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Mis consejos a Klingelhöfer no tuvieron mucha importancia, porque a finales de julio Nebe le ordenó que fuese a Smolensk para buscar pieles destinadas a las ropas de invierno del ejército alemán. A mí me enviaron a Baranowicze, a unos ciento cincuenta kilómetros al sudoeste de Minsk, a esperar un transporte de regreso a Berlín.

Antigua ciudad polaca hasta que los soviéticos la ocuparon a principios de la guerra, Baranowicze era una pequeña y próspera localidad de unos treinta mil habitantes, y una tercera parte de ellos eran judíos. En el centro había una larga y ancha calle bordeada de árboles con tiendas de dos pisos y casas, que el ejército alemán ocupante había bautizado como Káiser Wilhelm Strasse. Había una catedral ortodoxa construida en estilo neoclásico y un gueto: seis edificios en las afueras, donde estaban confinados más de doce mil judíos; al menos, estos judíos no habían huido a los marjales de Pripet. Dos regimientos de la brigada de caballería de las SS al mando del Sturmbannführer Bruno Magill estaban recorriendo aquellos pantanos y matando a todos los judíos que encontraban. Esto había dejado la ciudad en calma, tan en calma que durante un par de días pude dormir en una cama en lo que había sido antes la tienda de cueros y zapatería de un tal Girsh Bregman, antes de encontrar un asiento disponible en un Ju 52 que volaba de regreso al aeródromo de Tegel, en Berlín.

Intenté no pensar en lo que el destino les habría deparado a Girsh Bregman y su familia, cuyas fotos enmarcadas aún se mantenían en lo alto de un armario en la pequeña salita que había detrás de la tienda; pero era fácil imaginármelos soportando las privaciones del gueto o, quizás, escapando de sus perseguidores, que incluían no sólo a las SS sino también a la policía polaca, antiguos soldados del ejército polaco e incluso clérigos ucranianos dispuestos a bendecir estas operaciones de «pacificación». Por supuesto, era posible que los Bregman ya hubiesen sido pacificados, es decir, que estuvieran muertos. Eso era todo lo pacificado que podías estar en el verano de 1941. A pesar de todo, aún confiaba en que siguieran con vida. Aunque tenían menos posibilidades de sobrevivir que un canario en una mina llena de gas. A mí no me hubiese importado que me gasearan un poco. Lo suficiente para dormir unos cien años y despertarme cuando hubiera pasado la pesadilla en que se había convertido mi vida.

8

ALEMANIA, 1954

– Al menos usted pudo despertar -dijo Silverman-. A diferencia de otros seis millones.

– Usted es un tipo divertido. ¿Siempre es tan rápido con las matemáticas o es que ese número le gusta?

– No me gusta nada en absoluto, Günther -precisó Silverman.

– A mí tampoco. Y por favor, no cometa el error de creer que a mí me gusta.

– No soy yo quien ha cometido errores, Günther. Es usted.

– Tiene razón. Tendría que haberme asegurado de nacer en algún otro lugar que no hubiese sido Alemania en 1896. De esa manera quizás hubiese acabado en el bando ganador. Dos veces. ¿Qué les parece, muchachos? ¿Ser sometido a juicio por los errores de otras personas? Supongo que les parece bien. Por la manera en que ustedes dos actúan, cualquiera creería que los americanos se creen de verdad que son mejores que los demás.

– No todos los demás -reprochó Earp-. Sólo mejores que usted y sus camaradas nazis.

– Puede continuar diciéndoselo a usted mismo si le agrada. Pero los dos sabemos que no es verdad. ¿O es que sentirse moralmente superiores es algo más que una aspiración para ustedes? Quizá sea también una necesidad constitucional. Pero sospecho que, debajo de toda esa santurronería, son como nosotros los alemanes. Ustedes creen de verdad que el poder es un derecho.

– En este momento -manifestó Silverman-, lo único que importa es lo que creamos de usted.

