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– No me digas -le espetó en tono impasible, y a su pesar Alex se echó a reír.

– A veces nos cambiábamos de sitio en los exámenes, hasta que los profesores se dieron cuenta. A mí me sabía muy mal engañarlos, me sentía culpable, así que acabé confesando. Alicia se puso frenética. Yo era un muermo, las fiestas me parecían un palo, así que Alicia decidió empezar a salir sola. La cola de sus pretendientes llegaba de Dutton a Atlanta, ida y vuelta. A veces quedaba en dos sitios a la vez. En una ocasión acudí yo en su lugar.

Daniel se puso serio de repente.

– No me gusta nada el cariz que está tomando esto.

– Fui a la fiesta que menos le gustaba; ella prefería ir a la otra pero no quería que la excluyeran de la siguiente celebración. Wade estaba allí. A él no lo invitaban a las fiestas de categoría, pero siempre lo deseó. Se lanzó a por Alicia. A por mí.

Daniel hizo una mueca.

– Qué desagradable.

Era cierto; había resultado muy desagradable. Hasta ese momento nadie la había tocado y Wade no se comportó precisamente con delicadeza. Aún se le revolvía el estómago al recordarlo.

– Sí. Claro que no éramos parientes en sentido estricto, mi madre no llegó a casarse con su padre. Aun así fue soez. -Y aterrador.

– Y tú, ¿qué hiciste?

– Mi primera reacción fue darle un puñetazo. Le rompí la nariz. Luego le pegué un rodillazo en… ya sabes.

Vartanian se estremeció.

– Sí, ya sé.

Alex aún podía ver a Wade en el suelo hecho un ovillo, insultándola y sangrando.

– Los dos estábamos horrorizados. Luego su horror se convirtió en humillación; yo seguía horrorizada.

– ¿Qué ocurrió? ¿Tuvo problemas?

– No. A Alicia y a mí nos castigaron sin salir durante un tiempo pero Wade se fue de rositas.

– No es justo.

– Así era la vida en casa. -Alex examinó el rostro de Daniel. Seguía habiendo algo… No obstante, él jugaba mejor al póquer-. No esperaba que fuera a disculparse en el lecho de muerte. Supongo que uno nunca sabe cómo va a reaccionar cuando La Par ca llama a su puerta.

– Imagino que no. Oye, ¿tienes la dirección del capitán capellán?

– Claro. -Alex la buscó en su bolso-. ¿Por qué?

– Porque quiero hablar con él. Me parece demasiada casualidad que apareciera en el momento oportuno. En cuanto a mañana…

– ¿Mañana?

– Sí. Tu prima se marcha mañana, ¿verdad? ¿Qué te parece si voy por la noche a tu casa con Riley para que tu sobrina lo conozca? Podría encargar una pizza o algo para picar, así sabremos si a Hope le gustan los perros antes de llevarla a ver a la hermana Anne.

Ella pestañeó, algo perpleja. No pensaba que hablara en serio. Luego recordó el tacto de aquellas manos sobre sus hombros, dándole apoyo cuando las rodillas le flaqueaban. Tal vez después de todo Daniel Vartanian fuera un caballero.

– Me parece bien. Gracias, Daniel. Es una cita, ¿no?

Él negó con la cabeza y su semblante se demudó; casi parecía estar advirtiéndole que no se atreviera a llevarle la contraria.

– De eso nada. En las citas no hay niños, ni perros. -Su mirada era seria e hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Alex. Claro que había sido un escalofrío muy agradable, pensó; como aquellos que hacía mucho tiempo que no sentía-. Y mucho menos monjas.

Alex tragó saliva, convencida de que tenía las mejillas más rojas que un tomate.

– Ya.

Él llevó la mano hacia su rostro y vaciló un momento antes de acariciarle el labio inferior con el pulgar. Alex volvió a estremecerse, esta vez con mayor intensidad.

– Creo que ahora empiezas a comprender -musitó él, y de pronto su expresión cambió. Sacó el teléfono móvil del bolsillo. Al parecer lo había notado vibrar y eso había disipado un clima que se estaba poniendo interesante.

