– ¿Qué pasa? -Me senté con un gemido de dolor.
– Estoy muy asustada -respondió.
– ¿De qué estás asustada?
– Tú sabes lo que me harán si me encuentran.
– ¿La policía?
Su asentimiento se convirtió en un temblor.
– ¿Entonces qué quieres de mí? ¿Qué te cuente un cuento? Escucha, Mel, mañana por la mañana te llevaré a Santiago, iremos a mi lancha y por la noche estarás sana y salva en Haití, ¿de acuerdo? Pero ahora estoy intentando dormir. Sólo que el colchón es un poco demasiado blando para mí. Así que, si no te importa.
– Por curioso que parezca -dijo ella-, no me importa. La cama es muy cómoda. Y hay sitio para los dos.
Era muy cierto. La cama era tan grande como una granja pequeña con una sola cabra. Estoy muy seguro sobre la cabra por la manera como ella me cogió de la mano y me guió al lecho. Había algo erótico y atractivo al respecto; o quizás era el hecho de que ella había dejado la sábana en el suelo. Era una noche calurosa, por supuesto, pero aquello no me preocupaba. Puedo pensar mejor cuando estoy desnudo, como estaba ella. Intenté imaginarme a mí mismo dormido en aquella cama, sólo que no funcionó; porque ahora había visto lo que ella había mostrado en la ventana y estaba dispuesto a apretar mi nariz contra el cristal para mirar mejor. No es que ella me desease. Nunca he conseguido entender porque una mujer quiere a un hombre, no cuando las mujeres tienen el aspecto que tienen. Ella era joven, estaba asustada y sola, y quería que alguien -probablemente cualquiera le hubiese servido- la abrazase y la hiciese sentir como si ella le importase algo al mundo. Algunas veces yo también me siento de esa manera: naces solo y mueres solo, y el resto del tiempo estás librado a tu suerte.
Cuando llegamos a Santiago al día siguiente, la orquídea negra de su cabeza había estado descansando en mi hombro a lo largo de casi ciento sesenta kilómetros. Nos estábamos comportando como cualquier pareja joven que se estuviera cortejando, pero uno de nosotros tenía más del doble de la edad que el otro, que era un asesino. Quizás esto último era injusto. Melba no era la única de los dos que había apretado el gatillo contra alguien. Yo también tenía algo de experiencia en el asesinato. En realidad mucha experiencia, sólo que no tenía muchas ganas de decírselo. Intentaba mantener mis pensamientos en lo que teníamos por delante. Algunas veces el futuro parece oscuro y amenazador, pero el pasado es incluso peor. Sobre todo mi pasado. Pero ahora era el presente peligro de la policía de Santiago el que me preocupaba. Tenían la reputación, probablemente bien merecida, de ser brutales. Era fácil de explicar, tras el verídico comentario de doña Marina de que todas las revoluciones cubanas comenzaban en Santiago.
Era imposible imaginar qué otra cosa podía comenzar allí. Un comienzo implica actividad, movimiento, o incluso trabajo, y no había muchas señales de ninguno de estos fatigosos adjetivos en las somnolientas calles de Santiago. Las escaleras permanecían apoyadas, inservibles y solitarias, las carretillas descansaban sin que nadie las empujara, los caballos esperaban pacientes, las barcas cabeceaban en la bahía y las redes de pesca se secaban al sol. Las únicas personas que parecían estar trabajando eran los polis, si es que se podía llamar trabajo a aquello. Aparcados a la sombra de los edificios color pastel de la ciudad, permanecían sentados fumando cigarrillos y esperando que las cosas se enfriasen o calentasen, según cómo se mire. Lo más probable es que hiciese demasiado calor y sol para que hubiese follones. El cielo era demasiado azul y los coches demasiado brillantes; el mar se parecía demasiado al cristal y las hojas de los bananeros se veían demasiado lustrosas; las estatuas eran demasiado blancas y las sombras demasiado cortas. Hasta los cocoteros llevaban gafas de sol.
