– Y, con un poco de suerte, quizá mucho antes -añadió Haensch.
Asentí, lo cual era engañoso porque podía hacerles creer que me importaba lo que les pudiese ocurrir a cualquiera de ellos. Asentí porque no quería tener problemas, y el hecho de que fueran convictos no impedía que me pudiesen causar algunos problemas. A los americanos no les hubiese importado en absoluto. A diferencia de la Junta de Libertad Condicional y Clemencia, la mayoría de los policías militares de Landsberg eran de la opinión que todos merecíamos ser ahorcados; y con toda probabilidad tenían razón. Pero la auténtica razón por la que asentí fue que estaba cansado de no caerle bien a nadie, incluyéndome a mí mismo. Eso está bien cuando puedes ahogar tus sentimientos en unos cuantos litros de alcohol, pero los bares de las prisiones nunca abren, sobre todo cuando necesitas un trago tal como yo lo necesitaba en ese momento. La vida en la mayoría de las prisiones sería más llevadera con una ración diaria de licor, como en la Royal Navy. No es una teoría penal con la que Jeremy Bentham podría estar de acuerdo, pero es una verdad como un templo.
Me habría ido muy bien poder tomarme una copa por la noche, justo antes de irme a la cama. Quizá fuera por tener que revivir el verano de 1941 y hablar de ello, pero mientras estuve en Landsberg el sueño me daba poco respiro de las preocupaciones del mundo. A menudo me despertaba en la sombría penumbra de mi celda, bañado en sudor después de haber tenido una horrible pesadilla. La mayoría de veces se trataba del mismo sueño. La tierra se movía de una forma extraña bajo mis pies, pero no revuelta por un animal invisible, sino por alguna fuerza elemental subterránea y oscura. Mientras yo observaba con atención, veía la tierra negra moverse de nuevo, y la cabeza sin ojos y las manos como patas de araña de algún Lázaro asesinado surgían de entre sus propios gases corporales y aparecían en la misteriosa superficie. Delgada y blanca como una pipa de arcilla, esa criatura desnuda levantaba el trasero, el pecho y, por último, su cráneo, moviéndose hacia atrás y de forma antinatural, como una marioneta caída tratando de acomodar sus miembros, hasta que al final se quedaba arrodillada delante de una nube de humo que se deshacía repentinamente, succionada por el cañón de la pistola que yo sostenía con mano firme.
10
Es una de las pequeñas bromas de la vida: a veces, cuando crees que las cosas no pueden ir a peor, lo hacen. Debí haberme quedado dormido de nuevo, y por un momento creí que sólo se trataba de otro mal sueño. Sentí que varios pares de manos me agarraban, me ponían boca abajo y me arrancaban la chaqueta del pijama; y a continuación me encapuchaban y esposaban al mismo tiempo. Cuando las esposas mordieron mis muñecas, grité de dolor y recibí un golpe en la cabeza.
– ¡Silencio! -ordenó una voz, era una voz americana-. O recibirás otro.
Las manos, protegidas por guantes de goma, me pusieron de pie. Alguien me bajó los pantalones del pijama y fui arrastrado y obligado a caminar fuera de mi celda, a lo largo del pasillo y escaleras abajo. Salimos al exterior por un momento y cruzamos el patio. Se abrieron y cerraron varias puertas detrás de nosotros y no tardé en perder la noción de dónde estaba, más allá del hecho evidente de que aún me encontraba entre los muros de Landsberg. Sentí que una mano empujaba hacia abajo mi cabeza encapuchada.
– Siéntese -dijo una voz.
Me senté, y todo hubiese ido bien si hubiera habido una silla. Oí varias sonoras carcajadas mientras yacía transido de dolor en el suelo de piedra.
– ¿Se le ocurrió a usted solito? -pregunté-. ¿O sacó la idea de alguna película?
– Le he dicho que se calle. -Alguien me dio un puntapié en la rabadilla, no tan fuerte como para causar daño, pero lo suficiente para hacerme callar-. Hable sólo cuando le pregunten.
