– Salió en libertad condicional en enero pasado -dijo Earp-. Mala suerte, Günther.
– No creo que hubiese servido como un testigo de mucho valor para usted -dijo Silverman-. Era general de las SS cuando se entregó.
– La razón por la que Bruno Streckenbach trató a Schulz con tanta consideración es obvia -puntualizó Earp-. Fue porque participó en la matanza de quince mil judíos antes de acabar asqueado de su trabajo. Es probable que Streckenbach considerase que Schulz había hecho más de lo que le correspondía en aquella carnicería.
– Supongo que también es por eso que ustedes le dejaron marchar -señalé.
– Ya le he dicho -manifestó Silverman-, que eso depende del Alto Comisionado. Y de las recomendaciones de la Junta de Libertad Condicional y Clemencia para Criminales de Guerra.
Sacudí la cabeza. Estaba cansado. Me habían estado mordiendo los talones durante todo el día como dos sabuesos profesionales. Tenía la sensación de estar atrapado en la copa de un árbol sin tener dónde escapar.
– ¿Alguna vez han considerado la posibilidad de que pueda estar contándoles la verdad? Y si no lo hiciera, quizá me sentiría tentado a rendirme y admitirlo todo sólo para quitármelos de encima. Por la manera en que conceden las libertades condicionales por aquí, tendría que ser el mismísimo Hideki Tojo para que me encerraran más de seis meses.
– Nos gusta que las cosas queden claras -dijo Silverman.
– Y usted tiene más hilos sueltos que el costurero de una vieja -añadió Earp.
– Así que, cuando acabemos con este trabajo, queremos estar seguros de que lo hicimos lo mejor que pudimos.
– El orgullo del trabajo bien hecho. Lo entiendo.
– Por lo tanto -dijo Silverman-, vamos a estudiar su historia. Indagaremos a fondo. A ver si aparecen liendres.
– De todas maneras eso no me convertirá en un piojo.
– Usted era de las SS -afirmó Silverman-. Y yo soy judío. Usted siempre será para mí un piojo, Günther.
9
Era fácil olvidar que estábamos en Alemania. Había una bandera de Estados Unidos en la sala principal y las cocinas -que parecían estar siempre en funcionamiento- servían una sencilla comida casera a sabiendas de que el hogar se hallaba a más de seis mil kilómetros de distancia. La mayoría de las voces que oíamos también eran americanas: voces fuertes y varoniles que te ordenaban en inglés que hicieras esto o aquello. Y, si no lo hacíamos deprisa, recibíamos un golpe con la porra o un puntapié en el trasero. Nadie se quejaba. Nadie nos hubiera hecho caso, salvo, quizás, el padre Morgenweiss. Los guardias eran policías militares, escogidos con toda intención por su enorme estatura. Resultaba difícil ver cómo Alemania podría haber soñado con ganar la guerra contra esta raza obviamente superior. Caminaban por los pasillos y rellanos de la prisión de Landsberg como pistoleros del OK Corral o boxeadores entrando en el cuadrilátero. Entre ellos tenían un trato cordiaclass="underline" eran corpulentos, con sonrisas impecables y risas resonantes, y se contaban a gritos chistes y los resultados de béisbol. Con nosotros, los internos, sin embargo, sólo mostraban rostros impenetrables y actitudes beligerantes. Parecían decirnos: que os folien, aunque tengáis vuestro propio gobierno federal, nosotros somos los amos en este país de parias.
Disponía de una celda para dos para mí solo. No era porque fuese un preso especial o porque aún no me hubiesen acusado de nada, sino porque la cárcel estaba medio vacía. Al parecer, cada semana soltaban a alguien. Pero, inmediatamente después de la guerra, Landsberg había estado llena de prisioneros. Los americanos también habían alojado aquí a los judíos desplazados de los campos de concentración de la cercana Kaufering, junto con destacados nazis y criminales de guerra; pero obligar a esos pobres y míseros judíos a vestir uniformes de las SS había demostrado una falta de sensibilidad que rayaba en lo cómico. No es que los americanos fuesen capaces de ver el lado cómico de cualquier cosa con frecuencia.
