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La sonrisa de la hermana Anne denotaba compasión y tristeza.

– No deseo hacer otra cosa. Claro que yo ya no conduzco, me resultará difícil llegar a Dutton.

– La traeremos aquí -se ofreció Daniel, y Alex se volvió a mirarlo con una sorprendida expresión de gratitud-. Si no era recomendable que usted viniera sola, menos lo es que venga sola con Hope.

– Bailey venía sola con Hope -protestó ella.

– Bailey conocía bien la zona, usted no. ¿Cuándo le iría bien, hermana?

– Cuando quieran. Yo estoy siempre aquí.

– Entonces vendremos mañana por la noche. -Daniel oprimió ligeramente los hombros de Alex-. Vamos.

Se dirigieron a la puerta, donde una joven los detuvo. No debía de tener más de veinte años pero sus ojos, como los de todas las demás mujeres del lugar, aparentaban mucha más edad.

– Disculpe -dijo-. Le han oído decir en la cocina que es usted enfermera.

Daniel observó en ella un cambio. Dejó de lado el miedo y al instante se centró en la mujer que tenía enfrente. Asintió mientras la examinaba con la mirada.

– Sí. ¿Se encuentra mal?

– Yo no, mi hija pequeña. -La mujer señaló una cuna entre una miríada de ellas, en la que había una niña ovillada-. Tiene una especie de erupción en el pie y le duele mucho. Me he pasado todo el día en el hospital pero hay que estar aquí antes de las seis, si no las camas se llenan.

Alex posó una mano en su espalda.

– Voy a echarle un vistazo. -Daniel la siguió, sentía curiosidad por verla en acción-. ¿Cómo se llama usted? -preguntó a la madre.

– Sarah. Sarah Jenkins. Esta es Tamara.

Alex sonrió a la niña, que aparentaba unos cuatro o cinco años.

– Hola, Tamara. ¿Me dejas ver el pie? -Actuó con eficacia y dulzura al examinar a la niña-. No es importante -diagnosticó, y la madre se quedó tranquila-. Es un exantema. De todos modos, parece originado por un corte. ¿Le han puesto la antitetánica hace poco?

Tamara la miró con horror.

– ¿Tienen que ponerme una inyección?

Alex pestañeó.

– Eres muy lista, Tamara. ¿Qué dice mamá? ¿Se la han puesto hace poco?

Sarah asintió.

– Justo antes de Navidad.

– Entonces no hace falta -dijo a Tamara, que pareció aliviada. Alex miró a la hermana Anne-. ¿Tienen alguna pomada?

– Solo Neosporín.

– Tiene el pie bastante inflamado, el Neosporín no le hará gran cosa. Cuando vuelva traeré algo más fuerte; mientras, lávenle la herida con regularidad y manténganla tapada. ¿Tienen gasas?

La monja asintió.

– Unas pocas.

– Úselas, le traeré más. Y nada de rascarte, Tamara.

Tamara se mordió el labio con un mohín.

– Me pica.

– Ya lo sé -respondió Alex con amabilidad-. Es cuestión de que te convenzas de que no te pica.

– ¿Tengo que mentir? -preguntó Tamara, y Alex puso mala cara.

– Bueno… Más bien es un truco. ¿Has visto alguna vez a un mago meter a alguien en un armario y hacerlo desaparecer?

Tamara asintió.

– En los dibujos.

– Pues eso mismo es lo que tienes que hacer tú. Tienes que imaginarte que metes todo el picor en un armario y… cieeerras la pueeerta. -Imitó el gesto con las manos-. Así quedará atrapado dentro y ya no lo tendrás tú. Una chica lo bastante lista para pronunciar «inyección» tiene que ser capaz de encerrar el picor en un armario.

– Lo intentaré.

– Puede que tengas que intentarlo varias veces. Al picor no le gusta nada que lo encierren en un armario. Tendrás que concentrarte. -Daba la impresión de hablar por propia experiencia-. Y no te frotes los ojos con los dedos. Eso también es importante.

– Gracias -dijo la madre cuando Alex se puso en pie.

