– Dios mío. ¿Qué ha ocurrido?
– Está bien -dijo Daniel. Rodeó el coche y ayudó a Alex a levantarse-. Vamos, Riley. -El basset saltó a la calle con aire holgazán. Alex hizo una mueca al oír la música. -¿Todavía sigue tocando?
La pelirroja asintió.
– Sí.
– ¿Y por qué no desenchufa el órgano? -preguntó Daniel, y la mujer le lanzó una mirada tan llena de ira que estuvo a punto de hacerlo retroceder-. Lo siento.
– He intentado desenchufar el órgano -soltó entre dientes-, y se ha puesto a gritar, muy fuerte. -Miró a Alex con frustración e impotencia-. Alguien ha llamado a la policía.
– Bromeas -le espetó Alex-. ¿Quién ha venido?
– Un agente llamado Cowell. Ha dicho que si no conseguíamos que la niña dejara de gritar, tendría que avisar a los Servicios Sociales, pues los vecinos se habían quejado. He vuelto a enchufar el órgano hasta que decidamos qué hacer. Alex, es posible que tengamos que sedarla.
Alex dejó caer los hombros.
– Joder. Daniel, esta es mi prima, la doctora Meredith Fallon. Meredith, este es el agente Daniel Vartanian. -Bajó la vista a sus pies-. Y este es Riley.
Meredith asintió.
– Me lo imaginaba. Entra, Alex. Tienes un aspecto horrible. Por favor, agente Vartanian, disculpe mi grosería. Tengo los nervios a flor de piel.
A él también empezaba a cargarlo la musiquita, y eso que solo llevaba oyéndola unos minutos. No podía imaginarse lo que debía de suponer oírla durante horas. Las siguió al interior de la casa, donde una pequeña de rizos rubios estaba sentada frente al órgano y tocaba todo el rato las mismas seis notas con un solo dedo. Ni siquiera pareció darse cuenta de que ellos estaban allí.
Alex apretó la mandíbula.
– Esto ya ha durado bastante. Tenemos que conseguir que Hope hable. -Se dirigió a la pared y desenchufó el órgano. De inmediato la música cesó y Hope levantó la cabeza con gesto airado. Abrió la boca y su pecho se hinchió a medida que iba llenando de aire los pulmones, pero antes de que pudiera emitir un solo ruido Alex se había plantado frente a ella-. No lo hagas. No grites. -Posó las manos en los hombros de la niña-. Mírame, Hope. Ahora.
Hope, sobresaltada, levantó la cabeza para mirar a Alex. Meredith, apostada junto a Daniel, soltó un resoplido de frustración.
– «No grites» -masculló con sarcasmo-. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?
– Chis -la advirtió Daniel.
– Vengo de tu casa, Hope -dijo Alex-. Mira, cariño, sé lo que viste. Sé que alguien hizo daño a tu mamá.
Meredith se quedó mirando a Daniel.
– ¿Ha estado en la casa? -preguntó moviendo los labios en silencio, y él asintió.
Hope miraba a Alex; su pequeño rostro expresaba tormento. Sin embargo, en vez de gritar dejó que las lágrimas rodaran en silencio por sus mejillas.
– Estás asustada -dijo Alex-. Yo también. Pero escucha, Hope, tu mamá te quiere, y tú lo sabes. Nunca te abandonaría por voluntad propia.
Daniel se preguntó si Alex estaba tratando de convencer a Hope o a sí misma. «Te odio. Ojalá te mueras.» Tanto si su madre había pronunciado realmente aquellas palabras como si no, lo cierto era que en la mente de Alex lo hacía. La carga que suponía vivir con eso era tremenda, Daniel lo sabía muy bien.
Todavía con lágrimas en las mejillas, Hope empezó a mecerse en la banqueta del órgano. Alex ocupó un lugar a su lado, estrechó a la niña entre sus brazos y se meció con ella.
– Chis, yo estoy aquí, y Meredith también. No te dejaremos, no te pasará nada.
Riley se acercó con sigilo hasta donde Alex se encontraba abrazada a Hope y le tocó el muslo con el hocico.
Alex tomó el puño cerrado de Hope, le extendió los dedos y le colocó la mano sobre la cabeza de Riley. Este soltó uno de sus profundos suspiros y posó el hocico en la rodilla de Hope. La niña empezó a acariciar la cabeza del perro.
