Mackay dijo con desprecio mal disimulado:
– Esta historia suya, que nunca había oído hasta hace un par de días, no tiene sentido. Ningún sentido en absoluto. Usted dice que era la chica con la que se había liado; que le pidió venir con usted en su barco durante unas semanas. Y que eso explica la considerable suma de dinero que tenía usted.
– Correcto.
– Sin embargo dice que no sabe casi nada de ella.
– A mi edad es mejor no hacer demasiadas preguntas cuando una muchacha bonita acepta irse contigo.
Mackay esbozó una sonrisa. Tenía unos treinta años, demasiado joven para comprender el interés de un hombre mayor en las mujeres jóvenes. Llevaba una alianza en el dedo gordo, e imaginé a alguna muchacha saludable con una onda permanente y un bol debajo de su brazo regordete esperándole a que regresase a casa en el alojamiento para oficiales de alguna lúgubre base naval.
– ¿Quiere que le diga lo que creo? Creo que iba a la República Dominicana, para comprar armas destinadas a los rebeldes. El barco, el dinero, la muchacha, todo encaja.
– Oh, veo que le gusta la suma, capitán. Pero soy un empresario respetable. Tengo dinero. Tengo un bonito apartamento en La Habana. Tengo un empleo en un hotel casino. No soy el tipo de persona que trabaja para los comunistas. ¿La muchacha? No es más que una chica.
– Quizá. Pero ella asesinó a un policía cubano. Y ha estado a punto de asesinar a uno de los míos.
– Quizá. ¿Pero me ha visto usted disparar a alguien? Ni siquiera levanté la voz. En mi trabajo las muchachas -las muchachas como Melba- son un beneficio adicional. Lo que hacen en su tiempo libre no es… -hice una pausa y busqué la mejor frase en inglés-. No es asunto mío.
– Lo es desde que ella le disparó a un americano en su barco.
– Ni siquiera sabía que tuviera un arma. De haberlo sabido, la hubiese arrojado por la borda. Quizás a ella también. Y si hubiese tenido la más mínima idea de que era sospechosa del asesinato de un policía, nunca hubiese invitado a la señorita Marrero a venir conmigo.
– Déjeme que le diga algo de su amiga, señor Hausner. -Mackay contuvo un eructo, pero no lo bastante para mi comodidad. Se quitó las gafas y echó el aliento sobre ellas, y por milagro, no se rajaron-. Su nombre verdadero es María Antonia Tapanes, y era prostituta en una casa en Caimanera, y así es como llegó a robar un arma perteneciente al suboficial Marcus. Es por eso que él la reconoció cuando la vio en su barco. Tenemos la sospecha de que ella cometió el asesinato del capitán por orden de los rebeldes. Es más, estamos casi seguros.
– Me resulta difícil de creer. Ni una sola vez me habló de política. Parecía más interesada en pasárselo bien que en hacer la revolución.
El capitán abrió uno de los expedientes que tenía delante y lo empujó hacia mí.
– Es más o menos cierto que su amiguita ha sido comunista y rebelde desde hace tiempo. Verá, María Antonia Tapanes pasó tres meses en la cárcel nacional de mujeres en Guanajay por su intervención en la conspiración del domingo de Pascua de abril de 1953. Luego, en julio del año pasado, su hermano Juan Tapanes resultó muerto en el asalto al cuartel de Moncada dirigido por Fidel Castro. Muerto o ejecutado, no está claro. Cuando María salió de la cárcel y se enteró de la muerte de su hermano, fue a Caimanera y trabajó como prostituta para hacerse con un arma. Eso ocurre con frecuencia. Para ser sincero, bastantes de nuestros hombres utilizan sus armas como moneda para comprar sexo. Después se limitan a denunciar que les han robado el arma. En cualquier caso, la siguiente ocasión en que el arma apareció, se utilizó para matar al capitán Balart. También hubo testigos. Una mujer que responde a la descripción de María Tapanes le disparó en el rostro. Y después en la nuca, cuando yacía en el suelo. Quizá se lo tenía merecido. ¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Lo que sé es que el suboficial Marcus tiene suerte de estar con vida. Si ella hubiese utilizado el Colt en lugar de aquella pequeña Beretta, ahora estaría tan muerto como el capitán Balart.