– No tiene importancia. Es una niña muy lista.

Sin embargo, Alex había conseguido tranquilizar a la madre y a Daniel le pareció que eso sí era importante. Además, al ayudar a la mujer había apartado de sí el miedo.

– Hasta mañana, hermana.

La hermana Anne asintió.

– Aquí estaré. Yo siempre estoy aquí.

Dutton, lunes, 29 de enero, 22.00 horas.

Los caballitos se veían preciosos bajo la luz de la luna. De niño le gustaba mucho ir a ese parque. Claro que ya no era ningún niño, y sentado en aquel banco sintió que la idea de inocencia asociada al parque se burlaba de él, de la errada dirección que había tomado su vida.

El banco se tambaleó un instante y volvió a recuperar la estabilidad bajo el peso de la otra persona que se había sentado en él.

– Tú eres tonto -musitó, con los ojos fijos en el tiovivo-. Una cosa es que esta mañana me hayas llamado por teléfono, pero lo de presentarte aquí… Si alguien nos ve…

– Mierda. -El susurro denotaba miedo-. Me han mandado una llave.

Él dio un respingo.

– ¿Una llave de verdad?

– No, es un dibujo. Pero da la impresión de encajar.

Era cierto. Posó la vista en el dibujo. Encajaba a la perfección.

– Así que alguien lo sabe.

– Estamos acabados. -Esta vez fue un susurro estridente-. Iremos a la cárcel. Yo no puedo ir a la cárcel.

Ni él ni los demás. «Antes la muerte.» No obstante, infundió a sus palabras un tono seguro y tranquilizador.

– Nadie va a ir a la cárcel. Todo saldrá bien. Es probable que solo quieran dinero.

– Tenemos que decírselo a los demás, necesitamos un plan.

– No, no vamos a decir nada a nadie. No levantes la cabeza ni abras la boca, saldremos de esta. -Hablar no era bueno. Uno de ellos había hablado y él lo había obligado a callar; para siempre. Podía volver a hacerlo, y lo haría-. De momento que no cunda el pánico. Y mantente alejado de mí. Si te cagas, nos matarán a todos.

Capítulo 6

Atlanta, lunes, 29 de enero, 22.15 horas.

Daniel Vartanian detuvo el coche en el camino de entrada de su casa.

– ¿Se encuentra bien? -En la oscuridad de la cabina, su voz sonó profunda y sosegada-. Ha estado muy callada.

Era cierto; había estado muy callada mientras se esforzaba por procesar los pensamientos y los miedos en los que su mente se debatía.

– Estoy bien, he estado pensando. -Se acordó de sus modales-. Gracias por acompañarme esta noche -dijo-. Ha sido muy amable.

Daniel tenía la mandíbula tensa cuando, tras rodear el coche, abrió la puerta del acompañante. Ella lo siguió hasta la casa y aguardó a que desconectara la alarma.

– Entre. Le devolveré la chaqueta.

– Y el bolso.

Él sonrió con desánimo.

– Ya sabía yo que no se le iba a olvidar.

Riley se irguió y volvió a bostezar. Cruzó la habitación con paso cansino y se dejó caer a los pies de Alex. A Vartanian estuvo a punto de escapársele la risa.

– Y eso que no es una chuleta de cerdo -musitó.

Alex se agachó para rascar las orejas a Riley.

– ¿Ha dicho «chuleta de cerdo»?

– Es una broma entre Riley y yo. Voy por el abrigo. -Suspiró-. Y el bolso.

Alex lo observó marcharse y sacudió la cabeza. Nunca había comprendido del todo a esas criaturas llamadas hombres. Claro que tampoco tenía mucha práctica. Richard había sido su primera pareja sin contar a Wade, y a este nunca lo tenía en cuenta. Eso sumaba… una. Y ¿no era Richard todo un ejemplo de delicadeza para con el sexo opuesto? Más bien… no.

Al pensar en Richard siempre se desanimaba. Le había fallado casándose con él, nunca había logrado comportarse como la persona que él necesitaba ni ser la clase de esposa que ella misma habría deseado.