Alex alzó los ojos en señal de exasperación. Se sentía demasiado cansada para reírse.
– Come y calla, Mer. -Se acercó a la ventana y retiró la cortina para mirar el coche de policía camuflado.
– ¿Les llevamos café o algo?
– Seguro que lo agradecerán -opinó Daniel-. Si lo preparas, se lo llevaré. No quiero que salgas a menos que sea estrictamente necesario.
Meredith llevó el plato a la mesa. Retiró la cabeza de la princesa Fiona y al sentarse ella también suspiró.
– ¿Estamos bajo arresto domiciliario, Daniel?
– Ya sabes que no. Pero sería una negligencia por nuestra parte no asegurarnos de que estáis a salvo.
Alex ocupó la mente en preparar el café para los agentes.
– O esto o nos mudamos a una casa de incógnito.
Meredith frunció el entrecejo.
– A mí me parece que Hope y tú deberíais hacerlo.
Alex levantó la cabeza.
– Yo había pensado que lo hicierais Hope y tú.
– Claro, cómo no -dijo Meredith-. Mierda, Alex, mira que eres cabezota. A mí no han intentado matarme. Eres tú quien está en peligro.
– De momento -repuso Alex-. El capellán ha desaparecido, Mer. Y tengo la impresión de que han amenazado a la amiga de Bailey. Tú eres amiga mía, no creas que no se habrán fijado en ti.
Meredith abrió la boca, pero volvió a cerrarla y apretó los labios.
– Mierda.
– Bien dicho -terció Daniel-. Pensad en ello durante la noche. Podéis decidir mudaros mañana si queréis. Ese coche no se moverá de ahí al menos durante un día entero. -Se frotó la frente-. ¿Tenéis una aspirina, señoritas?
Alex extendió el brazo hasta el otro lado de la barra y alzó la barbilla. Podía ver el dolor en la mirada de Daniel.
– ¿Qué te duele?
– La cabeza -dijo él con irritación.
Ella sonrió.
– Acércate.
Él entornó los ojos con aire suspicaz y obedeció.
– Y cierra los ojos -musitó ella.
Tras dirigirle una última mirada, él hizo lo que le pedía. Entonces ella le presionó las sienes con los pulgares hasta que la sorpresa lo obligó a abrir los ojos.
– Estoy mucho mejor -dijo, perplejo.
– Estupendo. Fui a clases de digitopuntura con intención de aplicarme el remedio, pero nunca he conseguido hacer desaparecer mi propio dolor de cabeza.
Él rodeó la barra y deslizó la mano por debajo de su pelo.
– ¿Todavía te duele aquí?
Ella asintió y dejó caer la cabeza hacia delante mientras él presionaba con el pulgar el lugar exacto de la nuca donde sentía el dolor. Un escalofrío le recorrió la espalda.
– Es justo ahí. -Pero su voz sonó ahogada y de pronto notó que le faltaba el aire.
Se hizo el silencio en la habitación mientras él desplazaba las manos hasta sus hombros y los masajeaba a través del grueso paño de su chaqueta. Todo cuanto Alex podía oír era el goteo de la cafetera y el tamborileo de su propio pulso en la cabeza.
Meredith se aclaró la garganta.
– Creo que me voy a dormir -dijo.
La puerta del dormitorio de Meredith se cerró y se quedaron solos. Alex volvió a estremecerse cuando él retiró la chaqueta de sus hombros, pero la calidez de sus manos venció el escalofrío.
– Mmm. -Ella emitió un débil sonido gutural al apoyar los brazos en la barra tal como había hecho él.
– No te vayas a dormir -musitó él, y ella exhaló un suspiro.
– De eso nada.
Él le dio la vuelta de modo que quedaron frente a frente. Sus ojos parecían más azules, más intensos, y le produjeron un hormigueo por todo el cuerpo. Los latidos que antes notaba en la cabeza se habían desplazado y ahora sentía un golpeteo rítmico entre las piernas que le provocó ganas de apretarse contra él.
Entonces el mágico pulgar que le había masajeado la nuca le acarició el labio con suavidad, y ella se preguntó cómo debía de sentar eso… en otro sitio. Se preguntó cómo hacía una mujer para pedir una cosa así.