– ¿Se recuperará?
– Vivirá.
– ¿Qué le pasará a ella?
– Tendremos que entregarla a la policía de La Habana.
– Imagino que eso era lo que más le preocupaba. La razón por la que le disparó al suboficial. Tuvo que dominarla el pánico. Saben lo que le harán, ¿verdad?
– No es tema de mi incumbencia.
– Quizá debería serlo. Tal vez ése es el problema que tienen ustedes en Cuba. Quizá si ustedes los americanos prestasen un poco más de atención a la clase de personas que gobiernan este país…
– Quizá debería preocuparle un poco más lo que le ocurra a usted.
Era el otro oficial quien hablaba ahora. No me habían dicho su nombre. Lo único que sabía de él era que la caspa le caía de la nuca cada vez que se rascaba. Tenía muchísima caspa. Incluso en las pestañas asomaban minúsculas escamas de piel.
– Supongo que no -dije-, ya no.
– ¿Cómo ha dicho? -El hombre de la caspa dejó de rascarse la cabeza y se examinó las uñas antes de mirarme con el entrecejo fruncido.
– Hemos estado con esto toda la noche -respondí-. No dejan de hacerme las mismas preguntas y continúo dando las mismas respuestas. Les he relatado mi historia. Pero ustedes dicen que no se la creen. Me parece muy justo. Puedo ver los agujeros que tiene. Y ustedes ya están aburridos de escucharla. Yo también. Todos estamos aburridos, sólo que no estoy dispuesto a cambiar mi historia por otra. ¿Qué sentido tendría? Si sonase mejor que la original la hubiese utilizado desde el principio. Por lo tanto, persiste el hecho de que no le veo ningún sentido a contarles otra. Y dado que no me interesa hacerlo, entonces quedan perdonados por pensar que en realidad no me importa si me creen o no, porque me parece que no puedo hacer nada al respecto para convencerles. De una manera u otra, ya han tomado sus decisiones. Es eso lo que ocurre con los polis. Créanme, lo sé, yo también fui poli. Y dado que ya no me importa si me creen o no, entonces me parece muy bien que ustedes lleguen a la conclusión de que no me importa un pimiento lo que me pase. Bueno, quizá si o quizá no, pero eso es algo que yo sé y que ustedes deben decidir por ustedes mismos, caballeros.
El poli casposo se rascó un poco más, y la habitación pareció convertirse en uno de esos paisajes nevados dentro de una bola de cristal.
– Habla mucho, señor, para ser alguien que dice tan poco.
– Lo sé, pero eso ayuda a mantener los nudillos de hierro lejos de mi cara.
– Lo dudo -dijo el capitán Mackay-. Lo dudo mucho.
– Lo sé. Ya no soy tan guapo. Sólo que eso debería hacer más fácil que me creyeran. Han visto a la muchacha. Se la pone tiesa a todos los marineros. Me sentía agradecido. ¿Cuál es la expresión que tienen ustedes en inglés? ¿A caballo regalado no le mires los dientes? Y ya que estamos en ello, usted tampoco debería hacerlo, capitán. No tiene nada contra mí y sí mucho contra ella. Usted sabe que ella le disparó al suboficial. Es obvio. La cosa sólo comienza a complicarse cuando usted intenta vincularme a alguna especie de conspiración rebelde. ¿Yo? Yo sólo esperaba pasar unas bonitas vacaciones con mucho sexo. Llevaba bastante dinero porque pensaba comprarme un barco más grande, y no hay ninguna ley que lo impida. Como ya le he dicho, tengo un buen trabajo. En el Hotel Nacional. Tengo un bonito apartamento en el Malecón, en La Habana. Conduzco un Chevy nuevo. ¿Por qué iba a renunciar a todo eso por Karl Marx y Fidel Castro? Usted me dice que Melba, o María, o como se llame, es comunista. No lo sabía, quizá debería habérselo preguntado, sólo que prefiero decir guarradas cuando estoy en la cama que hablar de política. Si ella quiere ir por ahí disparando a los polis y a los marineros americanos, entonces digo que debería ir a la cárcel.