– Cuando le hice aquel comentario a Nebe, sobre volar a los judíos con explosivos, nunca pensé que él llegaría a hacer algo así. Fue un sarcasmo; no una sugerencia. -Me encogí de hombros-. Claro que no sé por qué me sorprende tanto, después de todo lo que ocurrió después.
– Siempre creímos que fue Arthur Nebe el autor de la idea de las cámaras de gas móviles -dijo Silverman-. Así que quizá aquélla fue otra de sus bromas. Dígame, ¿visitó alguna vez esta dirección en Berlín, el número 4 de la Tiergartenstrasse?
– Era poli. Visitaba muchas direcciones que no recuerdo.
– Ésta era especial.
– La Compañía de Gas de Berlín estaba en otra parte, si es eso lo que quiere dar a entender.
– El número 4 de la Tiergartenstrasse era una finca judía confiscada -explicó Silverman-. Una oficina donde se planeó y administró el plan de eutanasia para los minusválidos alemanes.
– Entonces estoy seguro de que nunca estuve allí.
– Quizás oyó hablar de lo que pasaba allí y se lo mencionó a Nebe. Como una manera de darle las gracias por haberle sacado de Minsk.
– Por si acaso lo ha olvidado -señalé-, Nebe era jefe de la Kripo, y antes de eso, general en la Gestapo. Es muy probable que conociese a Wildmann y Schmitt por la misma razón que yo. Me atrevería a decir que él podría haberlo sabido todo de este lugar en Tiergartenstrasse. Pero yo no.
– Su relación con Waldemar Klingelhöfer -dijo Silverman-. Usted le ayudó mucho. Le dio consejos.
– Sí, intenté hacerlo.
– ¿De qué otra manera le ayudó?
Sacudí la cabeza.
– Por ejemplo, ¿le acompañó alguna vez a Moscú?
– No, nunca he estado en Moscú.
– No obstante, habla ruso casi tan bien como él.
– Lo aprendí más tarde. En el campo de trabajo.
– Así que, entre el 28 de septiembre y el 26 de octubre de 1941, dice que no estuvo con el Vorkommando Moscú de Klingelhofer, sino en Berlín.
– Sí.
– ¿Que no tiene nada que ver con los asesinatos de quinientos veintidós judíos durante ese tiempo?
– Nada que ver, no.
– Algunos de ellos eran criadores de armiños que no alcanzaron a cubrir la cuota de pieles que les exigía Klingelhofer.
– ¿Nunca mató a un criador de armiños judío, Günther?
– ¿Ni voló a unos cuantos en una casamata?
– No.
Los dos abogados guardaron silencio por un momento, como si se hubiesen quedado sin preguntas. El silencio no duró mucho.
– O sea, que no estaba en Moscú sino en un avión, volando a Berlín -dijo Silverman-. Un Junkers 52. ¿Algún testigo?
Lo pensé por un momento.
– Un tipo llamado Schulz. Erwin Schulz.
– Continúe.
– Él también era un oficial de las SS. Creo que Sturmbannführer. Pero antes había sido poli en Berlín. Y luego instructor de la Academia de Policía en Bremen. Después de aquello, algo en la Gestapo. Quizá también en Bremen. No lo recuerdo. No nos habíamos visto desde hacía más de diez años cuando coincidimos en aquel avión en Baranowicze.
»Me parece que era unos pocos años más joven que yo. No mucho. Creo que había estado en el ejército durante los últimos meses de la Gran Guerra. Y después en el Freikorps, cuando era estudiante en la Universidad de Berlín. Estudió Derecho, creo. Era alto, rubio con un bigote parecido al de Hitler, y con la tez muy morena. No presentaba muy buen aspecto cuando subió a aquel avión. Tenía unas bolsas muy grandes debajo de los ojos que parecían hematomas, como si le hubieran pegado.
«Bueno, pues nos reconocimos el uno al otro, y al cabo de unos momentos comenzamos a hablar. Le ofrecí un cigarrillo y advertí que su mano temblaba como una hoja. Tampoco podía mantener las piernas quietas. Parecía tener el mal de San Vito. Era una ruina nerviosa. Poco a poco quedó claro que regresaba a Berlín más o menos por la misma razón que yo. Porque habían dispuesto transferirlo.