Después de un par de giros equivocados vi la carbonera de Cinco Reales, que era la señal para encontrar mi camino alrededor del barrio de astilleros, grúas, muelles, pontones, diques secos y gradas que acogía a la flotilla de barcas en la bahía de Santiago. Emprendí la bajada por una empinada colina de adoquines y seguí por una calle angosta. Los soportes de los cables de los tranvías, que ya no funcionaban, colgaban sobre nuestras cabezas como el aparejo de un velero que hubiera zarpado tiempo atrás sin él. Me subí a la acera frente a unas puertas abiertas y miré al interior del depósito de embarcaciones. Un hombre barbudo y curtido por los elementos, vestido con pantalón corto y sandalias, maniobraba una lancha que colgaba de una grúa vieja. No me importó que la embarcación golpeara contra la pared del muelle y cayera al agua como una pastilla de jabón. Claro que no era la mía.
Salimos del Chevy. Cogí la maleta de Melba del maletero y la llevé al patio, pasando con cuidado alrededor o por encima de botes de pintura, cubos, rollos de cuerda y mangueras, trozos de madera, neumáticos viejos y botes de aceite. El despacho en la pequeña caseta de madera que había al fondo mostraba el mismo desorden que el patio. Mendy no ganaría nunca el Sello de Aprobación de la Buena Ama de Casa ni por azar, pero entendía de barcos y, dado que yo apenas si sabía algo de ellos, me parecía muy bien.
Una vez, hacía mucho, Mendy había sido blanco. Pero una vida en y junto al mar había proporcionado a la parte de su rostro que no estaba cubierta por una barba canosa el color y la textura de un viejo guante de béisbol. Parecía salir de la hamaca de algún barco pirata, rumbo a la isla de La Española, con una bocina en una mano y una botella de ron en la otra. Acabó lo que estaba haciendo y no pareció advertir mi presencia hasta que la grúa se apartó e, incluso entonces, se limitó a decir:
– Señor Hausner.
Le respondí con un gesto.
– Mendy.
Sacó un puro a medio fumar del bolsillo de la sucia camisa, se lo metió en un espacio entre la barba y el bigote y dedicó los minutos siguientes, mientras hablábamos, a palparse buscando el mechero.
– Mendy, ella es la señorita Marrero. Vendrá en el barco conmigo. Le dije que no era más que una vieja barca de pesca, pero ella y su maleta parecen hacerse ilusiones de que vamos a navegar en el Queen Mary.
La mirada de Mendy se movió entre Melba y yo como si estuviera presenciando un partido de tenis de mesa. Después le dedicó una sonrisa y dijo:
– Pero ella tiene toda la razón, señor Hausner. La primera regla cuando se sale al mar es estar preparado para absolutamente nada.
– Gracias -dijo Melba-. Es lo que le dije.
Mendy me miró y sacudió la cabeza.
– Está claro que usted no entiende nada de mujeres, señor.
– Casi tanto como de barcos.
Mendy se rió.
– Por su bien, espero que sea algo más que eso.
Nos precedió fuera del taller y bajamos hasta el pontón en forma de ele donde estaba amarrada una lancha de madera. Subimos a bordo y nos sentamos. Mendy puso el motor en marcha y nos condujo hacia la bahía. Cinco minutos más tarde estábamos amarrados junto a un barco de pesca de doce metros de eslora.
La Guajaba era angosta, con una popa ancha, un puente y tres compartimientos. Tenía dos motores Chrysler, cada uno de noventa caballos, que le permitían alcanzar una velocidad de unos nueve nudos. Eso era más o menos todo lo que sabía de la barca, salvo dónde guardaba el brandy y las copas. Se las había ganado en una partida de backgammon a un americano que era propietario del bar Bimini, en la calle Obispo. Con el depósito de combustible lleno, La Guajaba podía navegar unas quinientas millas, y había menos de la mitad de esa distancia hasta Port-au-Prince. Había utilizado el barco unas tres veces en el mismo número de años, y con lo que ignoraba sobre embarcaciones podría llenar varios almanaques náuticos, probablemente todos. Pero sabía cómo utilizar la brújula, y suponía que lo único que necesitaba era poner proa al este y luego, de acuerdo con el principio de navegación de Thor Heyerdahl, seguir navegando hasta que chocásemos contra algo. No imaginaba contra qué podíamos chocar que no fuese la isla de La Española; después de todo, había más de setenta y seis mil kilómetros cuadrados para apuntar.