Ed pareció impresionado.
– Qué grande es la tecnología. ¿Y?
– Hemos visto a una mujer en la cola del quiosco de comida italiana. Lo último que la víctima comió fue pasta. Llevaba una camiseta en la que ponía los violoncelistas no aflojamos la cuerda. La víctima tiene callos en los dedos. En el parque van a revisar los tíquets para comprobar si pagó la comida con alguna tarjeta de crédito. Estoy esperando a que vuelvan a telefonearme. Cruza los dedos.
Daniel echó un vistazo al titular que Corchran había enviado por fax esa mañana.
– ¿El periodista?
– Eso creemos. Si localizas a ese tal Jim Woolf, es posible que estuviera en el escenario antes de que nosotros llegáramos.
– ¿Cómo consiguió marcharse sin ser visto?
– Mi equipo estuvo allí ayer hasta pasadas las once de la noche y esta mañana ha vuelto. Entre las once y las seis ha habido un coche patrulla. Hemos encontrado huellas de zapatos en la carretera, a unos cuatrocientos metros de aquí. Supongo que el periodista aguardó a que todos nos hubiéramos marchado, bajó del árbol y se agazapó hasta que nos hubimos alejado esa distancia, y luego echó a correr.
– Junto a la carretera no hay nada que pudiera ocultarlo. Tuvo que reptar para conseguir escabullirse.
Ed apretó la mandíbula.
– Lo de reptar es muy propio de él. El tipo es una víbora. En ese artículo ha mencionado todo cuanto sabemos. Me han dicho que fuisteis juntos a la escuela.
El tono de Ed sonaba un poco acusatorio, como si Daniel fuera responsable de los actos de Jim Woolf.
– Mi apellido empieza por V y el suyo por W, así que siempre se sentaba detrás de mí. Entonces parecía agradable. Claro que, tal como ha observado Chase con gran perspicacia, debe de haber cambiado. Creo que estoy a punto de averiguar cuánto. -Señaló la pantalla de su ordenador-. Justo estaba buscando información sobre él. Trabajó como contable hasta que su padre murió hace un año y le dejó el Review. Jim es bastante nuevo en el mundo periodístico. A lo mejor podemos conseguir que hable.
– ¿Tienes una flauta? -preguntó Ed con acritud.
– ¿Por qué?
– ¿No es eso lo que usan los encantadores de serpientes?
Daniel hizo una mueca al imaginar la escena.
– Aborrezco las serpientes casi tanto como a los periodistas.
En el rostro de Ed se dibujó una amplia y afable sonrisa.
– Entonces esta tarde vas a pasarlo muy bien.
Dutton, lunes, 29 de enero, 14.15 horas.
– Son mil al mes -anunció la agente inmobiliaria con cierto brillo en la mirada, como si intuyera que acababa de cerrar un trato. Delia Anderson llevaba el pelo tan crespo que no habría podido despeinarla ni una explosión de dinamita-. El primer mes y el último tienen que abonarse al firmar el contrato.
Alex dio un vistazo a la casa de una planta. Resultaba acogedora, tenía dos dormitorios y una cocina en condiciones. Además, estaba a menos de una manzana de un parque muy agradable donde Hope podría jugar… si conseguían que soltara los colores.
– ¿Con todos los muebles?
Delia asintió.
– Incluido el órgano. -Era uno antiguo, de los que reproducían todos los instrumentos de la orquesta-. Puede mudarse mañana.
– Esta noche. -Alex miró los ojos de rapaz de la mujer-. Necesito mudarme esta noche.
Delia sonrió con cautela.
– Supongo que podremos arreglarlo.
– ¿Hay alguna alarma?
– Imagino que no. -Delia pareció inquietarse-. No, no hay ninguna alarma.
