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– ¿Quién la ha encontrado? -preguntó Daniel al sheriff Thomas.

Thomas apretó la mandíbula.

– Dos hermanos, de catorce y dieciséis años. El mayor nos llamó desde su móvil. Todos los chicos suelen tomar este atajo para llegar a la escuela.

– O sea que esta vez también quería que la encontráramos. -Daniel echó un vistazo a la zona poblada de árboles-. La última vez un periodista se subió a un árbol para esconderse y fotografiar la escena. ¿Puede pedir a sus hombres que registren la zona?

– Cuando el chico nos ha llamado hemos venido de inmediato, ningún periodista ha podido tener acceso.

– Si es el mismo, habrá llegado antes de que los chicos encontraran a la víctima.

Thomas entornó los ojos.

– ¿Quiere decir que ese psicópata le pasa información?

– Eso creemos -respondió Daniel, y Thomas hizo una mueca de repugnancia.

– Iré con ellos, así me aseguraré de que no toquen nada que pueda servirles.

Daniel observó a Thomas dirigir a un par de sus hombres hacia los árboles y se volvió hacia Felicity Berg en el momento en que esta salía de la zanja.

– Lo mismo, Daniel -anunció, quitándose los guantes-. La muerte se produjo entre las nueve y las once de anoche, y la han dejado aquí antes de las cuatro de la madrugada.

– El rocío -observó Daniel-. La manta está húmeda. ¿Hubo agresión sexual?

– Sí. Y tiene los huesos de la cara rotos, igual que Janet Bowie. También presenta contusiones alrededor de la boca. Supongo que cuando practique la autopsia descubriré que fueron producidas después de la muerte. Ah, en cuanto a la llave, está atada y bien atada. De haber estado viva se le habría gangrenado todo el pie. El asesino quería que la encontrarais.

– ¿Has visto marcas en los brazos, Felicity?

– No, y en el tobillo no tiene ningún cordero tatuado. Puedes decirle a la señorita Fallon que esta víctima tampoco es su hermanastra.

Daniel exhaló un suspiro de alivio.

– Gracias.

Felicity se irguió un poco más cuando los técnicos forenses sacaron el cadáver de la zanja.

– Me la llevaré directamente al depósito y trataré de averiguar quién es.

En el momento en que los vehículos del equipo forense se alejaban, Daniel oyó un disparo y cuando se giró vio que el sheriff Thomas y uno de sus ayudantes obligaban a Jim Woolf a bajarse de un árbol, y no con buenos modos.

– Woolf -lo llamó Daniel cuando Thomas se acercó con él-, ¿puede saberse a qué estás jugando?

– Hago mi trabajo -le espetó él.

El ayudante del sheriff llevaba consigo la cámara de fotos de Woolf.

– Estaba haciendo fotos.

Woolf le lanzó una mirada feroz.

– Estaba fuera del escenario del crimen y en territorio público. No podéis llevaros la cámara ni las fotos sin una orden judicial. Las otras te las di por cortesía.

– Las otras me las diste porque ya las habías utilizado -lo corrigió Daniel-. Jim, míralo desde mi punto de vista. Recibes una llamada el domingo a las seis de la mañana y otra hoy a la misma hora, del mismo número. Los dos días te presentas en el escenario del crimen antes que nosotros. Es lógico pensar que tienes algo que ver con todo esto.

– No tengo nada que ver -dijo Woolf entre dientes.

– Entonces demuéstranos tus buenas intenciones. Descarga la memoria de la cámara en uno de nuestros ordenadores. Tú podrás marcharte con las fotos y yo me daré por satisfecho.

Woolf sacudió la cabeza, enojado.

– Como quieras. Acabemos con esto de una vez, tengo trabajo.

– Me has quitado las palabras de la boca -repuso Daniel en tono amable-. Voy por mi ordenador.

Dutton, martes, 30 de enero, 10.00 horas.

Meredith cerró la puerta de entrada tras de sí. Iba vestida con el equipo de footing y estaba temblando de frío.

– Esta mañana la temperatura ha bajado veinte grados con respecto ayer.