– Cuenta una buena historia -le comentó Earp a Silverman-. Este tipo es todo un Jakob Grimm. Sólo le falta decir «érase una vez» y «vivieron felices y comieron perdices». Tendríamos que ponerle unos zapatos de hierro calientes y hacerle bailar por la habitación, como la madrastra de Blancanieves, hasta que nos diga la verdad.

– Tienes toda la razón -dijo Silverman-. Ya sabes que sólo a un alemán se le podría haber ocurrido un castigo como ése.

– ¿No me han dicho que sus padres eran alemanes? -pregunté-. Supongo que sólo están seguros de la madre.

– No nos sentimos muy orgullosos de nuestra herencia alemana -afirmó Earp-. Gracias a personas como usted.

Durante unos momentos los tres guardamos silencio. Luego Silverman dijo:

– Había un Günther del que oímos hablar en aquella ciudad que mencionó. Baranowicze. Era un Sturmbannführer de las SS al mando de una de las pequeñas unidades de asesinos pertenecientes al Grupo de Trabajo B de Arthur Nebe. Un Sonderkommando. Organizó unas de las primeras matanzas con gas. Mataron a todos los internos de un manicomio en Mogilev. Ése no sería usted, ¿verdad?

– No -respondí. Pero en vista de que no se iban a conformar con una negativa directa, levanté un dedo para indicar que estaba tratando de recordar algo. Y lo hice-. Creo que había un Sturmbarnnführer de las SS llamado Günther Rausch. Destinado al Grupo B en el verano de 1941. Debe de ser él en quien están pensando. Yo nunca gaseé a nadie. Ni siquiera a las chinches de mi cama.

– Pero fue usted quien sugirió a Arthur Nebe la idea de asesinatos en masa utilizando explosivos, ¿no? Usted mismo lo ha admitido.

– Aquello fue una broma.

– Un chiste muy poco divertido.

– Cuando se trata de volar a la gente no creo que nadie lo haya hecho mejor que ustedes -dije-. ¿A cuántas personas volaron en Hiroshima? ¿En Nagasaki? A un par de centenares de miles, y aún se siguen contando. Eso es lo que he leído. Tal vez Alemania inventó el proceso de llevar a cabo matanzas sistemáticas pero, desde luego, ustedes han sabido perfeccionarlo.

– ¿Visitó el Instituto de Tecnología Criminal en Berlín?

– Sí -respondí-. Iba allí a menudo, cuando trabajaba como detective. Para pruebas y resultados forenses.

– ¿Se reunió en alguna ocasión con un químico llamado Albert Wildmann?

– Sí. Me reuní con él. Varias veces.

– ¿Y con Hans Schmitt? ¿También del mismo instituto?

– Eso creo. ¿Adónde quiere ir a parar?

– ¿Acaso no regresó usted a Berlín por encargo de Arthur Nebe, y no para unirse a la Oficina de Crímenes de Guerra alemana, como nos dijo, sino para encontrarse con Wildmann y Schmitt para desarrollar su idea de los explosivos?

Negué con la cabeza, pero Silverman no me prestaba ninguna atención y yo comenzaba a sentir mayor respeto por sus habilidades en el interrogatorio.

– Y después de debatir esa idea en detalle, usted volvió a Smolensk acompañado por Wildmann y Schmitt, en septiembre de 1941.

– No. No es verdad. Como he dicho, creo que usted debe de confundirme con Günther Rausch.

– ¿No es verdad que usted llevó consigo una gran cantidad de dinamita? ¿Que la utilizó para colocar explosivos en una casamata rusa? ¿Que metió allí a casi un centenar de personas procedentes de un asilo mental de Minsk? ¿Y que después hizo detonar los explosivos? ¿No es eso lo que ocurrió?

– No. No es verdad. No tuve nada que ver con aquello.

– De acuerdo con los informes que hemos leído, las cabezas y los miembros de los muertos estaban dispersos en un radio de medio kilómetro. Los hombres de las SS estuvieron recogiendo partes de los cuerpos colgados en los árboles durante varios días.

Sacudí la cabeza.