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– Han pasado varios años desde que me interrogaron los americanos -dijo Biberstein-. Creo que hace ya casi siete años. No hay duda de que las cosas han cambiado bastante desde entonces. Las circunstancias actuales son más positivas y esperanzadoras que antes.

– Los americanos ya no parecen dejarse llevar por su sentido de superioridad moral y su deseo de retribución -añadió Haensch sin ninguna necesidad.

– No obstante -continuó Biberstein-, es importante tener cuidado con lo que se les dice. Durante los interrogatorios, a veces se comportan de manera campechana y tratan de presentarse como amigos, cuando en realidad son todo lo contrario. No estoy seguro de si conoció usted a nuestro difunto y recordado camarada Otto Ohlendorf, pero durante mucho tiempo fue muy útil para los americanos. Les proporcionó información sin límites, en la errónea creencia de que con ello conseguiría obtener un trato de favor y, tal vez, la libertad. Sin embargo, cuando comprendió su error ya era demasiado tarde. Después de testificar contra el general Kaltenbrunner en Nuremberg, con lo cual lo envió a la muerte, descubrió que su locuacidad sólo sirvió para que lo llevasen al patíbulo a él también.

Biberstein tenía un rostro pensativo, la frente despejada y una expresión escéptica en la boca. Había algo del payaso serio en éclass="underline" la figura autoritaria, el hombre recto de rostro blanco cuyos agrios diptongos y manera de hablar me recordaban que, antes de unirse a las SS y el SD, había sido un ministro luterano en una ciudad rural del norte donde no parecía importar que el pastor fuese un veterano del partido nazi. Probablemente tampoco les habría importado que mandase un comando asesino en Rusia antes de ser ascendido y de desempeñar un alto cargo de la Gestapo en el sur de Polonia. Muchos luteranos habían visto a Hitler como el legítimo heredero de Lutero. Quizá lo era. No creo que Lutero me hubiese gustado mucho más que Hitler. O Biberstein.

– No me gustaría que usted cometiera el mismo error que Otto -dijo Biberstein-. Así que me voy a permitir darle un consejo. Si no puede recordar algo, no tiene por qué decirlo. No importa que pueda sonar falso o que le pueda hacer parecer culpable. Cuando tenga cualquier duda, contésteles que todo eso ocurrió hace quince años y que no puede recordarlo.

– Hablo por mí mismo -dijo Haensch-, siempre he mantenido que cualquier prisionero tiene derecho a guardar silencio. Es un principio legal reconocido y respetado en todo el mundo civilizado. Y en particular en los Estados Unidos de América. Yo mismo fui abogado en Hirschfelde antes de unirme a la RSHA, y puede creer que no hay ningún tribunal en el mundo occidental que pueda obligar a un hombre a testificar contra sí mismo.

– Consiguieron condenarle a usted, ¿no?

– Fui condenado por error -insistió Haensch, que tenía un rostro de abogado baboso que hacía juego con sus modales de abogado babosos y con su babosa forma de dar la mano-. Heydrich no me ordenó ir a Rusia hasta marzo de 1942, y por aquel entonces el Grupo C ya había cumplido su misión. Para decirlo bien claro, ya no quedaban judíos que matar. Sin embargo, esto no tiene nada que ver con el asunto. Como dice Biberstein, ocurrió hace casi quince años. No se le puede pedir a nadie que recuerde las cosas que ocurrieron entonces.

Se quitó las gafas, las limpió y añadió con exasperación:

– Además, era la guerra. Estábamos luchando por nuestra propia supervivencia como raza. En la guerra ocurren cosas que después lamentamos en la paz. Es natural. Pero los americanos tampoco fueron unos santos durante la guerra. Pregúntele a Peiper. Pregúntele a Dietrich. Todos se lo dirán. No fueron sólo las SS las que fusilaban a los prisioneros; los americanos también lo hicieron. Por no hablar del sistemático maltrato a los prisioneros de guerra de Malmédy, que han ocurrido aquí y en otras prisiones.

Haensch se movió, nervioso. Tenía el tipo de facciones débiles y sin personalidad típicas de algunos criminales de guerra y asesinos de masas. No es que los americanos mirasen a Haensch con más desagrado que a cualquier otro. Esta distinción particular estaba reservada a Sepp Dietrich, Jochen Peiper y los ejecutores de la llamada masacre de Malmédy.

