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– No me importa quién o lo que sea -dije-. No he venido a Rusia para fusilar ancianas.

– Escúchese a sí mismo, capitán -señaló Blume-. ¿Qué clase de oficial es usted? Se supone que debe dar ejemplo a sus hombres. Se me ocurre que podría llevarle al gueto sólo para ver si esto es puro teatro; si de verdad le causa repulsión matar judíos.

Mundt había comenzado a reírse.

– Blume -dijo.

– Puedo prometerle una cosa, capitán -añadió el coronel Blume-. No será capitán mucho más si no puede controlarlo. Será el soldado más raso de las SS. ¿Me oye?

– Blume -insistió Mundt-. Mira esto. -Le dio a Blume los documentos de los miembros de la NKVD que había ejecutado en Goloby-. Mira.

Blume miró los documentos mientras Mundt los abría para él.

– Sara Kagan -comenzó Mundt-. Salomón Geller, Joseph Zalmonowitz, Julius Polonski. Todos son nombres judíos. Vinokurova. Kieper. -Sonrió un poco más, muy contento ante mi creciente incomodidad-. Trabajé en la sección judía en Hamburgo, así que sé algunas cosas de estos cabrones. Joshua Pronicheva. Fanya Glekh. Aaron Levin. David Schepetovka. Saul Katz. Stefan Marx. Vladya Polichov. Éstos son los nombres de los judíos que ha fusilado esta mañana. Vaya con sus jodidos escrúpulos, Günther. Usted apresó a un pelotón judío de la NKVD para fusilarlo. Ha fusilado a treinta judíos, le guste o no.

Blume abrió otro documento de identidad al azar. Luego otro.

– Misha Blyatman. Hersh Gebelev. Moishe Ruditzer. Nahum Yoffe. Chaim Serebriansky. Zyana Rosenblatt. -Ahora él también se reía-. Tienes razón. ¿Qué le parece? Israel Weinstein. Ivan Lifshitz. A mí me parece que acertó el premio gordo, Günther. Hasta ahora ha conseguido matar a más judíos en esta campaña que yo. Quizá debería recomendarle para una condecoración. O por lo menos un ascenso.

Mundt leyó unos cuantos nombres más sólo para ahondar la herida.

– Tendría que sentirse orgulloso de usted mismo. -Después me palmeó en el hombro-. Vamos. Sin duda puede ver el lado divertido de todo esto.

– Y si no puede, aún lo hace más divertido -dijo Blume.

– ¿Qué es eso tan divertido? -preguntó una voz.

Todos nos volvimos para ver a Arthur Nebe, el general al mando del Grupo de Trabajo B, de pie en el umbral. Todos se pusieron en posición de firmes, incluido yo. Mientras Nebe entraba en el despacho y se acercaba al mapa de la pared, casi sin mirarme, Blume intentó darle una explicación.

– Me temo que este oficial estaba mostrando algunos escrúpulos respecto a matar a judíos que resultó ser un tanto erróneo, general. Al parecer ya mató a treinta miembros de la NKVD esta mañana. Sin darse cuenta de que todos eran judíos.

– Era esa bonita distinción entre los dos lo que nos pareció divertido -añadió Mundt.

– No todos están hechos para esta clase de trabajo -murmuró Nebe, que continuaba estudiando el mapa-. Oí que Paul Blobel está en un hospital de Lublin después de una acción especial en Ucrania. Un colapso nervioso. Y quizá no recuerden lo que dijo el Reichsführer Himmler en Pretzsch. Cualquier repugnancia sentida al matar judíos es motivo de felicitación, pues afirma que somos personas civilizadas. Por lo tanto, no acabo de ver qué tiene de divertido nada de todo esto. En el futuro, les agradeceré que traten con mayor sensibilidad a cualquier hombre que exprese su reparo en matar judíos. ¿Está claro?

– Sí, señor.

Nebe señaló un cuadrado rojo en la esquina superior derecha del mapa.

– ¿Y esto, qué es?

– Drozdy, señor -respondió Blume-. A tres kilómetros al norte de aquí. Hemos establecido un campo de prisioneros algo rudimentario a orillas del río Svislock. Todos son hombres. Judíos y no judíos.