»Schulz dijo que su unidad había estado operando en un lugar llamado Zhitomir. Que no era más que un agujero de mierda entre Kiev y Brest. Nadie en su sano juicio hubiese querido ir a Zhitomir. Tal vez por eso los jefazos de las SS, representados por el general Jeckeln en persona, habían establecido allí su cuartel general en Ucrania. Por lo que yo sabía, Jeckeln nunca había estado en su sano juicio. En cualquier caso, Schulz dijo que Jeckeln le había contado que todos los judíos de Zhitomir serían fusilados de inmediato. A Schulz no le preocupaban los hombres, pero tenía serios reparos respecto a las mujeres y los niños. A la mierda, dijo. Pero nadie le escuchaba. Las órdenes son órdenes, y él debía callarse la boca y acatarlas. Bueno, al parecer había muchos judíos en Zhitomir. Solo Dios sabe por qué. Después de todo, los popovs nunca les habían dado la bienvenida. El zar también los había odiado, y hubo pogromos en Zhitomir en 1905 y en 1919. Me refiero a que cualquiera hubiera podido creer que habrían captado el mensaje y se habrían largado a alguna otra parte. Pero no. Ni hablar. Había tres sinagogas en Zhitomir, y cuando se presentaron las SS había treinta mil judíos esperando por allí a ver qué pasaba. Y pasó.
»Según Schulz, el primer día que las SS llegaron allí colgaron al alcalde, o quizás era el juez local, que era judío, y a varios más. Luego fusilaron a cuatrocientos allí mismo, por una razón u otra. Les hicieron marchar fuera de la ciudad hasta un pozo, les obligaron a tumbarse unos encima de otros como sardinas, y los fusilaron por capas.
Bueno, Schulz creyó que con eso bastaría. Había hecho su parte y era suficiente. Me refiero a los cuatrocientos. Pero no, dijo, continuaron viniendo. Día tras día. Y los cuatrocientos judíos muy pronto se convirtieron en catorce mil.
»Después le dijeron a Schulz que también tendrían que fusilar a las mujeres y a los niños, y aquello fue la gota que colmó el vaso. A la mierda, pensó, no me importa si el Todopoderoso lo ha ordenado. No voy a matar mujeres y niños. Así que le escribió al jefe de personal del cuartel general de la RSHA. Al general Bruno Streckenbach. Solicitó un traslado. Y ésa fue la razón de que estuviese en aquel avión conmigo.
»Al parecer se cabrearon muchísimo con él. Sobre todo su comandante, Otto Rasch. Acusó a Schulz de ser débil y de fallarle a los suyos. Le preguntó a Schulz dónde estaba su sentido del deber, y todas esas estupideces. No es que a Schulz le sorprendiera. Me dijo que Rasch era uno de aquellos cabrones a quienes les gustaba asegurarse de que todos, incluidos los oficiales, hubiesen disparado al menos a un judío. De esa manera todos eran igual de culpables, supongo. Sólo que él tenía otra palabra para ellos: una de aquellas palabras compuestas que Himmler utilizó en Pretzsch. Una parte de sangre, creo que era.
»Schulz no sabía qué destino le aguardaba en Berlín. Se sentía nervioso y aprensivo. Supongo que esperaba que pasaran por alto su conducta y que le darían el visto bueno para volver a su trabajo como policía en Hamburgo o en Bremen. No estoy hecho para esta clase de cosas, dijo. No me interpretes mal, añadió. No me importan nada los judíos, pero a nadie se le puede pedir que haga este tipo de trabajo. A nadie. Tendrían que encontrar otra manera de hacerlo. En cualquier caso, eso es lo que me dijo a mí.
– Así que -intervino Earp-, ¿nos está diciendo que su coartada es otro criminal de guerra convicto?
– ¿Schulz fue convicto? No lo sabía.
– Se entregó en 1945 -continuó Earp-. Fue condenado en octubre de 1947 por crímenes contra la humanidad y sentenciado a veinte años. Se le conmutaron por una pena de quince años en 1951.
– ¿Está diciendo que está aquí, en Landsberg? Bueno, pues entonces él puede confirmar nuestra conversación en el vuelo de regreso a Berlín. Y que le dije lo mismo que le he dicho a usted. Que me enviaban de vuelta por negarme a matar judíos.