Alex frunció el entrecejo al acordarse de la advertencia de Vartanian justo antes de salir de la sala de reconocimiento del depósito de cadáveres. No le gustaban mucho las pistolas, pero el miedo motivaba lo suyo. Había intentado comprar una pistola en la sección de deportes de los almacenes en los que había adquirido los juguetes para las sesiones terapéuticas de Hope, pero el dependiente le había explicado que en Georgia no podía comprarse una pistola si no se era residente. Podía demostrar que lo era con un permiso de conducir expedido en Georgia. Y podía conseguir un permiso de conducir con un contrato de alquiler. «Solucionemos esto de una vez.»
Seguía siendo práctica.
– Ya que no hay alarma, ¿me permitirán tener un perro? -Los perros eran una maravilla a la hora de disuadir a un agresor. Arqueó una ceja-. La alarma costaría dinero al propietario. Si me permiten tener un perro, abonaré una derrama extraordinaria de seguridad.
Delia se mordió el labio.
– Uno pequeño, tal vez. Lo preguntaré a los propietarios.
Alex omitió la sonrisa.
– Hágalo. Si me permiten tener un perro, firmaré ahora mismo.
Delia salió con su móvil y al cabo de dos minutos regresó, de nuevo con su cautelosa sonrisa.
– Trato hecho, guapa. Ya tiene casa.
Dutton, lunes, 29 de enero, 16.15 horas.
Daniel se sentía como si fuera Clint Eastwood al avanzar por Main Street. A su paso las conversaciones se interrumpían y la gente se volvía a mirarlo. Solo le faltaban el poncho y la música inquietante. La semana anterior había estado en pompas fúnebres, en el cementerio y en la casa que sus padres poseían a las afueras de la ciudad. A excepción del funeral y del entierro, se las había arreglado para mantenerse alejado de las miradas ajenas.
Ahora en cambio miraba directamente a los ojos a todo aquel que lo observaba. La mayoría eran personas a quienes conocía, todas habían envejecido. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí. Hacía once años que se había peleado con su padre a causa de las fotografías y se había marchado de Dutton con intención de no volver; claro que emocionalmente había dejado la ciudad el día en que se marchó para estudiar en la universidad, siete años antes de aquello. En todos esos años había cambiado mucho.
Al contrario que Main Street. Pasó ante los curiosos ojos de quienes lo observaban a través de los cristales de la panadería, de la floristería y de la barbería. En el banco de la puerta de la barbería había sentados tres ancianos. Siempre había habido tres ancianos sentados en ese banco, que Daniel recordara. Cuando uno partía al más allá otro ocupaba su lugar. Daniel siempre se había preguntado si existiría una especie de lista de espera oficial para ocupar el banco, como la de las localidades para presenciar los partidos de los Bravos.
Le sorprendió que uno de los tres ancianos se levantara. No recordaba haber visto antes a ninguno que lo hiciera. Sin embargo, el hombre se puso en pie y se encorvó sobre su bastón mientras aguardaba a que Daniel se acercara.
– Daniel Vartanian.
Daniel reconoció la voz al instante y le pareció gracioso sorprenderse a sí mismo irguiendo la espalda al detenerse ante su antiguo profesor de lengua y literatura del instituto.
– Señor Grant.
Uno de los extremos del poblado bigote blanco del hombre se curvó hacia arriba.
– Así que te acuerdas de mí.
Daniel lo miró a los ojos.
– «No te envanezcas, Muerte; algunos te han llamado poderosa y temible, pero no eres así.»
Qué raro que esa fuera la primera cita que acudió a su mente. Daniel pensó en la mujer tendida en el depósito de cadáveres; seguía sin identificar y nadie había denunciado todavía su desaparición.
Tal vez no fuera tan raro.
El otro extremo del bigote de Grant se curvó hacia arriba y el hombre inclinó la cana cabeza a modo de saludo.
– John Donne. Creo recordar que era uno de tus favoritos.
– Ya no tanto. Supongo que he visto demasiados muertos.
– Imagino que sí, Daniel. Todos sentimos mucho lo de tus padres.
– Gracias. Para nosotros han sido momentos difíciles.