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– No. Esta chica ha vivido en mi casa durante cinco años, Kim. Me llamaba «papá».

No. Eso Alex no lo había hecho nunca. Lo llamaba «señor».

Ahora Bailey lloraba con amargura.

– Por favor, Kim, no nos hagas esto.

– No puedes llevártela. Ni siquiera es capaz de mirarte a la cara. -La voz de Craig era desesperada y sus palabras, del todo ciertas. Alex no era capaz de mirar a Kim, ni siquiera después de que hubiera cambiado de peinado. Era un bonito gesto, y Alex sabía que debía agradecer a Kim el sacrificio que había hecho. Pero Kim no podía cambiar sus ojos-. Te has cortado y teñido el pelo, pero sigues pareciéndote a Kathy. Cada vez que Alex te mira, ve a su madre en ti. ¿Es eso lo que quieres?

– Si se queda contigo, verá a su madre muerta en la sala de estar cada vez que baje la escalera -le espetó Kim-. ¿En qué estabas pensando cuando las dejaste solas?

– Tuve que marcharme a trabajar -gruñó Craig-. Así es como me gano el pan todos los días.

«Te odio. Ojalá te mueras.» Los gritos resonaban en su cabeza, fuertes, prolongados y airados. Alex agachó más la cabeza y Kim le acarició la nuca. «No me toques.» Trató de apartarse, pero Craig estaba demasiado cerca, así que permaneció inmóvil.

– A la mierda tú y tu trabajo -soltó Kim con amargura-. Dejaste a Kathy sola el peor día de su vida. Si te hubieras quedado en casa, ella seguiría viva y Alex no estaría aquí.

Las botas se aproximaron y Alex apartó más los pies.

– ¿Me estás diciendo que tuve yo la culpa? ¿Que yo fui el causante de que Kathy se suicidara? ¿Que yo hice que Alex se tomara un bote de pastillas? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

El silencio que siguió resultó tenso y Alex contuvo la respiración mientras aguardaba. Kim no lo negaba y Craig cerraba los puños con tanta fuerza como Alex.

Las puertas correderas se abrieron y se cerraron, y se oyeron más pasos sobre el suelo embaldosado.

– Kim, ¿hay algún problema?

Era el marido de Kim, Steve.

Alex dejó escapar el aire que había estado conteniendo. Steve era un hombre alto de rostro afable. A él Alex sí que podía mirarlo, pero no en ese momento.

– No lo sé. -A Kim le temblaba la voz-. Craig, ¿hay algún problema?

Otra pausa de silencio y, poco a poco, Craig fue relajando los puños.

– No. ¿Dejarás que al menos los chicos y yo nos despidamos de ella?

– Supongo que no hay problema por eso.

El perfume de Kim se fue disipando a medida que ella se alejaba.

Craig se estaba acercando. «Cierra la puerta.» Alex cerró con fuerza los ojos y contuvo la respiración mientras él le susurraba al oído. Se esforzó mucho por mantenerlo alejado de sus pensamientos y al fin, al fin, él retrocedió.

Permaneció encorvada mientras Bailey la abrazaba.

– Te echaré de menos, Alex. ¿A quién le robaré ahora la ropa? -Bailey trató de reír, pero acabó sollozando-. Escríbeme, por favor.

El último fue Wade. «Cierra la puerta.» Alex permaneció otra vez rígida mientras el chico se despedía con un abrazo. Los gritos se hicieron más estridentes. Le dolía. «Por favor. Acaba con esto.» Se concentró en tirar de la puerta para mantenerla cerrada. Al fin Wade retrocedió y ella pudo respirar de nuevo.

– Ahora nos vamos -dijo Kim-. Por favor, déjanos salir. -Alex volvió a contener el aire hasta que llegaron a un coche blanco. Steve la ayudó a subir y a acomodarse en el asiento.

Clic. Steve le abrochó el cinturón de seguridad y luego le sujetó el rostro con la mano.

– Nosotros cuidaremos de ti, Alex. Te lo prometo -dijo con suavidad.

Luego cerró la puerta del coche y solo entonces Alex se permitió relajar uno de los puños. Un poco nada más. Lo suficiente para ver la bolsa que escondía. Pastillas. Un montón de diminutas pastillas de color blanco. ¿Dónde? ¿Cuándo? No importaba dónde ni cuándo. Lo que importaba era que por fin podría terminar lo que había empezado. Se pasó la lengua por el labio inferior y se esforzó por levantar la cabeza.