– Recuerde esto -dijo Biberstein-. No carecemos de amigos en el exterior. No debe creer que está usted solo. El doctor Rudolph Aschenauer ha defendido a centenares de nuestros viejos camaradas, incluido Walter Funk, nuestro antiguo ministro de Economía. Es un excelente abogado. Además de ser un antiguo miembro del partido también es un devoto creyente católico. No estoy muy seguro de cuál es su adscripción religiosa, capitán Günther, pero no se puede negar que en esta parte del país, los católicos llevan la voz cantante. El obispo católico de Múnich, Johannes Neuhäusler, y el cardenal de Colonia, Joseph Frings, son activos defensores de nuestra causa. Pero también lo es el obispo evangélico de Baviera, Hans Meiser. En otras palabras, quizá le convendría reencontrarse con su fe cristiana, dado que ambas iglesias apoyan al comité de ayuda eclesiástica a los prisioneros.

– Yo he contado también con el apoyo personal del obispo evangélico de Württemberg, Theo Wurm -manifestó Haensch-. Como también lo ha tenido nuestro camarada Martin Sandberger. Y no tiene por qué preocuparse del pago de su defensa. El comité se hará cargo de todos los gastos de su equipo legal. Y el comité cuenta incluso con el respaldo de unos cuantos senadores y congresistas norteamericanos.

– Así es -afirmó Biberstein-. Son hombres que no ocultan su oposición a las ideas de venganza inspiradas por los judíos. -Se volvió por un momento y movió la mano en un gesto despectivo hacia los muros de ladrillo de la prisión-. De las que todo esto forma parte, por supuesto. Tenernos encerrados aquí va contra todas las normas de las leyes internacionales.

– Lo importante es que todos debemos mantenernos unidos -dijo Haensch-. Lo último que debemos hacer es alimentar especulaciones innecesarias sobre lo que algunos de nosotros hicimos o dejamos de hacer. ¿Lo entiende? Eso sólo complicaría las cosas.

– En otras palabras, sería deseable, capitán Günther, que sus declaraciones a los americanos se limitasen a cuestiones que le afecten sólo a usted mismo.

– Ahora lo entiendo, y yo que me pensaba que en realidad lo que más les preocupaba a ustedes era mi bienestar.

– Oh, y así es -afirmó Haensch-. Mi querido amigo, así es.

– Tienen una gran montaña de patatas calientes en las oficinas de la Junta de Libertad Condicional y Clemencia -dije-, y no quieren que alguien como yo la tire abajo.

– Como es natural, queremos salir de aquí -añadió Haensch-. Algunos de nosotros tenemos familia.

– No es sólo por nosotros que nos deben poner pronto en libertad -manifestó Biberstein-. Es por el bien de Alemania que debemos trazar una línea entre lo que ocurrió y lo que debemos hacer de aquí en adelante. Sólo entonces, cuando el último prisionero de guerra haya salido de aquí y de Rusia, podremos los alemanes hacer planes para el futuro.

– No es sólo por el interés de los alemanes -añadió Haensch-. Es también del mayor interés para los norteamericanos y los británicos restablecer las buenas relaciones con un gobierno alemán de plena soberanía, para enfrentarnos adecuadamente al verdadero enemigo ideológico.

– ¿No creen que ya hemos matado a bastantes rusos? -pregunté-. Stalin está muerto. La guerra de Corea ha acabado.

– Nadie habla de matar a nadie -insistió Biberstein-. Pero todavía estamos en guerra con los comunistas, le guste o no. Es una guerra fría, es cierto, pero de todas maneras es una guerra. Mire, no sé lo que hizo usted durante la guerra y no quiero saberlo. Ninguno de nosotros quiere saberlo. Aquí nadie habla de lo que ocurrió entonces. Lo importante es recordar que todos los hombres en esta prisión estamos de acuerdo en una cosa: que ninguno de nosotros es o fue responsable criminal de sus actos o de los que cometieron sus hombres, porque todos nosotros cumplíamos órdenes. Fuesen cuales fuesen nuestros sentimientos y nuestras dudas personales ante el odioso trabajo que debíamos hacer, se trataba de órdenes del Führer y era imposible desobedecerlas. Si nos ceñimos a esta historia, seguro que todos nosotros saldremos de este lugar antes de que acabe la década.