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El corazón de Alex dio un vuelco.

– Es donde vive mi hermanastra.

Letta arqueó las cejas.

– No sabía que tuvieras una hermanastra.

En sentido estricto Alex no tenía ninguna hermanastra, pero la historia era muy larga y su relación con Bailey, demasiado enrevesada.

– Hace mucho tiempo que no la veo.

Cinco años, para ser exactos, desde que Bailey se presentara completamente colocada en la puerta de su casa de Cincinnati. Alex había tratado de que Bailey siguiera un programa de rehabilitación, pero ella había desaparecido llevándose las tarjetas de crédito de Alex.

Letta frunció el entrecejo, preocupada.

– Espero que todo vaya bien.

Alex se había pasado años enteros esperando, y a la vez temiendo, esa llamada.

– Yo también.

Era una de las tristes ironías del destino, pensó Alex mientras se apresuraba a ponerse al teléfono. Ella había intentado suicidarse hacía años, y en cambio quien había acabado cayendo en la adicción era Bailey. La gran diferencia la marcaba la familia. Alex había tenido a Kim, Steve y Meredith para ayudarla a sobreponerse. En cambio, Bailey… no tenía a nadie.

Respondió a la llamada de la línea dos.

– Alex Fallon al aparato.

– Soy Nancy Barker. Trabajo en el Departamento de Servicios Sociales de Fulton.

Alex suspiró.

– Dígame, ¿está viva?

Hubo una larga pausa.

– ¿Quién, señorita Fallon?

A Alex le chocó lo de «señorita». Aún no se había acostumbrado a no ser más la señora Preville. Su prima Meredith decía que era cuestión de tiempo, pero ya llevaba un año divorciada y Alex no sentía que la herida se estuviera cerrando. Tal vez fuera porque su ex marido y ella se cruzaban varias veces todas las semanas. En ese preciso instante, por ejemplo. Alex observó al doctor Richard Preville acercarse al teléfono para comprobar sus mensajes. Evitando su mirada, la saludó con un torpe movimiento de cabeza. No; trabajar en el mismo turno que su ex marido no iba a ayudarla a superar el fracaso de la relación.

– ¿Señorita Fallon? -la instó la mujer.

Alex se esforzó por concentrarse.

– Bailey. Llama por ella, ¿no?

– Llamo por Hope.

– Hope -repitió Alex sin comprender nada-. No lo entiendo. ¿Hope qué más?

– Hope Crighton, la hija de Bailey. Su sobrina.

Alex se sentó con aturdimiento.

– No sabía que Bailey tuviera una hija.

«Pobre niña.»

– Ah, así no sabe que en la ficha del parvulario consta usted como persona de contacto en caso de urgencia.

– No. -Alex suspiró para reponerse-. ¿Ha muerto Bailey, señorita Barker?

– Espero que no, pero no sabemos dónde está. Hoy no se ha presentado a trabajar y una de sus compañeras ha ido a su casa para comprobar que estuviera bien. Ha encontrado a la niña dentro de un armario, hecha un ovillo.

El miedo atenazó el vientre de Alex, pero conservó la voz serena.

– Y Bailey ha desaparecido.

– La última vez que la vieron fue ayer por la tarde, cuando fue a recoger a Hope al parvulario.

Al parvulario. La niña ya iba al colegio y Alex no tenía ni idea de su existencia. «Bailey, Bailey, ¿qué has hecho?»

– ¿Y Hope? ¿Está herida?

– Físicamente no, pero está asustada, muy asustada. No quiere hablar con nadie.

– ¿Dónde está?

– Ahora mismo está con una familia de acogida provisional. -Nancy Barker suspiró-. Si no quiere quedársela, tramitaré la acogida definitiva.

– Se quedará conmigo. -Las palabras brotaron de la boca de Alex antes de que pensara en pronunciarlas. Sin embargo, una vez dichas, tuvo la certeza de que eso era lo que debía hacer.

– Hace cinco minutos ni siquiera sabía que la niña existía -repuso Barker.

– No importa. Soy su tía. Se quedará conmigo. -«Kim también me acogió a mí, y me salvó la vida»-. Iré a buscarla en cuanto pida permiso en el trabajo y compre un billete de avión.