Alex levantó la mano sin apartar la mirada del televisor. Había quitado el sonido y había vuelto la silla de Hope de modo que la niña no pudiera ver la pantalla.

– ¡Chis!

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Meredith con impaciencia.

Alex se esforzó mucho para que su voz no denotara un ápice de miedo.

– Noticias de última hora.

Meredith tragó saliva.

– ¿Otro asesinato?

– Sí. Aún no se sabe nada, y no han enseñado ninguna foto.

– Vartanian te habría llamado -dijo Meredith en tono tranquilizador.

Justo al terminar la frase sonó el teléfono, y a Alex le dio un brinco el corazón al ver en la pantalla de identificación de llamadas que se trataba de Daniel.

– Es él. ¿Daniel? -respondió, incapaz de controlar el temblor de su voz.

– No es Bailey -la informó él sin preámbulos.

Alex se estremeció, aliviada.

– Gracias.

– De nada. Supongo que ya te habías enterado.

– En las noticias no han dado mucha información. Solo han dicho que ha habido otro asesinato.

– Yo tampoco sé gran cosa más.

– ¿Otro igual?

– Otro igual -confirmó él en tono quedo. Alex oyó que cerraba la puerta del coche y ponía el motor en marcha-. No quiero que salgas de casa sola. Por favor.

Un desagradable e inoportuno escalofrío recorrió el cuerpo de Alex.

– Hoy pensaba salir, tengo cosas que hacer. He de hablar con unas cuantas personas. No tendré otra oportunidad para hacerlo hasta que Meredith consiga volver.

Él emitió un ruido que denotaba impaciencia.

– Muy bien. No te apartes de la gente y no aparques el coche en un lugar alejado. De hecho será mejor que le pidas a algún mozo que te aparque el coche, y no vuelvas a acercarte a casa de Bailey sola. Y… llámame de vez en cuando para que sepa que estás bien. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -musitó ella, y se aclaró la garganta cuando Meredith le dirigió una mirada de complicidad-. ¿Registrará Loomis la casa de Bailey, ahora que por fin la han dado por desaparecida?

– Voy de camino a Dutton, a ver a Frank Loomis. Se lo preguntaré.

– Gracias. Por cierto, Daniel, si esta noche no puedes venir, lo entenderé.

– Haré todo lo posible por ir. Tengo que colgar, he de llamar a unas cuantas personas más. Adiós.

Y colgó. Alex cerró el móvil con cuidado.

– Adiós -musitó.

Meredith se sentó junto a Hope y ladeó la cabeza mientras miraba el dibujo de Alex y el de la niña sucesivamente.

– Utilizáis una técnica parecida, ninguna de las dos se sale de las líneas.

Alex alzó los ojos en señal de exasperación.

– Vale, soy perfeccionista.

– Sí, pero pintas muy bien. -Meredith rodeó a la niña por los hombros-. Tu tía Alex necesita un poco de diversión. Juega con ella mientras estoy fuera.

Hope levantó de golpe la barbilla y sus ojos grises se llenaron de pánico.

Meredith se limitó a acariciarle la mejilla con el pulgar.

– Volveré, te lo prometo.

A Hope empezó a temblarle el labio inferior. A Alex le partía el corazón verla así.

– No te dejaré sola, cariño -musitó-. Mientras Meredith esté fuera, no me separaré de ti ni un minuto. Te lo prometo.

Hope tragó saliva, luego bajó la vista al dibujo.

Alex se recostó en la silla.

– Menos mal.

Meredith posó la mejilla en los rizos de Hope.

– No te pasará nada, Hope. -Miró a Alex a los ojos-. Repíteselo de vez en cuando, necesita oírlo. Necesita creérselo.

«Yo también», pensó Alex, pero asintió con convencimiento.

– Lo haré. Hoy tengo que ir a un montón de sitios, el primero es el juzgado provincial. Necesito una licencia para poder llevar encima… el juguetito.

– ¿Cuánto tardan en concederla?

– En la página web pone que unas semanas.

– Y mientras, ¿qué? -preguntó Meredith con énfasis.

Alex miró el cuaderno de colorear de Hope. «Cuánto rojo.»