Los judíos desplazados se habían marchado hacía mucho de Landsberg, a Israel, Gran Bretaña y Estados Unidos, pero el patíbulo continuaba allí, y de vez en cuando los guardias lo probaban sólo para asegurarse de que todo funcionaba bien. Eran así de concienzudos. Nadie creía de verdad que el gobierno federal alemán fuese a restablecer la pena de muerte; claro que nadie creía tampoco que a los americanos les importase un pimiento lo que el gobierno alemán pensase respecto a cualquier cosa. Desde luego, no les importaba en absoluto asustar a los prisioneros, porque, al mismo tiempo que hacían pruebas con el patíbulo, organizaban ensayos del siniestro procedimiento de ejecución con algún prisionero voluntario que ocupaba el lugar del condenado. Estos ensayos mensuales se celebraban en viernes, porque según una vieja tradición de Landsberg el viernes era el día de las ejecuciones. Un pelotón de ocho policías militares marchaba solemne junto al condenado hasta el patio central y subía las escaleras hasta la plataforma donde estaba instalado el patíbulo, y allí colocaban una capucha sobre la cabeza del hombre y un nudo corredizo alrededor de su cuello; el director de la prisión leía la sentencia de muerte mientras los policías militares permanecían en posición de firmes, simulando -y probablemente lo deseaban- como si todo fuera real. O, al menos, eso es lo que me lo contaron. Parecía razonable preguntarse por qué alguien, y mucho menos un oficial alemán, se podía presentar voluntario para representar ese papel; pero, como sucedía con todo lo demás en Alemania, los americanos conseguían siempre lo que querían ofreciendo más cigarrillos, chocolate y una copa de aguardiente. Y siempre era el mismo prisionero quien se ofrecía voluntario para subir hasta el patíbulo: Waldemar Klingelhöfer. Es posible que los americanos fueran un poco imprudentes al insistir en ello, puesto que Klingelhöfer ya había intentado abrirse las venas con un imperdible; claro que no sirve de nada pretender utilizar un rebaño entero cuando sólo dispones de una oveja.
No era el sentimiento de culpa por matar judíos lo que había llevado a Klingelhöfer a intentar suicidarse y ofrecerse como voluntario para los ensayos de ejecución: se sentía culpable de haber traicionado a otro oficial de las SS, Erich Naumann. Naumann le escribió una carta en la que le daba instrucciones sobre lo que debía confesar a sus interrogadores y le recordaba que no había informes de las actividades del Grupo de Trabajo B, que él mismo había comandado después de Nebe; pero este consejo reveló también la auténtica dimensión de la criminalidad de Naumann en Minsk y Smolensk. Klingelhöfer, que estaba profundamente desconcertado por el hundimiento del Reich, entregó la carta de Naumann a los americanos, y éstos la presentaron como prueba en el juicio contra los Einsatzgruppen celebrado en 1948. La carta sirvió para condenar a Naumann y lo envió al patíbulo en junio de 1951.
La consecuencia de todo ello fue que ninguno de los demás prisioneros le dirigía la palabra a Klingelhöfer. Nadie excepto yo. También era probable que nadie hubiera hablado conmigo de no haber sido por el hecho de que era el único que estaba siendo interrogado por los americanos. Esto ponía muy nerviosos a algunos de mis antiguos camaradas, y un día dos de ellos me siguieron fuera de la sala donde comíamos, jugábamos a las cartas y escuchábamos la radio, hasta al patio.
– Capitán Günther. Por favor, nos gustaría tener una pequeña charla con usted.
Ernst Biberstein y Walter Haensch eran oficiales superiores de las SS y, como no se consideraban criminales sino prisioneros de guerra, persistían en el uso de los rangos militares. Biberstein, un Standartenführer, grado equivalente al de coronel, habló casi todo el tiempo, mientras que el joven Haensch, que era sólo teniente coronel, se limitaba sobre todo a asentir.