Alicia. Sheila y Rita. Gretchen y Carla. Y Cindy. Todas habían sido violadas. Y la pobre Cindy había acabado suicidándose. Qué tremenda depresión debía de haber sufrido. Alex lo sabía muy bien. «Pobre Cindy. Pobre Sheila.»
Y pobres de las otras nueve chicas a quienes no conocía…
Daniel llevaba una semana entera sin poder apartar aquellos rostros de su mente. «Pobre Daniel.»
Incluso dormido, su atractivo rostro mostraba una expresión severa. Se había despojado de la americana; era el único gesto de comodidad que parecía haberse permitido. Su torso musculado subía y bajaba cubierto por la camisa que se había desabotonado lo justo y necesario para que el cuello no le apretara. Se había aflojado la corbata y ahora la llevaba suelta y ladeada. Aún llevaba encima la pistola, enfundada a la altura de la cadera. También llevaba puestos los zapatos. Incluso dormido lo tenía todo a punto para entrar en acción.
Las fotografías volvieron a asaltar su mente. Después de haber visto a trece víctimas no costaba mucho formarse una idea de qué aspecto debía de tener Alicia en las mismas circunstancias. Pensó en la primera vez que Daniel la había visto en las oficinas del GBI, en su cara de estupefacción.
Recordó la forma en que la había mirado justo antes de besarla, esa noche y también por la tarde, en el coche, después de que intentaran matarla. «¿Qué quieres de mí?», le había preguntado ella. «Nada que tú no quieras y estés… deseosa de ofrecer», había respondido él.
En ese momento lo había creído, pero ahora ya no estaba tan segura de creerlo.
Él se sentía culpable. Profunda y tremendamente culpable. Lo que Daniel Vartanian quería era reparar los daños.
Alex no quería que ningún hombre la utilizara para reparar los daños causados, no quería que se acercaran a ella con fines benéficos. Ya le había ocurrido una vez, con Richard, y había resultado un enorme fracaso. No quería volver a fracasar.
Supo que Daniel acababa de despertarse en el mismo instante en que lo hizo. Abrió los ojos con igual lentitud que efectuó el resto de los movimientos. Y cuando clavó aquellos intensos ojos azules en su rostro, Alex se echó a temblar. Él se la quedó mirando un momento antes de darse media vuelta y extender el brazo para atraerla hacia sí.
Entonces Alex supo que no importaba lo que quisiera o dejara de querer; solo importaba lo que necesitaba, y en esos momentos lo necesitaba a él. Daniel apoyó la espalda en un rincón del sofá y le indicó que se sentara sobre su regazo. Ella le hizo caso y absorbió con avidez su calor.
– Tienes las manos heladas -musitó él, y las tomó con delicadeza entre las suyas.
Ella enterró la mejilla en sus firmes pectorales.
– Riley tiene acaparada la colcha.
– Por eso en casa no dejo que duerma conmigo.
Ella levantó la cabeza para mirarlo, necesitaba saberlo.
– Y ¿quién duerme contigo?
Él no intentó disimular.
– Nadie. Hace mucho tiempo que no duermo con nadie. ¿Por qué lo preguntas?
Alex pensó en la nueva esposa de Richard.
– Necesitaba saber si tenías dos cuerdas en el arco.
Pensaba que lo vería esbozar su sonrisa ladeada pero conservó la expresión completamente seria.
– Tú eres la única cuerda. -Le acarició el labio con el pulgar y un cosquilleo recorrió el cuerpo de Alex-. Has estado casada.
– Y ahora estoy divorciada.
– ¿Has sentido que tenían dos cuerdas en el arco? -le preguntó, en tono muy quedo.
– Más bien me he sentido como la cuerda de repuesto -respondió ella, medio sonriente.
Él siguió sin sonreír.
– ¿Lo amabas?
– Eso creía. Pero me parece que en realidad solo quería no estar sola por la noche.
– Así que cuando llegabas a casa por la noche -dijo, mirándola con intensidad creciente-… él estaba allí.
