Empujé una pesada puerta de madera, tan alta que bien podría estar todavía creciendo en un bosque, entré en un vulgar vestíbulo de mármol que parecía el de una estación de metro y me acerqué a una mesa central del tamaño de una locomotora, donde varios soldados alemanes y de las SS intentaban imponer alguna especie de orden administrativo a la colonia de hormigas que formaban los hombres vestidos de gris que entraban y salían del lugar. Capté la atención de un oficial de las SS que estaba detrás de la mesa y le pregunté por el despacho del comandante de la división de las SS. Me indicó que subiese al segundo piso y me recomendó que utilizase las escaleras porque el ascensor no funcionaba.
En el primer piso había una cabeza de bronce de Stalin, y en el segundo una cabeza de bronce de Félix Dzerzhinsky. La Operación Barbarroja prometía ser una mala noticia para los escultores rusos, lo mismo que para todos los demás. El suelo estaba cubierto de cristales rotos y había una línea de agujeros de bala en la pared gris, a lo largo de un amplio pasillo que llevaba a un par de puertas abiertas frente a frente, a través de las cuales entraban y salían oficiales de las SS envueltos en una nube de humo de cigarrillos. Uno de ellos era el comandante de mi unidad, el Standartenführer Mundt, uno de esos hombres que parecen haber salido del vientre de su madre vestidos con uniforme. Al verme enarcó una ceja y levantó una mano, mientras respondía indiferente a mi saludo.
– El pelotón de fusilamiento -dijo-. ¿Los alcanzó?
– Sí, Herr Oberst.
– Buen trabajo. ¿Qué hizo con ellos?
– Los fusilamos, señor. -Le entregué un puñado de documentos de identificación que había recogido de los rusos antes de ejecutarlos.
Mundt los repasó como si fuese un oficial de inmigración en busca de algo sospechoso.
– ¿Incluidas las mujeres?
– Sí, señor.
– Es una pena. En el futuro todas las guerrilleras y miembros de la NKVD serán ahorcados en la plaza de la ciudad, como un ejemplo para los demás. Órdenes de Heydrich. ¿Comprendido?
– Sí, Herr Oberst.
Mundt no era mucho mayor que yo. Cuando estalló la guerra había sido coronel de policía con la Schutzpolizei de Hamburgo. Era inteligente, sólo que la suya era una inteligencia inapropiada para la Kripo: para ser un buen detective tienes que entender a las personas y para entender a las personas tienes que ser una de ellas. Mundt no era como las demás personas. Ni siquiera era una persona. Supongo que por eso llevaba un dachshund con él; para que le hiciese parecer un poco más humano. Pero a mí no me engañaba. Era un cabrón despiadado y pomposo. Cada vez que hablaba parecía como si estuviese recitando a Rilke, y a mí me entraban ganas de bostezar, reírme o hundirle los dientes a patadas. Y se me debió de notar.
– ¿No está de acuerdo, capitán?
– No me interesa mucho ahorcar mujeres -respondí.
Me miró desde lo alto de su elegante nariz y sonrió.
– Quizá prefiera hacer alguna otra cosa con ellas.
– Quizás está usted pensando en otra persona, señor. Lo que digo es que no me gusta librar una guerra contra las mujeres. Soy un tipo convencional. Figura en la Convención de Ginebra, por si acaso le interesa.
Mundt fingió parecer intrigado.
– Tiene usted una manera curiosa de respetar la Convención de Ginebra -dijo-. Ha fusilado a treinta prisioneros.
Eché una ojeada al despacho, que era demasiado grande para albergar una sola mesa. Tenía el tamaño adecuado para contener un aserradero. En una esquina de la habitación había un armario con su propio lavabo, donde otro hombre se estaba lavando el torso desnudo. En la esquina opuesta había una caja de caudales. Un sargento de las SS escuchaba lo que parecía ser un aparato de radio e intentaba, sin éxito, abrir la caja. En la mesa había un trío de teléfonos de diferentes colores que bien podrían haber sido dejados allí por los Reyes Magos de Oriente; al otro lado de la mesa había otro oficial de las SS sentado en una silla; y detrás del oficial un gran mapa mural de Minsk. En el suelo yacía un soldado ruso, y si ésta había sido alguna vez su oficina, ya no lo era; el agujero de bala detrás de la oreja izquierda y la sangre sobre el linóleo parecían indicar que muy pronto ocuparía un lugar mucho más pequeño y permanente en el globo terráqueo.
– Además, capitán Günther -añadió Mundt-, quizá se le haya pasado por alto que los rusos nunca firmaron la Convención de Ginebra.
– Entonces creo que está bien fusilarlos a todos, señor.
El oficial que estaba al otro lado de la mesa se levantó.
– ¿Ha dicho capitán Günther?
Él también era Standartenführer, es decir, coronel, igual que Mundt, lo cual significaba que mientras él daba la vuelta a la mesa para colocarse delante de mí, yo me vi obligado a ponerme en posición de firmes una vez más. Había nacido en la misma charca aria que Mundt y no era menos arrogante.
– Sí, señor.
– ¿Es usted el capitán Günther que telefoneó para cuestionar mis órdenes de matar a aquellos judíos en la carretera de Minsk esta mañana?
– Sí, señor. Fui yo. Usted debe de ser el coronel Blume.
– ¿Qué diablos pretende, cuestionando una orden? -gritó-. Usted es un oficial de las SS, que ha prestado juramento de lealtad al Führer. Aquella orden fue dada para garantizar la seguridad en la retaguardia de nuestras tropas de combate. Aquellos judíos incendiaron sus casas cuando el comandante de combate local dijo que debían cederlas para alojar a nuestras tropas. No se me ocurre una mejor razón para una represalia que el incendio de aquellas casas.
– No vi ninguna casa ardiendo en aquel sector, señor. Y el Sturmbannführer Weis tenía la impresión de que aquellas ancianas fueron fusiladas sólo por ser judías.
– ¿Y si lo eran? Los judíos de la Rusia soviética son los portadores intelectuales de la ideología bolchevique, y eso los convierte en nuestros enemigos naturales. No importa lo viejos que sean. Matar judíos es un acto de guerra. Incluso ellos parecen comprenderlo así, aunque usted no. Lo repito, aquellas órdenes debían ser cumplidas por la seguridad de todas las zonas ocupadas por el ejército. Si cada soldado cumpliera las órdenes después de considerar si estaban de acuerdo o no con su propia conciencia, no habría disciplina ni ejército. ¿Está usted loco? ¿Es un cobarde? ¿Está enfermo? ¿O quizá le gustan los judíos?