni nada por el estilo. No me interesaba esa clase de cosas. Olían a sadismo. Los fusilamos y los dejamos donde cayeron. Más tarde, cuando fui un pleni en un campo de trabajo ruso, algunas veces deseé haber fusilado a más de treinta, pero ésa es otra historia.
No me sentí mal al respecto hasta el día siguiente, cuando mis hombres y yo nos encontramos con un antiguo colega de la jefatura de policía del Alex, en Berlín. Un tipo llamado Becker, que estaba en otro batallón de policía. Cuando lo encontré, estaba matando a civiles en un pueblo, en algún lugar al oeste de Minsk. Había cerca de un centenar de cadáveres en una zanja, y me pareció que Becker y sus hombres habían estado bebiendo. Incluso entonces no lo entendí. Continuaba buscando explicaciones para algo que en esencia me parecía inexplicable y, desde luego, imperdonable. Y entonces, cuando comprendí que algunas de las personas a las que Becker y sus hombres estaban a punto de matar eran mujeres ancianas, reaccioné.
– ¿Qué demonios crees que estás haciendo? -le pregunté.
– Obedezco órdenes -respondió.
– ¿Qué? ¿Matar viejas?
– Son judíos -dijo, como si fuese la única explicación necesaria-. Me han ordenado matar a todos los judíos que pueda, y eso es lo que estoy haciendo.
– ¿Por orden de quién? ¿Quién es tu comandante de campo y dónde está?
– El comandante Weis. -Becker señaló un edificio de madera que se levantaba detrás de una cerca blanca, a unos treinta metros de distancia-. Está allí. Está comiendo.
Caminé hacia el edificio y Becker me gritó:
– No creas que quiero hacerlo. Pero las órdenes son órdenes, ¿no?
Cuando llegué a la cabaña oí otra descarga. Una de las puertas estaba abierta y un comandante de las SS estaba sentado en una silla. Iba en mangas de camisa. En una mano sujetaba una hogaza de pan a medio comer y en la otra una botella de vino y un cigarrillo. Me observó con una mirada de cansada diversión en su rostro.
– Oiga, nada de esto ha sido idea mía -dijo-. Si me lo pregunta, le diré que es una pérdida de tiempo y munición. Pero yo hago lo que me ordenan, ¿correcto? Es así como funciona el ejército. Un oficial superior me da una orden y yo obedezco. -Señaló un teléfono de campaña que estaba en el suelo-. Llame al cuartel general si quiere. Ellos le dirán lo mismo que me dijeron a mí. Que lo haga. -Sacudió la cabeza-. No es usted el único que piensa que esto es una locura, capitán.
– ¿Quiere decir que ya ha pedido que le confirmen las órdenes?
– Por supuesto. El cuartel general de campaña me dijo que plantease el asunto al cuartel general de la división.
– ¿Qué le dijeron?
El comandante Weis sacudió la cabeza.
– ¿Cuestionar una orden del cuartel general de la división? ¿Se ha vuelto loco? No seguiría siendo comandante durante mucho tiempo si lo hiciera. Se quedarían con mis galones y mis pelotas, y no necesariamente en ese orden. -Se rió-. Le invito. Adelante, llámeles. Sólo asegúrese de no mencionar mi nombre.
Sonó otra descarga en el exterior. Cogí el teléfono de campaña y di vueltas a la manivela con furia. Treinta segundos más tarde estaba discutiendo con alguien del cuartel general de la división. El comandante se levantó y apoyó su oreja en el otro lado del teléfono. Cuando comencé a maldecir, sonrió y se alejó.
– Ahora los ha cabreado -comentó.
Colgué el teléfono de un golpe y permanecí allí, temblando de furia.
– Tengo que presentarme a la división, en Minsk. De inmediato.
– Se lo dije. -Me pasó la botella y bebí un trago de lo que resultó ser vodka en vez de vino-. Le quitarán el rango, eso seguro. Confío en que crea que ha valido la pena. Por lo que he oído, esto -señaló la puerta-, esto es sólo el humo después del disparo, pero alguien ya había apretado el gatillo. Es a eso a lo que tiene que aferrarse, amigo mío. Intente recordar lo que dijo Goethe: «La mayor felicidad para nosotros los alemanes es comprender lo que podamos comprender y, una vez hecho esto, hacer lo que puñeteramente nos digan que hagamos».
Salí y les dije a los hombres que había traído conmigo en un camión Panzer y un coche blindado Puma, que nos íbamos a Minsk, para informar de la acción antiguerrillera de la mañana. Mientras viajábamos me dominaba un humor melancólico, pero sólo en parte tenía algo que ver con el destino de unos pocos centenares de judíos inocentes. Me preocupaba más la reputación de los alemanes y del ejército alemán. ¿Dónde acabaría esto?, me pregunté a mí mismo. Nunca habría concebido que cientos de miles de judíos estaban siendo asesinados ya de la misma manera.
Minsk fue fácil de encontrar. Sólo había que conducir por una larga carretera recta -en realidad una carretera muy buena, incluso para las normas alemanas- sin perder de vista la columna de humo gris que se alzaba sobre el horizonte. La Luftwaffe había bombardeado la ciudad unos pocos días antes y destruyó la mayor parte del centro. Incluso así, los vehículos alemanes que circulaban por la carretera mantenían la distancia entre ellos por si acaso se producía un ataque aéreo ruso. Por lo demás, el Ejército Rojo se había retirado y el servicio de inteligencia de la Wehrmacht informó de que la población, de unas trescientas mil personas, también había abandonado la ciudad, pero nuestro bombardeo de la carretera al este de Minsk -que llevaba a Mogilev y Moscú- había forzado a unas ochenta mil a volver a la ciudad, o al menos a lo que quedaba de ella. Y esto tampoco fue una idea muy buena. La mayor parte de las casas de madera de las afueras todavía ardían, mientras que, cerca del centro, montones de escombros se acumulaban tras los edificios de apartamentos y oficinas vacíos. Nunca había visto una ciudad destruida tan a conciencia como Minsk. Esto hacía todavía más sorprendente que el Uprava, el ayuntamiento y la sede del Partido Comunista hubiesen sobrevivido al bombardeo sin sufrir grandes daños. Los habitantes de la ciudad lo llamaban la Casa Grande, que era algo así como una redundancia: con nueve o diez pisos de altura y construido con cemento blanco, el Uprava parecía un gigantesco archivador que contenía los detalles de todos los ciudadanos de Minsk. Delante del edificio se alzaba una enorme estatua de bronce de Lenin que contemplaba pasar los numerosos coches y camiones alemanes con una comprensible expresión de ansiedad y preocupación, tal vez porque se daba cuenta de que el edificio era ahora la sede del cuartel general del Reichs Kommissariat Ostland, una zona administrativa creada por los alemanes y que se extendía desde la capital bielorrusa al mar Báltico.