Pero dejó de pensar en cuanto él le cubrió los labios con los suyos. Le rodeó el cuello con los brazos y provocó en ella el derroche de sensaciones que no había vuelto a sentir desde… desde la última vez que él la besó. Su boca era suave y firme a la vez, y sus manos… Le presionó con fuerza la espalda y las deslizó hasta rodearle el torso. Hasta dejar reposar los pulgares bajo sus senos y hundir los dedos en sus costados.
«Tócame, por favor.» Pero las palabras no sonaron en voz alta y ella deseó que al mirarla a los ojos él comprendiera lo que quería decirle. Deslizó los pulgares hasta sus pezones y ella cerró los ojos.
– Sí -se oyó susurrar-. Justo ahí.
– ¿Qué deseas, Alex? -preguntó él con voz baja y grave. Formuló la pregunta mientras jugueteaba con sus senos, acariciándolos, tentándolos, hasta que a Alex le flaquearon las rodillas.
– Yo…
– Yo te deseo a ti -musitó él contra su boca-. Te lo digo para advertirte, si tú no deseas lo mismo…
Ella estaba temblando.
– Yo…
Lo notó sonreír contra sus labios.
– Limítate a asentir -susurró él, y ella lo hizo y tomó aire de golpe cuando él la empujó contra el armario y empezó a balancearse sobre ella.
– Sí, sí, justo ahí -dijo, y dejó de hablar cuando él se apropió de su boca con el beso más fuerte y apasionado de todos. Desplazó las manos a sus caderas y la alzó para acoplarse mejor.
De pronto, unos golpes en la puerta de entrada interrumpieron aquel momento.
– ¡Vartanian!
Daniel se echó atrás, se pasó la mano por la cara y se centró de inmediato. Con la mano derecha aferró la pistola guardada en la funda de la cadera.
– Quédate aquí -ordenó a Alex, y abrió la puerta de tal modo que no pudieran verla-. ¿Qué ocurre? -preguntó.
– Han llamado a todas las unidades -anunció una voz masculina, y Alex se desplazó hasta que vio quién había en la puerta. Era uno de los agentes del coche aparcado fuera-. Se han oído disparos en el 256 de Main Street, en una pizzería. Ha muerto un agente y dos personas más. Una de ellas era la camarera encargada de cerrar el local.
– Sheila -dijo Alex, y se le cayó el alma a los pies.
Daniel apretó la mandíbula.
– Ya voy yo. Quédate tú aquí. ¿Sigue Koenig en el coche?
– Sí. -El agente entró y saludó a Alex con una inclinación de cabeza-. Señora, soy el agente Hatton.
– Puedes confiar en el agente Hatton, Alex -aseguró Daniel-. Yo tengo que marcharme.
Dutton, miércoles, 31 de enero, 00.15 horas.
«Joder.» El silencio resultaba surrealista cuando Daniel se asomó por la puerta de Presto's Pizza, el restaurante donde tan solo unas horas antes había estado con Alex y Hope. Aferró su Sig y aguzó todos los sentidos, pero enseguida se dio cuenta de que era demasiado tarde.
Sobre la barra, junto a la caja registradora abierta, había un hombre negro desplomado. Sus brazos caían inertes por el borde, con las manos abiertas, y en el suelo había un arma del calibre 38. La sangre encharcaba la barra y goteaba por uno de los lados. Daniel no pudo evitar recordar el pequeño rostro de Hope cubierto con la salsa de la pizza.
Apartó de sí el escalofrío cuando vio a Sheila en un rincón, sentada en el suelo junto al aparato de radio. Tenía las piernas muy abiertas, sus ojos aparecían desorbitados y desprovistos de vida, y el pintalabios rojo resultaba esperpéntico en contraste con su rostro céreo. Todavía aferraba una pistola con ambas manos, ahora lacias sobre su regazo. Su uniforme había adoptado el tono vivo de la sangre que aún manaba de los agujeros del abdomen y el pecho y que también cubría la pared de detrás. Cuando un arma del calibre 38 atravesaba un cuerpo dejaba un buen agujero.
Con el rabillo del ojo Daniel detectó un movimiento y alzó la Sig, dispuesto a disparar.
– Policía. Levántese y ponga las manos donde yo pueda verlas.