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Por detrás de una mesa volcada apareció un hombre, y al reconocerlo Daniel bajó el arma, sorprendido.

– ¿Randy?

El agente Randy Mansfield asintió en silencio. La camisa blanca de su uniforme aparecía cubierta de sangre. El hombre, pasmado, dio un paso adelante. Daniel corrió hasta él y lo ayudó a sentarse en una silla mientras respiraba hondo.

– Mierda -susurró. Detrás de la mesa vio a un joven agente vestido con el uniforme del Departamento de Policía de Dutton, desplomado en el suelo sobre la espalda, con un brazo extendido y el dedo rodeando el gatillo de su revólver. Su camisa blanca mostraba una mancha de quince centímetros de diámetro a la altura del abdomen y de su espalda salía un reguero de sangre.

– Están todos muertos -musitó Randy en estado de shock-. Todos muertos.

– ¿Estás herido? -preguntó Daniel.

Randy negó con la cabeza.

– Hemos disparado los dos a la vez, el agente Cowell y yo. A él lo han herido. Está muerto.

– Randy, escúchame. ¿Estás herido?

Randy volvió a negar con la cabeza.

– No. La sangre es suya.

– ¿Cuántos hombres armados había?

Poco a poco las mejillas de Randy fueron recuperando el color.

– Uno.

Daniel presionó con los dedos la garganta del joven agente. No tenía pulso. Con la mano en que llevaba la pistola pegada al cuerpo, entró en la cocina por la puerta de vaivén.

– ¡Policía! -anunció a voz en grito, pero no obtuvo respuesta. No se oía ni un solo ruido. Penetró en la cámara frigorífica pero allí tampoco había nadie. Abrió la puerta trasera del restaurante, que daba a un callejón. Un Ford Taurus oscuro estaba parado con el motor en marcha. Si el agresor había acudido acompañado, la persona en cuestión hacía rato que se había dado a la fuga.

Enfundó la pistola y regresó al rincón donde yacía Sheila con el aspecto de una muñeca a la que hubieran dejado abandonada. Vio que de su bolsillo asomaba una cosa blanca. Se enfundó un par de guantes de látex que siempre llevaba en el bolsillo y se agachó a su lado, seguro de lo que iba a encontrar.

La cosa blanca era una tarjeta de visita. La suya.

Daniel se tragó la bilis que le había subido a la garganta y escrutó el rostro de Sheila. De haberla visto antes de ese modo la habría reconocido de inmediato, pensó con amargura. Con los ojos inertes y los músculos de la cara lacios, el parecido con una de las mujeres de las fotos de Simon resultaba mucho más claro.

– Pero ¿qué te crees que estás haciendo?

La voz lo sobresaltó. Daniel se levantó despacio y vio a Frank Loomis apostado en mitad del restaurante; sendas manchas de color destacaban en sus pálidas mejillas.

– Era mi testigo -explicó.

– Pero esta es mi ciudad, mi jurisdicción, mi escenario del crimen. No estás invitado, Daniel.

– Eres tonto, Frank. -Daniel miró a Sheila y tuvo claro lo que debía hacer-. Yo también lo fui, pero se acabó.

Salió de la pizzería y pasó junto al pequeño grupo de vecinos que, horrorizados, se habían congregado en la puerta. Cuando estuvo solo llamó a Luke.

– Papadopoulos.

Oía la televisión de fondo.

– Luke, soy Daniel. Necesito que me ayudes.

El ruido de fondo del televisor cesó de golpe.

– Habla.

– Estoy en Dutton, necesito las fotos. Luke guardó silencio un momento.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Creo que he identificado a otra chica.

– ¿Está viva?

– Hasta hace veinte minutos lo estaba. Ahora ya no.

– Dios mío. -Luke exhaló un suspiro-. ¿Cuál es la combinación de tu caja fuerte?

– La fecha de cumpleaños de tu madre.

– Llegaré en cuanto pueda.

– Gracias. Tráemelas al 1448 de Main Street. Es una casa de una sola planta, está junto a un parque.

Daniel colgó y antes de darse tiempo a cambiar de idea llamó a Chase.

– Te necesito en Dutton. Ven, por favor.

Dutton, miércoles, 31 de enero, 00.55 horas.

– ¿Está seguro de que no quiere que le traiga nada, agente Hatton?