Meredith Fallon exhaló un suspiro entrecortado y se dirigió a Daniel.
– Espero que no haga con su perro como con los colores y con el órgano. Si no, para esta noche Riley se habrá quedado calvo.
– Le pondré un crecepelo en la comida -dijo Daniel.
Meredith ahogó una carcajada que más bien sonó a sollozo.
– Así que ha entrado en la casa.
Daniel suspiró.
– Sí.
– Y usted ha entrado con ella.
– Sí.
– Gracias. -Se aclaró la garganta-. Alex, tengo hambre y necesito salir de esta casa. Esta mañana, mientras hacía footing, he visto una pizzería cerca de correos.
– ¿Presto's Pizza? -preguntó Daniel, sorprendido.
– ¿La conoce? -se extrañó Meredith, y él asintió.
– De niño me alimentaba a base de sus rodajas de salchichón. No sabía que todavía existiera.
– Pues entonces iremos ahí. Alex, maquíllate un poco, hoy cenamos fuera.
Alex levantó la cabeza y la miró con mala cara.
– No puede ser. Tenemos que ir a ver a la hermana Anne.
– Iremos después, a Hope también le conviene salir. Yo me he pasado el día llevándola entre algodones y observando todas sus reacciones. Tú has conseguido un cambio cualitativo, no quiero que retroceda.
– Nosotros también tenemos que cenar, Alex -terció Daniel, y ello le valió una agradecida mirada de Meredith-. No tardaremos mucho y luego iremos al centro de acogida. Además, nunca se sabe quién puede aparecer mientras cenamos. El tipo que ha intentado atropellarte te había estado espiando. Si no es él quien se llevó a Bailey, al menos puede que sepa quién lo hizo.
Ella asintió.
– Tienes razón, y no se trata solo de Bailey. También están las otras mujeres. Lo siento, Daniel, he sido una egoísta. Supongo que no pienso con demasiada claridad.
– No te preocupes, ha sido un día muy ajetreado. -Y como le pareció que lo necesitaba, se le acercó y la estrechó entre sus brazos. Ella posó la mejilla en su pecho y entonces Daniel se dio cuenta de que también él lo necesitaba-. Ve a cambiarte de ropa. -Miró a Hope, que seguía acariciando la cabeza de Riley. El perro le dirigió una sentida mirada y Daniel soltó una risita-. Date prisa, si no tendremos que ponerle una peluca a Riley.
Martes, 30 de enero, 19.00 horas.
Aferró el volante y miró por el retrovisor. Se pasó la lengua por los labios, nervioso. Todavía lo tenía detrás. El coche lo había estado siguiendo desde que entrara en la US-19.
Rhett Porter no tenía ni idea de adónde iba. Todo cuanto sabía era que tenía que huir. «Tengo que huir.» Lo tenían fichado. Lo supo en cuanto oyó a su amigo decir «nada» en aquel tono de desprecio. Su amigo. ¡Ja! Menudo amigo, que lo dejaba tirado como a un trapo sucio en cuanto las cosas se ponían feas.
Huiría. Sabía cosas; cosas de las que a cualquier fiscal que se preciara le encantaría enterarse, y pagaría por ello. Él a cambio pediría que lo protegieran como a un testigo.
Se mudaría a un lugar apartado, cambiaría de acento. Desaparecería.
Oyó acelerar el coche tras de sí un instante antes de sentir el golpe. El volante le saltó de las manos a la vez que los neumáticos se salían de la carretera. Se esforzó por hacerse con el control, pero era demasiado tarde. Vio que dejaba atrás la carretera, vio los árboles pasar a toda velocidad junto a la ventanilla. Oyó el crujido metálico contra la madera.
Notó el tremendo golpe en la cabeza, el dolor punzante en el pecho, la sensación de mareo cuando el coche empezó a rodar. Le llegó el olor férreo de la sangre. La suya. «Estoy sangrando.»
Cuando todo dejó de dar vueltas a su alrededor levantó la cabeza, aturdido. Estaba boca abajo, todavía sujeto al asiento. Oyó pasos y vio las rodillas de quien se agachó para mirar dentro de la chatarra que antes era su coche. Sus esperanzas se desvanecieron en cuanto los ojos que conocía bien y en los que un día confió lo observaron a través del cristal resquebrajado del parabrisas.