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Esa era la cancioncilla que no dejaba de repetirse cuando Hope era un bebé, cuando tenía el mono y se sentía tan mal que creía que iba a morir. «Hope te necesita.» Eso le había permitido salir adelante, y lo seguiría haciendo. «Si él no me mata antes.» Lo cual era bastante probable.

Entonces oyó un ruido; eso sí que procedía de la celda contigua. Contuvo la respiración y escuchó hasta reconocer de qué ruido se trataba. Alguien estaba escarbando en la pared que separaba las dos celdas.

Se colocó a cuatro patas e hizo una mueca cuando la celda empezó a dar vueltas a su alrededor. Gateó hasta la pared, avanzando pocos centímetros con cada movimiento; luego respiró hondo. Y aguardó.

El ruido cesó, pero en su lugar empezó a oírse un golpeteo, el mismo ritmo una y otra vez. ¿Sería una contraseña? Mierda, no conocía ninguna contraseña, no se había formado como girlscout.

Podía tratarse de una trampa. Podía tratarse de él, intentando engañarla.

También podía tratarse de otro ser humano. Extendió el brazo a tientas en la oscuridad y respondió con otro golpeteo. El sonido procedente del otro lado cesó y volvió a oír que escarbaban en la pared. Se equivocaba. No escarbaban en la pared, escarbaban en el suelo. Con una mueca al notar el dolor en los dedos, Bailey empujó el viejo pavimento de hormigón y notó que cedía.

Contuvo unos instantes la respiración; luego exhaló un suspiro. Se sentía mareada de pura decepción. No importaba. Quien fuera estaba excavando un túnel hacia otra celda, hacia ninguna parte.

El ruido volvió a cesar y Bailey oyó pasos en el vestíbulo. Era él. Rogó para que Dios la ayudara, para que hubiera ido en busca de la persona de la otra celda, la que escarbaba. «Que no venga por mí, por favor. Que no venga por mí.» Pero Dios no escuchó sus plegarias y la puerta de su celda se abrió de par en par.

Entrecerró los ojos ante la deslumbrante luz y con gesto débil alzó una mano para cubrirse el rostro.

Él se echó a reír.

– Es hora de jugar, Bailey.

Martes, 30 de enero, 4.00 horas.

Tenía suerte de vivir en una provincia con una buena red de canalización de lluvia. Se venció hacia un lado y dejó que el cadáver envuelto en la manta cayera al suelo. Su muerte había sido preciosa; imploraba clemencia mientras él le hacía las peores cosas. Se había mostrado muy remilgada y desdeñosa cuando tenía la sartén por el mango. Ahora quien dominaba la situación era él, y le había hecho pagar todos sus pecados.

A los cuatro «pilares de la ciudad» que quedaban en pie les ocurriría lo mismo. Había atraído la atención de sus dos primeras víctimas con el primer mensaje, con el dibujo de la llave que casaba exactamente con las que ellos poseían. Con el segundo, obtendría parte de su dinero; el mensaje iba dirigido a las mismas dos personas y llegaría a su destino en algún momento del día. Había llegado la hora de empezar a dividir para vencer. Ya habían caído dos, y para cuando hubiera terminado con todas y cada una de sus víctimas estas estarían en la ruina. «¿Y yo? -Sonrió-. Yo observaré cómo todo se desmorona.»

Retiró un poco la manta para descubrir los pies de la víctima e hizo un último gesto de asentimiento. Allí estaba la llave. En la fotografía de Janet que había aparecido en el Review, la chica no llevaba la llave, así que debía de haberse caído por ahí. Era una lástima. Se aseguró de que esa vez hubiera quedado bien atada. La amenaza estaba servida. «Chúpate esa, Vartanian.»

Dutton, martes, 30 de enero, 5.30 horas.

Un fuerte crujido despertó a Alex, quien levantó de golpe la cabeza para prestar atención. Se había quedado dormida en el sofá después de que Meredith se acostara. Volvió a oír el crujido y supo que no se trataba de un sueño. Había alguien, o algo, en el porche de entrada. Se acordó de la pistola guardada en la caja y en su lugar aferró en silencio el teléfono móvil de la mesita auxiliar.

