Aguardó con paciencia a que hubiera cerrado la puerta y el motor estuviera en marcha. Entonces, como una exhalación, le colocó el cuchillo en la garganta y le introdujo un pañuelo en la boca.
– Conduce -le ordenó en voz baja, y se echó a reír cuando ella, con los ojos como platos, lo obedeció. Le dijo adónde debía ir, dónde debía torcer, regocijándose al observar el terror en su mirada cada vez que la dirigía al retrovisor. No lo había reconocido y, aunque en la vida cotidiana eso le resultaba muy útil, quería que supiera con exactitud quién decidía sobre su vida. Y sobre su muerte.
– No me digas que no me conoces, Claudia. Piensa en la noche de tu fiesta de graduación. No hace tanto tiempo. -Su mirada se desbocó y él supo que había comprendido lo que le aguardaba. Se rió en silencio-. Ya sabes que no puedo dejarte con vida. De todos modos, si te sirve de consuelo, no lo habría hecho.
Lunes, 29 de enero, 19.45 horas.
Bailey pestañeó; se estaba despertando. Notaba el frío suelo contra la mejilla. Oyó los pasos en el vestíbulo. Se estaba acercando. «Otra vez no.»
Se cubrió con los brazos anticipando la luz. Y el dolor. Sin embargo la puerta no se abrió. En vez de eso, oyó abrirse otra puerta y el ruido sordo de un peso muerto cuando otra persona fue arrojada dentro de la celda contigua. Oyó un gemido de dolor. Parecía la voz de un hombre.
Entonces él habló desde el vestíbulo, la voz le temblaba de ira.
– Volveré dentro de unas horas. Piensa en lo que te he dicho. En lo que te he hecho. En lo mal que te sientes ahora. Y piensa en la forma correcta de contestar a mis preguntas la próxima vez.
Bailey apretó la mandíbula, temerosa de echarse a gritar, de atraer de algún modo su atención. Sin embargo, la puerta de la celda de al lado se cerró y todo quedó en silencio.
Esa vez se había librado. De momento no la golpearía ni la castigaría por negarse con insolencia a decirle lo que quería saber. La persona de la celda contigua volvió a gemir, su voz era muy lastimera. Al parecer otra presa había caído en sus redes.
Nadie iba a acudir en su busca. Nadie la echaba de menos. «Nunca volveré a ver a mi hija.» Las lágrimas le arrasaron los ojos y empezaron a rodarle por las mejillas. No le serviría de nada gritar. La única persona que podía oírla también estaba encerrada.
Atlanta, lunes, 29 de enero, 21.15 horas.
– ¿Bailey Crighton? -La mujer que se había presentado como la hermana Anne depositó una bandeja llena de platos sucios sobre la encimera de la cocina-. ¿Qué quiere de ella?
Frente a ella se encontraba Alex Fallon, aferrando la fotografía del permiso de conducir de Bailey que ya había mostrado en otros cuatro centros de acogida.
– La estoy buscando. ¿La ha visto?
– Depende. ¿Es usted policía?
Alex sacudió la cabeza.
– No -respondió, y Daniel reparó en que había obviado referirse a él.
Ver a Alex Fallon en acción resultaba una experiencia de lo más instructiva. No había mentido en ninguno de los lugares donde habían estado; sin embargo, tendía a decir solo lo estrictamente necesario y dejaba que la gente creyera lo que quisiera. No obstante, ahora se sentía cansada y desanimada, y Daniel percibió un temblor en su voz que le hizo desear que las cosas fueran mejor. Quería arreglarlo de algún modo.
– Soy enfermera. Bailey es mi hermanastra y ha desaparecido. ¿La ha visto?
La hermana Anne dirigió una recelosa mirada a Daniel.
– Por favor -articuló él en silencio, y la mirada de la hermana se suavizó.
– Viene todos los domingos. Ayer faltó por primera vez en años enteros. Estaba preocupada.
Era la primera vez que alguien afirmaba haber visto a Bailey, aunque Daniel creía que varias personas la habían visto y tenían demasiado miedo para admitirlo.
– ¿Viene aquí los domingos? -se extrañó Alex-. ¿Por qué?
La hermana Anne sonrió.
– Hace las mejores tortitas de toda la ciudad.
– Suele hacer tortitas con forma de cara sonriente para los niños -terció una mujer al entrar con otra bandeja llena de platos sucios-. ¿Qué le pasa a Bailey?