– Por favor. -El sonido de su propia voz la estremeció. Estaba ronca de no hablar.

Tanto Steve como Kim, que ocupaban los asientos delanteros, se volvieron a mirarla.

– ¡Mamá! ¡Alex ha hablado! -Meredith sonreía.

Pero Alex no.

– ¿Qué ocurre, cariño? -preguntó Kim-. ¿Qué quieres?

Alex bajó los ojos.

– Agua, por favor.

Capítulo 1

Arcadia, Georgia, en la actualidad, viernes, 26 de enero, 1.25 horas

La había elegido con esmero y había disfrutado poseyéndola. La había hecho gritar, unos gritos fuertes y prolongados.

Mack O'Brien se estremeció. Aún se le ponía la carne de gallina al pensarlo. Aún le hervía la sangre y se le ensanchaban las ventanas de la nariz al recordar su aspecto, su voz, su sabor. El sabor del terror puro no tenía parangón. Lo sabía muy bien. Ella había sido su primera víctima mortal, pero no sería la última.

Había elegido su última morada con igual esmero. Había dejado que su cuerpo cayera rodando a la cuneta húmeda con un ruido sordo. Se agachó a su lado y arregló la basta manta de color marrón con que la había amortajado, mientras disfrutaba de la expectativa. El domingo se celebraría la vuelta ciclista anual a la provincia. Un centenar de ciclistas pasarían por ese lugar. La había colocado de forma que resultara bien visible desde la carretera.

Pronto la encontrarían. Ellos pronto sabrían que había muerto.

«Se harán preguntas, y sospecharán del resto. Los invadirá el miedo.»

Se puso en pie, satisfecho de sus actos. Quería atemorizarlos. Quería que se echaran a temblar como criaturas. Quería que descubrieran lo que era el auténtico miedo.

Él lo sabía muy bien, como sabía lo que eran el hambre y la cólera. Y si conocía tan bien todas esas sensaciones, era gracias a ellos.

Bajó la cabeza y retiró la manta marrón con la punta del pie.

Ella ya lo había pagado. Pronto todos ellos sufrirían y lo pagarían. Pronto sabrían que había regresado.

«Hola, Dutton. Mack ha vuelto.» Y no pensaba descansar hasta arruinarles la vida.

Cincinnati, Ohio, viernes, 26 de enero, 14.55 horas

– ¡Ay! Eso duele.

Alex Fallon miró a la hosca y pálida adolescente.

– Me lo imagino. -Rápidamente, Alex colocó el esparadrapo sobre la aguja intravenosa-. Puede que lo pienses mejor la próxima vez que sientas tentaciones de hacer novillos, comerte una enorme copa de helado con nata y chocolate, y acabar en urgencias. Vonnie, eres diabética y el hecho de comportarte como si no lo fueras no cambiará las cosas. Tienes que seguir…

– Una dieta -soltó Vonnie-. Ya lo sé. ¿Por qué no me dejáis todos en paz?

Las palabras resonaron en la mente de Alex, tal como siempre le ocurría. La gratitud hacia su familia se mezclaba con la compasión que sentía por su paciente, tal como siempre le ocurría.

– Un día de estos comerás lo que no debes y acabarás… ahí abajo.

Vonnie le lanzó su mirada más desafiante.

– ¿Y qué hay ahí abajo?

– El depósito de cadáveres. -Alex no apartó la vista de la asustada expresión de la chica-. A lo mejor es eso lo que quieres.

De repente, a Vonnie se le humedecieron los ojos.

– A veces sí.

– Te comprendo muy bien, cariño. -Y, de hecho, la comprendía mucho mejor de lo que cualquier persona ajena a su familia podía imaginar-. Pero tendrás que decidir qué es lo que verdaderamente quieres, si vivir o morir.

– ¿Alex? -Letta, la enfermera jefe, asomó la cabeza por la puerta de la consulta-. Tienes una llamada urgente por la línea dos. Ya sigo yo con esto.

Alex apretó con afecto el hombro de Vonnie.

– De momento, ya está. -Dirigió a la chica una mirada de advertencia-. No quiero volver a verte por aquí. -Le entregó el expediente médico a Letta-. ¿Quién es?

– Nancy Barker, del Departamento de Servicios Sociales de Fulton, en Georgia.