¡Menudo servicio le reportaba una pistola guardada bajo llave! Suerte que por lo menos podía llamar al 911. Claro que eso tampoco iba a servirle de gran ayuda si la respuesta del sheriff Loomis con respecto a la desaparición de Bailey era la tónica habitual. Entró con sigilo en la cocina y cogió el cuchillo de mayor tamaño del cajón; luego se dirigió a la ventana y echó un vistazo al exterior.

Y de un bufido soltó el aire que había estado conteniendo. Se trataba tan solo del repartidor de periódicos, un chico que más bien daba la impresión de encontrarse en edad escolar. En esos instantes rellenaba un formulario sujeto en una tablilla y, su rostro, a la luz de la linterna que sujetaba entre los dientes, tenía cierto aspecto sobrenatural. Entonces levantó la cabeza y la vio. De puro estupor, dejó caer la linterna al suelo con estrépito. Se la quedó mirando con los ojos como platos y Alex se percató de que había visto el cuchillo.

Ella bajó la mano con que lo sostenía y abrió un poco la ventana.

– Me has asustado.

En el silencio de la noche pudo oírse cómo el chico tragaba saliva.

– Más me ha asustado usted a mí, señora.

Los labios de Alex dibujaron una especie de sonrisa y el chico trató de devolverle el gesto.

– No estoy suscrita al periódico -dijo ella.

– Ya lo sé, pero la señorita Delia nos ha explicado que había alquilado la casa, y el Review ofrece una semana de suscripción gratuita a los nuevos habitantes del barrio.

Ella arqueó las cejas.

– ¿Suele haber mucha gente nueva en este barrio?

El chico sonrió con timidez.

– No, señora. -Le tendió el periódico y el formulario que había estado rellenando, y Alex tuvo que abrir un poco más la ventana para recogerlos.

– Gracias -susurró-. No te olvides la linterna.

Él la recogió.

– Bienvenida a Dutton, señorita Fallon. Que tenga un buen día.

Alex cerró la ventana en cuanto el chico subió a su furgoneta para dirigirse a la siguiente vivienda de la ruta. Con el pulso casi normalizado, desdobló la publicación y echó un vistazo a la portada.

Y el corazón volvió a desbocársele.

– Jane Bowie -musitó. Alex tenía un vago recuerdo del congresista Bowie pero se acordaba bien de su esposa. Rose Bowie, con su desaprobación pública de la conducta de la madre de Alex, había sido la causante de que dejaran de asistir a misa los domingos. La mayoría de las mujeres de Dutton dieron la espalda a Kathy Tremaine por haberse ido a vivir con Craig Crighton.

Alex se frotó las sienes al notar un dolor repentino y apartó a Craig de sus pensamientos. El recuerdo de su madre no era tan fácil de ignorar. Habían pasado años dichosos, cuando su padre aún estaba vivo y su madre era feliz. Luego vinieron los años duros, cuando en casa vivían las tres solas. «Mamá, Alicia y yo.» Andaban justas de dinero y su madre siempre estaba preocupada; no obstante, sus ojos todavía albergaban cierta felicidad. Sin embargo, después de irse a vivir con Craig, la felicidad se extinguió por completo.

Los últimos recuerdos que guardaba de su madre no eran precisamente buenos. Se había mudado a casa de Craig con la intención de darles un hogar y comida que llevarse a la boca. Pero las mujeres como Rose Bowie la rechazaron por ello y la hicieron llorar. Costaba mucho perdonar una cosa así. Durante años Alex había odiado a todas aquellas viejas chismosas. Ahora, mientras leía el titular, se preguntó quién podía detestar tanto a Janet Bowie para asesinarla de un modo semejante.

Y por qué el asesino había desenterrado el fantasma de Alicia después de tantos años.

Dutton, martes, 30 de enero, 5.35 horas.

Mack subió a la furgoneta y se dirigió a la siguiente casa. La anciana Violet Drummond salió a la puerta tambaleándose para recoger el periódico, tal como hacía todos los días. La primera vez que Mack la vio estuvo a punto de darle un ataque, pero la mujer no lo reconoció. Había cambiado mucho desde que se marchara de Dutton, en más de un sentido. La anciana Violet no representaba ninguna amenaza; sin embargo la mujer era un pozo de información y la compartió con gusto. Además era amiga de Wanda, la secretaria del sheriff, por lo que la información procedía de buena fuente.