– ¿Cuántos en total?

– Unos cuarenta mil.

– ¿Separados?

– Sí, señor. -Blume se reunió con Nebe delante del mapa-. Los prisioneros de guerra en un lado y los judíos en el otro.

– ¿Y el gueto?

– Al sur del campo de Drozdy, en el noroeste de la ciudad. Es el viejo barrio judío de Minsk. -Apoyó un dedo en el mapa-. Aquí. A partir del río Svislock, al oeste por la calle Nemiga, al norte a lo largo del límite del cementerio judío, y de nuevo al este hacia el Svislock. Ésta de aquí es la calle principal, Republikanskaya, y en el cruce con Nemiga es donde estará la entrada principal.

– ¿Qué clase de edificios son estos? -preguntó Nebe.

– Casas de madera de una o dos plantas con cercas de madera. Incluso mientras estamos hablando, señor, todo el gueto está siendo rodeado con alambre de espino y torres de vigilancia.

– ¿Cerrado por la noche?

– Por supuesto.

– Quiero acciones mensuales para reducir el número de judíos bielorrusos para acomodar a los judíos que nos están enviando desde Hamburgo.

– Sí, mi general.

– Puede comenzar reduciendo el número ahora, en el campo de Drozdy. Haga una selección voluntaria. Dígales a los que tienen títulos universitarios y calificaciones profesionales que se adelanten. Prívelos de comida y agua para animar a los voluntarios. A esos judíos los puede conservar, de momento. Al resto los puede liquidar de inmediato.

– Sí, mi general.

– Himmler vendrá aquí dentro de un par de semanas, y querrá ver si hacemos progresos. ¿Comprendido?

– Sí, mi general.

Nebe se volvió y por fin me miró.

– Usted. Capitán Günther. Venga conmigo.

Seguí a Nebe al despacho vecino, donde cuatro oficiales subalternos de las SS estaban leyendo expedientes sacados de un archivador.

– Ustedes, fuera -ordenó Nebe-. Cierren la puerta al salir. Y díganles a esos cabrones de la otra oficina que se deshagan del cadáver antes de que comience a apestar por el calor.

Había dos mesas en este despacho, junto a dos puertas ventanas y un mal retrato de Stalin en uniforme gris con una raya roja a lo largo de la pernera, y con un aspecto menos caucasiano y más oriental de lo habitual.

Nebe sacó una botella de aguardiente y un par de copas de uno de los cajones de la mesa y las llenó. Se bebió la suya sin decir palabra, como un hombre cansado de ver las cosas con claridad, y se sirvió otra mientras yo aún olía el licor y preparaba mi hígado.

7

MINSK, 1941

No había visto a Nebe desde hacía más de un año. Se veía mayor y más cansado de lo que recordaba. El pelo canoso de antes tenía ahora el mismo color plata de su cruz al mérito de guerra, mientras que sus ojos eran tan estrechos como la raja de su boca. Sólo su larga nariz y sus orejas prominentes parecían seguir siendo las mismas.

– Me alegra verte de nuevo, Bernie.

– Arthur.

– Toda una vida dedicada a detener a criminales y ahora yo mismo me he convertido en uno. -Se rió con cansancio-. ¿Qué te parece?

– Podrías detener esto.

– ¿Qué puedo hacer? Sólo soy un engranaje en la máquina de la muerte de Heydrich. La máquina ya está en marcha. No podría detenerla ni aunque quisiese.

– Solías pensar que podías cambiar las cosas.

– Aquello era antes. Hitler tiene el mango del látigo desde la caída de Francia. Ahora nadie se atreve a oponerse a él. Las cosas tendrán que ponerse muy mal para nosotros en Rusia para que eso pueda suceder de nuevo. Y sucederá, por supuesto. Estoy seguro. Pero todavía no. Las personas como tú y yo tendremos que esperar nuestro momento.

– ¿Y hasta entonces, Arthur? ¿Qué pasará con estas personas?

– ¿Te refieres a los judíos?

Asentí.

Él se bebió la segunda copa y se encogió de hombros.