– Vartanian. -Su semblante se tornó inexpresivo. Se trataba de su caso. Alex recordó a la mujer del depósito de cadáveres y se preguntó quién sería y si al fin alguien la había echado en falta-. ¿Cuántas entradas compró? -preguntó, luego negó con la cabeza-. No, no hace falta que lo deletrees. Conozco a la familia. Gracias, me has ayudado mucho.

Colgó y volvió a asombrarla al quitarse la sudadera y dirigirse corriendo a la escalera. Por el camino formó un ovillo con la prenda y la lanzó cual pelota de baloncesto al orificio de la pared que conectaba con la cesta de la ropa sucia. Falló, pero no se detuvo para volver a intentarlo.

– Quédate aquí -dijo y volvió la cabeza-. Enseguida vuelvo.

Con los ojos como platos y la boca abierta, lo observó desaparecer por la escalera. Aquel hombre tenía una bonita espalda, ancha y musculosa, de piel suave y bronceada. El fugaz vistazo que había dado a su pecho tampoco le produjo mala impresión. «Joder.» No había nada de aquel hombre que le produjera mala impresión. Alex se percató de que acababa de estirar el brazo como si quisiera tocarlo. «Qué ridículo.» Pensó en la mirada de sus ojos en el instante anterior a que sonara el móvil. «Puede que no sea tan ridículo al fin y al cabo.»

Exhaló un suspiro trémulo y recogió la sudadera, y cedió al impulso de olería antes de arrojarla a la cesta de la ropa sucia. «Ten cuidado, Alex.» ¿Cómo lo había llamado él? «Un terreno poco conocido.» Cariacontecida, dio una ojeada a la escalera, consciente de que era probable que al llegar arriba él se hubiera quitado los pantalones. «Poco conocido, sí; pero, joder, qué apasionante.»

En menos de dos minutos él bajó saltando los escalones, vestido con su traje oscuro y colocándose bien la corbata. Sin aminorar la marcha, recogió el bolso de Alex y siguió avanzando.

– Ponte la chaqueta y ven. Te seguiré hasta Dutton.

– No hace falta -empezó ella, pero él ya se encontraba en la puerta.

– Lo haré de todos modos. Mañana iré con Riley a tu casa sobre las seis y media. -Le abrió la puerta del coche y aguardó a que ella se hubiera abrochado el cinturón de seguridad antes de cerrarla.

Ella bajó la ventanilla.

– Daniel -lo llamó.

Él se volvió a mirarla mientras seguía caminando.

¿Qué?

– Gracias.

Estuvieron a punto de fallarle las piernas.

– De nada. Hasta mañana por la noche.

Dutton, lunes, 29 de enero, 23.35 horas.

Daniel se apeó del coche y miró la casa de la colina con una mueca. Aquello no pintaba bien. Janet Bowie había utilizado una tarjeta de crédito para pagar su entrada a Fun-N-Sun y siete más, las de un grupo de niños.

Ahora tenía que decirle a Robert Bowie, congresista del estado, que creían que su hija había muerto. Subió con paso cansino la empinada escalera que conducía a la mansión de los Bowie y llamó al timbre.

Un joven sudoroso vestido con un pantalón corto de deporte abrió la puerta. ¿Sí?

Daniel le mostró la placa.

– Soy el agente especial Vartanian, de la Agen cia de Investigación de Georgia. Necesito hablar con el congresista Bowie y su esposa.

El hombre entrecerró los ojos.

– Mis padres están durmiendo.

Daniel pestañeó.

– ¿Michael? -Habían pasado casi dieciséis años desde la última vez que lo viera. Cuando Daniel se marchó a estudiar a la universidad, Michael Bowie era un escuálido chico de catorce años. Ahora, en cambio, no estaba precisamente delgado-. Lo siento, no te había reconocido.

– En cambio tú no has cambiado en absoluto. -Por el tono en que pronunció las palabras, podían ser consideradas tanto un cumplido como un insulto-. Tendrás que volver mañana.

Daniel colocó la mano en la puerta cuando Michael se dispuso a cerrarla.

– Tengo que hablar con tus padres -repitió con voz queda pero decidida-. Si no fuera importante, no estaría aquí.

– Michael, ¿quién se atreve a llamar a la puerta a estas horas? -dijo alguien con voz potente.