– ¿Hay alguien más a bordo?
– Hay una amiga mía en el compartimiento de proa -respondí-. Está durmiendo. Sola. El último marinero americano que vimos por aquí fue Popeye.
El oficial esbozó una sonrisa seca y se balanceó un poco sobre la planta de los pies.
– ¿Le importa si echamos una vistazo?
– No me importa en absoluto. Pero permítame ver si mi amiga está vestida para recibir visitas.
Asintió y yo fui bajo cubierta. En la cabina, que olía a humedad, había un armario, una alacena pequeña y una litera doble, donde estaba Melba, tapada con una manta hasta el cuello. Debajo aún llevaba el bikini y me prometí a mí mismo echar el ancla cuando se marchasen los americanos para ayudarla a quitárselo. No hay nada como el aire marino para abrirle a uno el apetito.
– ¿Qué está pasando? -preguntó temerosa-. ¿Qué quieren?
– Unos marineros yanquis han robado una embarcación en Caimanera -expliqué-. Los están buscando. No creo que haya nada que deba preocuparnos.
Ella puso los ojos en blanco.
– Caimanera. Sí, me imagino lo que estaban haciendo allí, los muy cerdos. Casi todos los hoteles de Caimanera son prostíbulos. Las casas tienen incluso nombres tan patrióticos como el Hotel Roosevelt. Los muy hijos de puta.
Quizá tendría que haberme preguntado cómo lo sabía, pero estaba más preocupado por satisfacer la curiosidad de los americanos que por saber cómo satisfacían sus deseos sexuales.
– Es lo que Eisenhower llama el efecto dominó. Cuando unos tipos tumban a otros les gusta hacer grandes espavientos. -Señalé con el pulgar la puerta de la cabina-. Mira, están ahí fuera. Sólo quieren comprobar que sus hombres no estén escondidos debajo de la cama o algo así. Les dije que podían hacerlo tan pronto como comprobase que estabas decente.
– Eso llevaría mucho más tiempo de lo que parecería razonable. -Se encogió de hombros-. Lo mejor será que les hagas entrar ahora mismo.
Subí a cubierta y los invité a bajar con un gesto.
Cruzaron la puerta de la cabina y se sonrojaron cuando vieron a Melba todavía en la cama. Si no lo hubiese disfrutado antes, quizá no hubiese advertido que el suboficial la volvió a mirar otra vez, sólo que en esta segunda ocasión lo hizo por la razón obvia de que ella salía en una foto en el mamparo de encima de su hamaca. Estos dos se habían visto antes. Estaba seguro, y también lo estaba él, y cuando los americanos volvieron a la cabina del timón, el suboficial se llevó al oficial aparte y le dijo algo en voz baja.
Cuando su conversación se hizo un poco más urgente quizá podría haber intervenido, de no haber sido por el hecho de que el oficial desabrochó la funda de la pistolera, cosa que me animó a ir a popa y sentarme en la silla del pescador. Creo que incluso le sonreí al hombre de la ametralladora, sólo que la silla del pescador se me antojaba demasiado parecida a una silla eléctrica, así que me moví de nuevo y me senté sobre el cajón del hielo, que tenía sitio para una tonelada de hielo. Intentaba mostrarme tranquilo. De haber habido pescado o hielo en el cajón, incluso podría haberme escondido junto a ellos. En cambio tomé otro trago de la botella e hice todo lo posible por mantener controlada la débil cuerda que sujetaba mis nervios. Pero no funcionaba. Los americanos me tenían bien enganchado, y me sentía como si estuviese saltando diez metros en el aire para intentar librarme del anzuelo.
El oficial volvió a popa y esta vez llevaba el Colt 45 en la mano. Lo llevaba amartillado. Todavía no me apuntaba. Sólo lo empuñaba para dejar clara una cosa: que no había lugar en el barco para la negociación.
– Me temo que debo pedirles a ustedes dos que me acompañen a Guantánamo, señor -dijo con mucha cortesía, como si no tuviese un arma en la mano y como si fuese un norteamericano auténtico.
Asentí sin prisas.
– ¿Puedo preguntar por qué?
– Recibirá todas las explicaciones cuando lleguemos a Gitmo -respondió.
– Si de verdad cree que es necesario.