Otras manos me levantaron y me hicieron sentar, y esta vez sí que había una silla.
Luego oí muchas pisadas que salían de la habitación y una puerta que se cerraba pero que sin que echaran la llave. Me habría parecido estar solo de no ser por el hecho de que olía el humo de un cigarrillo. Habría pedido uno para mí si hubiera creído que podía fumar con una capucha en la cabeza. Por eso, y por la probabilidad de que me diesen de puntapiés o me golpeasen de nuevo, decidí permanecer callado, diciéndome a mí mismo que, a pesar de sus amenazas, esto sería lo contrario a lo que ellos esperaban. A menos que vayas a colocar a un hombre en la trampilla del patíbulo para colgarlo, cuando lo encapuchas lo haces por una única razón: para ayudar a ablandarlo y hacer que hable. El único problema era que no podía imaginar qué querían que les dijese que no les hubiese dicho ya.
Pasaron unos diez minutos. Quizá más, o probablemente menos. El tiempo comienza a expandirse cuando te quitan la luz. Cerré los ojos. De esta manera, era yo quien tenía el control y no ellos. Ahora, aunque me quitaran la capucha no vería nada. Respiré hondo y solté el aire tan lentamente como pude, en un intento de contener mi miedo. Me dije a mí mismo que había estado en situaciones más difíciles. Después del fango de Amiens en 1918, esto era fácil. Ni siquiera había obuses estallando por encima de mi cabeza. Todavía conservaba los cuatro miembros y las pelotas. Una capucha no era nada. Querían que no viese nada, y por mí ya estaba bien así. Había pasado por días oscuros y sin visión antes. No hubo nada más negro que Amiens. El «día negro del ejército alemán», lo había llamado Ludendorff, y no sin justificación. ¿De qué otra manera puedes llamarlo cuando te enfrentas a cuatrocientos cincuenta tanques y a trece divisiones del ANZAC. [1] Y siguieron llegando más durante todo el día.
Oí el rascar de una cerilla y olí el humo de otro cigarrillo. ¿Un fumador en serie? ¿O había alguien más? Respiré hondo e intenté aspirar un poco de humo con mis propios pulmones. Tabaco americano, eso quedaba claro por el olor dulce. Probablemente le ponían azúcar, de la misma manera que le echaban azúcar a casi todo: al café, el licor, la fruta fresca. Quizá le ponían azúcar a sus esposas, y, si los hombres servían de ejemplo, también ellos necesitaban un poco de dulzura.
No mucho después de mi llegada a Landsberg, Hermann Priess, el antiguo comandante de las tropas de las SS en Malmédy durante la batalla de las Ardenas, me había hablado de esta clase de maltratos a manos de los americanos. Antes de ser juzgados por el asesinato de noventa soldados americanos, Priess, Peiper y otros setenta y cuatro hombres habían sido encapuchados, golpeados y obligados a firmar confesiones. Aquel incidente había causado mucho revuelo en la Corte Internacional de Justicia y en el Senado norteamericano. Dado que aún no me habían pegado, tal vez sería prematuro afirmar que los militares americanos eran incapaces de aprender una lección de derechos humanos pero de momento, debajo de mi capucha, no estaba conteniendo el aliento.
– Le felicito, Günther. Es lo máximo que alguien ha aguantado con la boca cerrada bajo una capucha aquí dentro.
El hombre hablaba alemán muy bien, pero yo estaba seguro de que no se trataba de Silverman o Earp.
Por el momento mantuve la boca cerrada. De todas maneras, ¿qué tendría que decir? Es lo importante de ser interrogado: siempre sabes que en algún momento alguien acabará por hacerte una pregunta.
– He estado leyendo las notas del caso -añadió la voz-. Las notas de su caso. Las que han tomado Silverman y Earp. Por cierto, no se reunirán con nosotros durante el resto de su interrogatorio. No aprueban nuestra manera de hacer las cosas.