– Ha desaparecido -explicó la hermana Anne.
– Así, ¿trabaja aquí como voluntaria? -preguntó Daniel, y la hermana Anne meneó la cabeza.
– Lleva haciéndolo cinco años, desde que dejó las drogas. ¿Cuántos días hace que desapareció?
– Desde el jueves por la noche. -Alex irguió la espalda-. ¿Conocen a Hope?
– Claro. Esa muñeca habla de maravilla, me encanta escucharla. -De repente, frunció el entrecejo y los miró con los ojos entornados-. ¿Hope también ha desaparecido?
– No. Vive conmigo y con mi prima -se apresuró a aclarar Alex-. Pero no está bien. No ha pronunciado una sola palabra desde el sábado, que fue cuando yo llegué.
La hermana Anne la miró, perpleja.
– Es rarísimo. Explíqueme qué ha ocurrido.
Alex lo hizo y la hermana Anne empezó a sacudir la cabeza.
– Es imposible que Bailey haya abandonado a la niña. Hope era toda su vida. -Suspiró-. Hope le salvó la vida.
– Así, ¿Bailey empezó a acudir aquí con regularidad cuando dejó las drogas? -quiso saber Daniel.
– Sí. Aquí y al centro de metadona que hay más arriba, en esta misma calle. Claro que eso ya ha pasado a la historia. Llevo treinta años viendo a drogadictos que van y vienen. Sé reconocer quién es capaz de dejarlo y quién no, y Bailey era capaz. Venir aquí todas las semanas era su forma de conservar la sensatez, de hacerle recordar quién era para no volver a caer. Estaba forjando un porvenir para ella y para su hija. Por nada del mundo habría abandonado a Hope. -Se mordió el labio, indecisa-. ¿Ha hablado con el padre?
– ¿Con el padre de Hope? -preguntó Alex, vacilante.
– No. -La hermana Anne miró a Alex con perspicacia-. Con el de Bailey.
Alex se puso tensa y Daniel notó que el desánimo que sentía se había convertido en miedo.
– ¿Alex? -musitó tras ella-. ¿Se encuentra bien?
Ella hizo un brusco gesto de asentimiento.
– No, no he hablado con su padre. -Su tono era frío, cauteloso, y Daniel ya sabía que eso significaba que tenía miedo-. ¿Sabe dónde está?
La hermana Anne exhaló un profundo suspiro.
– Por ahí, en alguna parte. Bailey no tira la toalla y sigue esperando que cambie y regrese a casa. Sé que pasa horas y horas buscándolo por todos los rincones de la ciudad. -Dirigió a Alex una mirada de soslayo-. Aún vive en la antigua casa de Dutton, aguardando a que regrese.
Alex se puso aún más tensa; se sentía más asustada. Daniel dio rienda suelta a las ganas de tocarla que había estado reprimiendo desde que la mirara a los ojos en la sala de estar de su casa. Necesitaba volver a conectar con ella, hacerle saber que estaba allí, que no estaba sola y que no tenía nada que temer. Posó las manos en sus hombros y la atrajo hacia sí con suavidad hasta que ella se apoyó en él.
– Odio esa casa -susurró.
– Ya lo sé -susurró él a su vez. Y de verdad lo sabía. Sabía a lo que se refería al decir «esa casa» y lo que allí había ocurrido. Daniel había leído los artículos que Luke había impreso y sabía lo de la madre de Alex; que había puesto fin a su vida disparándose en la cabeza con un 38, que Alex había encontrado su cadáver. Todo el mismo día en que descubrieron el cuerpo de Alicia.
La hermana Anne escrutaba a Alex.
– Bailey también la odia, querida. Pero sigue esperando que su padre regrese.
Alex se había echado a temblar y Daniel la aferró con más fuerza.
– ¿Ha regresado alguna vez?
– No. Por lo menos a mí no me lo ha dicho.
Alex irguió los hombros y se apartó lo suficiente para dejar de apoyarse en él.
– Gracias, hermana. Si tiene noticias, ¿me avisará? -Rasgó una esquina de la hoja en la que aparecía impresa la fotografía de Bailey y anotó en ella su nombre y su número de móvil-. Ah, y ¿puede hablar con Hope? Nosotras no hemos sido capaces de hacerla reaccionar.