Llamó a dos marineros para que subiesen a bordo de mi barco, y no estuvo mal que lo hiciese, porque ambos estaban entre la ametralladora y yo cuando oímos una detonación procedente del compartimiento de proa. Me levanté de un salto y en seguida pensé que sería mejor no volver a saltar otra vez.
– Vigílenle -gritó el oficial, y bajó a investigar, dejándome con dos Colt apuntándome a la barriga y la ametralladora del calibre 50 apuntando al lóbulo de mi oreja. Me senté de nuevo en la silla del pescador, que crujió como una sierra de cadena cuando me recliné hacia atrás y miré las estrellas. No necesitaba ser madame Blavatsky para adivinar que no auguraban nada bueno. No para Melba. Y probablemente tampoco para mí.
Tal como resultaron las cosas, las estrellas tampoco fueron propicias para el suboficial americano. Subió a cubierta tambaleándose, con aspecto de as de diamantes, o quizá de as de corazones. En el centro de su camisa blanca había una pequeña mancha roja que se hacía más grande cuando más la mirabas. Por un momento se tambaleó, como si estuviera borracho, y luego cayó sentado sobre el culo, como un saco de patatas. En cierto modo, tenía el mismo aspecto de cómo me sentía yo en ese momento.
– Me han disparado -dijo, en una pura redundancia.
2
Habían pasado varias horas. Habían llevado al marinero herido al hospital en Guantánamo, Melba estaba encerrada en una celda de la cárcel, y yo había relatado mi historia, dos veces. Tenía dos dolores de cabeza, pero sólo uno de ellos en el cráneo. Había tres personas en aquel húmedo despacho del edificio del maestro de armas de la US Navy. Maestro de armas es el término con que la Marina de los Estados Unidos designa a los marineros especializados en el mantenimiento de la ley y la custodia de los arrestados. Policías con uniforme de marinero. A los tres que habían escuchado mi relato no pareció gustarles mucho más la segunda vez. Movieron sus grandes culos en sus inadecuadas sillas, se quitaron pequeños hilillos y pelusas de sus inmaculados uniformes blancos y miraron los reflejos en las punteras de sus brillantes zapatos negros. Era como ser interrogado por una reunión del sindicato de ordenanzas de un hospital.
El edificio estaba en silencio, excepto por el zumbido de los tubos fluorescentes en el techo y el ruido de una máquina de escribir del mismo tamaño y color que el USS Missouri; y cada vez que respondía a una pregunta y el poli naval golpeaba las teclas de aquella cosa, era como el sonido de alguien -probablemente yo- a quien le cortaran el pelo con unas enormes tijeras muy afiladas.
Al otro lado de una pequeña ventana con rejas, el nuevo día se elevaba por encima del horizonte azul como un rastro de sangre. No era un buen augurio, y no sin razón, porque estaba claro que los americanos sospechaban que tenía una relación mucho más íntima con Melba Marrero y sus crímenes -en plural- de lo que yo admitía. Estaba claro que, como yo no era norteamericano y olía muy fuerte a ron, les resultaba relativamente fácil creerlo así.
Sobre la mesa de formica azul claro cubierta con quemaduras de cigarrillos color café, había varios expedientes y un par de armas con etiquetas en las guardas de los gatillos, como si estuviesen a la venta. Una de ellas era la pequeña pistola Beretta que Melba había utilizado para dispararle al suboficial de tercera clase; y la otra era una automática Colt que le habían robado a él varios meses antes y que había sido utilizada para asesinar al capitán Balart delante del Hotel Ambos Mundos en La Habana. Junto con los expedientes y las pistolas estaba mi pasaporte argentino azul y oro, y de vez en cuando el poli naval a cargo de mi interrogatorio lo recogía y pasaba las páginas como si no pudiese creer que alguien pudiera ir por la vida siendo un ciudadano de un país que no fuese Estados Unidos. Su nombre era capitán Mackay, y además de sus preguntas, tenía que enfrentarme a su aliento. Cada vez que acercaba su rostro cuadrado y con gafas al mío me veía envuelto en el agrio aroma de sus dientes podridos, y al cabo de un rato comencé a sentirme como algo masticado y digerido a medias dentro de sus intestinos yanquis.