– No. Al principio era residente en el hospital donde yo trabajaba. Salimos unas cuantas veces. Mi compañera de piso se mudó y antes de que me diera cuenta lo tenía metido en casa. Nos veíamos en el hospital, pero en las horas libres coincidíamos poco. Él no paraba mucho en casa.
– Con todo te casaste con él.
– Sí.
No sabía muy bien cómo Richard y ella habían acabado casándose. En realidad no recordaba el momento en que él se lo había pedido.
– ¿Lo amabas?
Era la segunda vez que formulaba la pregunta.
– No. Quise amarlo, pero no lo conseguí.
– ¿Te trataba bien?
Ante la pregunta ella sonrió.
– Sí. Richard es… un buen hombre. Le gustan los niños y los perros… -Se interrumpió al darse cuenta de adónde la estaban conduciendo sus palabras-. Pero creo que a mí me veía como un trofeo. Era su pequeña Eliza Doolittle.
El frunció el entrecejo.
– ¿Por qué quiso cambiarte por otra?
Ella se lo quedó mirando unos instantes. Sus palabras le sentaban como un bálsamo y aligeraban la carga que suponía no haber llegado a ser lo que Richard necesitaba, o no haber conseguido lo que ella quería para ambos.
– Más bien fue cosa mía, creo. Quería ser… interesante, dinámica. Desenfrenada.
Él arqueó las cejas.
– ¿Desenfrenada?
Ella rió con timidez.
– Ya sabes. -Movió las cejas y él asintió, pero siguió sin sonreír.
– Querías que tuviera ganas de volver a casa contigo.
– Imagino que sí. Pero no podía ser lo que él quería que fuera. Lo que yo misma quería obligarme a ser.
– ¿Por eso se marchó?
– No, me marché yo. Los hospitales son como los pueblos pequeños, bajo las apariencias se esconden muchas cosas. Richard tuvo varias aventuras, todas muy discretas. -Siguió mirándolo a los ojos-. Tendría que haberme dejado, pero no quería hacerme daño.
Daniel se estremeció.
– He captado la indirecta. Así que lo dejaste tú.
– Conoció a otra persona, que por suerte no es una de las enfermeras. Si no, no habría soportado quedarme.
Él la miraba con el entrecejo fruncido.
– Creía que te habías marchado.
– Me marché de casa. Para entonces teníamos una de propiedad y permití que él se quedara a vivir allí. Pero no me marché del hospital, yo había llegado primero.
Él la miró con perplejidad.
– Le dejaste la casa pero no el trabajo.
– Exacto. -Alex respondió con total naturalidad porque, de hecho, a ella eso le parecía lo más natural-. Acabó la residencia y firmó un contrato a tiempo completo en urgencias. Creo que todo el mundo esperaba que yo me marchara, que pidiera un traslado a pediatría o a cirugía o a algún otro sitio. Pero a mí me gusta el trabajo en urgencias, y por eso no me marché.
Él pareció desconcertado.
– Supongo que se dan situaciones incómodas.
– Por no decir algo peor. -Se encogió de hombros-. En fin. Hace un año que me marché de casa, y su nueva compañera se mudó allí enseguida. Hacen buena pareja.
– Eso denota mucha generosidad por tu parte -dijo él en tono cauteloso, y ella rió con tristeza.
– Supongo que me gustaba demasiado para desearle mal. En cambio Meredith habría querido atarlo entre dos hormigueros cubierto de miel.
Al final la comisura del labio de Daniel se elevó y con ella también se elevó el ánimo de Alex.
– Tomo nota -musitó-: «No encabronarás a Meredith».
Ella hizo un gesto afirmativo, contenta de haber conseguido que sonriera.
– Exacto.
Sin embargo, la sonrisa de Daniel se desvaneció enseguida.
– ¿Has vuelto a soñar esta noche?
Tan solo recordar los sueños volvió a provocarle escalofríos.
– Sí.
Se frotó los brazos para entrar en calor y él le tomó el relevo abrazándola y frotándole la espalda con brío. El hombre parecía un horno; era cálido, fuerte y varonil, y ella se acurrucó en él con ganas de más.