Alex colgó el teléfono y al volverse tropezó con Letta, que la miraba con expresión interrogante. Alex sabía que había estado escuchando la conversación.

– ¿Qué dices? ¿Me concedes el permiso?

Los ojos de Letta estaban cargados de preocupación.

– ¿Te quedan vacaciones?

– Seis semanas. No he pedido ni un solo día desde hace más de tres años. -No había habido motivos para hacerlo. Richard nunca tenía tiempo de ir a ninguna parte, siempre estaba trabajando.

– Pues empieza por ahí -dijo Letta-. Buscaré a alguien que te sustituya. Pero escucha, Alex, no sabes nada de esa niña. Puede que tenga alguna discapacidad o necesidades especiales.

– Lo afrontaré -respondió Alex-. No tiene a nadie, y es de la familia. No pienso abandonarla.

– Como ha hecho su madre. -Letta ladeó la cabeza-. Y como tu madre hizo contigo.

Alex evitó la mueca de dolor y conservó el semblante impasible. Pulsando unas cuantas veces el ratón cualquiera podía encontrar su historia en Google. Pero Letta se lo decía con buena intención, así que Alex se esforzó por sonreír.

– Te llamaré en cuanto llegue allí y averigüe más cosas. Gracias, Letta.

Arcadia, Georgia, domingo, 28 de enero, 16.05 horas.

– Bienvenido a casa, chico -se dijo el agente especial Daniel Vartanian al apearse del coche e inspeccionar el escenario. Solo había estado fuera dos semanas, pero en ellas habían ocurrido muchas cosas. Era hora de volver al trabajo y de reanudar su vida, lo cual en el caso de Daniel eran una sola cosa. Su trabajo era su vida, y la muerte su trabajo.

Vengarla, claro, no causarla. Pensó en las últimas dos semanas, en todos los muertos, en todas las vidas destrozadas. Era suficiente para volver loco a un hombre, si este lo permitía. Pero Daniel no pensaba permitirlo. Reanudaría su vida y lograría que se hiciera justicia a cada víctima a su debido tiempo. Él cambiaría las cosas. Era la única forma que conocía de… reparar los daños.

Ese día la víctima era una mujer. La habían encontrado en una zanja, al borde de la carretera donde ahora se alineaban vehículos de las fuerzas públicas, de todas las formas y los tipos posibles.

Los técnicos del laboratorio criminológico también se encontraban allí, además de la forense. Daniel se detuvo junto a la cuneta, donde habían tendido la cinta amarilla que delimitaba el escenario del crimen, y echó un vistazo. Allí yacía el cadáver, y un técnico del equipo forense se encontraba en cuclillas a su lado. La chica estaba envuelta con una manta marrón que los técnicos habían retirado un poco para poder examinarla. Daniel se fijó que tenía el pelo moreno; debía de medir poco menos de un metro setenta. Estaba desnuda y su rostro aparecía… destrozado. Ya había levantado una pierna para cruzar la cinta cuando una voz lo hizo detenerse.

– Alto, señor. La zona es de acceso restringido.

Con un pie a cada lado de la cinta, Daniel se volvió a mirar al joven agente de aspecto formal que se disponía a desenfundar el arma.

– Soy el agente especial Daniel Vartanian, de la Agen cia de Investigación de Georgia.

El joven abrió los ojos como platos.

– ¿Vartanian? ¿Quiere decir…? Quiero decir… -Respiró hondo y se irguió de inmediato-. Lo siento, señor. Me he sorprendido, eso es todo.

Daniel asintió y dirigió al joven una amable sonrisa.

– Lo comprendo.

No le hacía gracia, pero lo comprendía. El apellido Vartanian se había hecho bastante famoso en la semana transcurrida desde la muerte de su hermano Simon. Nada de lo que se decía era bueno, y con razón. Simon Vartanian había asesinado a diecisiete personas en Filadelfia, y dos de las víctimas eran sus propios padres. La historia había aparecido en todos los periódicos del país. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera nombrarse el apellido Vartanian sin que el interlocutor respondiera con un gesto de estupefacción.