– Estoy bien, señora.

– Pues yo no -masculló Alex mientras iba y venía por la pequeña sala de estar.

– Siéntate, Alex -le ordenó Meredith con calma-. Así no ayudas nada.

– Tampoco hago ningún daño a nadie. -Se disponía a acercarse a la ventana cuando captó la mirada de advertencia del agente Hatton.

– Lo siento.

– Su prima tiene razón, señorita Fallon. Tendría que intentar relajarse.

– No ha dormido ni ha comido nada -explicó Meredith al agente.

Hatton sacudió la cabeza.

– Y eso que es enfermera. Tendría que saber cuidarse mejor. Alex les lanzó sendas miradas y se dejó caer en el sofá. Un segundo más tarde, se levantó al oír que llamaban a la puerta.

– Soy Vartanian -gritó Daniel, y Hatton abrió la puerta.

– ¿Qué hay?

– Tres muertos -respondió Daniel-. Uno de ellos era mi testigo. Hatton, necesito hablar con la señorita Fallon -dijo, y el agente Hatton se llevó la mano a la sien a modo de saludo.

– Señoritas -se despidió-. Estaré fuera -dijo a Daniel.

– ¿Salgo yo también? -preguntó Meredith, y Daniel negó con la cabeza. Luego cerró la puerta y se la quedó mirando durante un buen rato, y a cada segundo que pasaba Alex tenía más miedo.

Al final no pudo soportar más el silencio.

– ¿Qué tienes que decirme?

Él se dio la vuelta.

– No es nada agradable.

– ¿Para quién? -preguntó ella.

– Para ninguno de nosotros -dijo de modo críptico. Se dirigió al lugar de la barra donde antes la había besado y se inclinó sobre ella, cabizbajo.

– La primera vez que te vi me impresioné mucho -empezó.

Alex asintió.

– Acababas de ver la foto de Alicia en un periódico viejo.

– Ya la había visto antes de eso. Leíste los artículos que hablan de mi hermano Simon, ¿verdad?

– Algunos. -Alex se sentó en el sofá-. «Te veré en el infierno, Simon» -musitó-. Así, cuando te lo dije tú ya sabías lo que significaba.

– No, no lo he sabido hasta esta noche. ¿Has leído el artículo que cuenta que mis padres viajaron a Filadelfia en busca de un chantajista?

Alex negó con la cabeza pero Meredith dijo:

– Ese lo he leído yo. -Se encogió de hombros-. No podía pasarme el día entero coloreando, me habría vuelto loca. El artículo cuenta que una mujer estaba haciendo chantaje a los padres de Daniel. Cuando fueron a Filadelfia para enfrentarse con ella, se enteraron de que Simon seguía vivo y él los mató.

– Te has perdido lo mejor de todo -soltó Daniel con sarcasmo-. Mi padre siempre supo que Simon estaba vivo. Lo echó de casa a los dieciocho años y se aseguró de que no volviera jamás. Contó a todo el mundo que Simon había muerto para que mi madre no lo buscara, y simuló el funeral, el entierro… Todo. Yo creí que había muerto, todos lo creímos.

– Debió de ser una impresión tremenda descubrir que vivía -dijo Meredith en tono quedo.

– Por no decir algo peor. Simon siempre fue mala persona. Cuando tenía dieciocho años mi padre descubrió una cosa de él que fue la gota que colmó el vaso. Por eso lo echó de casa y se quedó la prueba para asegurarse de que no volviera a dejarse ver jamás.

– ¿Qué es, Daniel? -preguntó Alex-. Dímelo ya.

A él le tembló un músculo de la mandíbula.

– Son fotos de mujeres; de adolescentes. Se las hicieron mientras las violaban.

Oyó el breve grito ahogado de Meredith. Alex, en cambio, se había quedado muda.

– ¿Alicia estaba entre ellas? -preguntó Meredith.

– Sí.

Meredith se pasó la lengua por los labios.

– ¿Cómo dio la chantajista con las fotos?

– En realidad no las tenía ella, las tenía mi madre, y cuando descubrió que Simon llevaba todo ese tiempo vivo, me las hizo llegar a mí por si no conseguía… sobrevivir. La chantajista conocía a Simon desde que eran niños, lo vio en Filadelfia y se enteró de que lo habían dado por muerto.