– ¿Qué estás haciendo? -susurró, y ella lo miró con aire inocente.
– ¿Tú qué crees?-contestó.
A Daniel le tembló un músculo de la mandíbula.
– Creía haberte dicho que te fueras a la cama.
Ella le acarició la cintura con los dedos y los abdominales de Daniel se contrajeron y todo su cuerpo se puso tenso.
– ¿De verdad quieres que lo haga? -volvió a susurrar. Observó su rostro, su lucha interior resultaba evidente.
Entonces él se estiró por encima del sofá para mirar la puerta del dormitorio de Meredith, y Alex se aguantó la risa y lo atrajo hacia ella tirando de los faldones de su camisa. Él se dejó caer de golpe y entonces ella lo rodeó por el cuello y lo besó igual que él la había besado antes. Con un gemido él le correspondió con avidez, una avidez salvaje. Y el movimiento de sus caderas era brusco e igual de salvaje.
Apartó la boca.
– Esto es una locura -musitó contra sus labios-. Parecemos adolescentes, haciendo el amor en el sofá.
– De eso nada. Yo tengo casi treinta años y quiero hacer el amor en el sofá. -Lo miró a los ojos con expresión desafiante-. Contigo. Dime: ¿quieres que pare?
– No -respondió él con voz grave y entrecortada-. Pero ¿estás segura?
– Segurísima. -Le bajó la bragueta. Su primer tanteo fue tímido, pero él dio un respingo y susurró unas palabras de reniego. Ella retiró la mano de inmediato.
– Si no lo tienes claro… No quiero que hagas nada que te incomode.
Él la acalló estampándole un beso. Luego desabrochó el cierre de la funda de la pistola y depositó el arma en el suelo. Sacó la cartera del bolsillo trasero de sus pantalones, extrajo un preservativo y lanzó la cartera al suelo, junto a la pistola. La miró con sus ojos azules más brillantes que el centro de una llama y el doble de ardientes.
– Piénsalo bien, Alex.
Sin dejar de mirarlo, ella se bajó las braguitas de algodón deslizándolas por las piernas y las apartó de una patada.
– Por favor, Daniel.
Él bajó la mirada a la parte de su cuerpo que acababa de descubrir. Alex lo vio esforzarse por tragar saliva y de pronto comprendió que ese momento era más que la unión de mutuo acuerdo entre dos adultos que se atraían en extremo. Era el momento en que él dejaría de verla como una víctima.
Y tal vez el momento en que también ella dejaría de verse así.
– Por favor, Daniel -volvió a susurrar.
Él se la quedó mirando el tiempo que duraron tres fuertes latidos del corazón de Alex. Luego, con las manos trémulas, rompió el envoltorio del preservativo y se cubrió con él. Deslizó los brazos bajo la espalda de ella y le rodeó la cabeza con las manos mientras se acomodaba entre sus piernas. Se apropió de su boca con una silenciosa autoridad que resultó mucho más intensa que sus besos más ardientes. Y entonces la penetró con un gesto lento y reverente que dejó a Alex sin respiración.
Todos sus movimientos de caderas eran lentos, y la observó responderle acoplándose a él. Entonces se movió y ella dio un grito ahogado ante el inesperado placer que recorrió su cuerpo.
Él le acarició la oreja con los labios y la hizo estremecerse.
– ¿Ahí está bien? -susurró.
– Ahí está perfecto.
Ella le rodeó las nalgas con las manos, excitada por el movimiento de tensión y flexión de sus músculos. Era un hombre de bella figura, fuerte, y estaba en buena forma física.
Poco a poco, él la elevó de nuevo y se balanceó con más fuerza contra ella hasta que a Alex el corazón comenzó a latirle a mayor velocidad que antes. Él se movió cada vez más rápido hasta que empezó a perder el control. Alex quería verlo perder el control, quería ser quien rompiera su comedimiento y le hiciera olvidar quién era y dónde estaba; quería que… la tomara.
Ella desplazó la mano hasta su cadera y le acarició con las puntas de los dedos la sensible piel de la ingle, y su cuerpo sufrió una sacudida. Dio un grave gemido y se quedó inmóvil, temblando contra su cuerpo.
– Daniel, por favor -le susurró al oído-. Hazlo. Ahora.
Él se estremeció al perder el control. Empezó a agitar las caderas con movimientos frenéticos, como si no pudiera entrar lo suficiente, apresurarse lo suficiente. Eso, eso era lo que ella quería. Lo quería a él, sin reservas. Lo acompañó hasta lo alto de cada cumbre, aferrada a sus hombros, clavándole las uñas en la espalda para acercarse más, atrayéndolo más dentro de sí hasta que de nuevo se sintió al límite. Entonces él, con un último y firme movimiento ascendente en su interior, la hizo desmoronarse. Ella estaba a punto de gritar, pero él le cubrió la boca con la mano y amortiguó el sonido.
Cuando la sacudida de su cuerpo se rindió a los espasmos, él se puso rígido y su espalda se arqueó como si fuera a aullarle a la luna, pero no emitió sonido alguno. Tensó la mandíbula y empezó a mover rápidamente las caderas, empujando con firmeza y hasta el fondo. Durante un prolongado instante se quedó inmóvil sobre ella, mostrando su espléndida virilidad. Entonces soltó el aire de golpe, se desplomó y enterró el rostro en la curva de su hombro. Resollaba y todo su cuerpo se convulsionaba. Alex le acarició la espalda por debajo de la camisa que aún llevaba puesta.
Cuando los espasmos cesaron, él alzó la cabeza y la apoyó sobre el brazo doblado por el codo para poder mirarla a los ojos. Tenía las mejillas rojas, los labios húmedos y la respiración todavía agitada. Pero sus ojos… Siempre acababa fijándose en sus ojos.
Parecía impresionado, y Alex se sintió como si acabara de conquistar el Everest. Él exhaló un hondo suspiro.
– ¿Te he hecho daño?
Ella negó con la cabeza, le encantaba poder mirarlo.
– No. Ha sido perfecto.
Otro temblor recorrió el cuerpo de Daniel; una réplica, esa vez más leve.
– Estabas muy tensa. Tendrías que haber estado más cómoda, en la cama. Tendría que…
– Daniel. -Le presionó los labios con los dedos-. Ha sido perfecto. Perfecto. -Repitió la palabra en un susurro, y lo vio sonreír.
– Eso parece un desafío total. La próxima vez…
– ¡Policía! ¡Quieto ahí!
Los gritos procedían del exterior y de inmediato Daniel se puso de rodillas, en guardia. Se abrochó los pantalones, se levantó y recogió la pistola.
– Quédate ahí -dijo a Alex.
Él se situó junto a la ventana y echó un vistazo entre las cortinas de encaje.
Alex se quedó tumbada hasta que lo vio relajar los hombros.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– ¿Qué pasa? -preguntó a su vez Meredith, asomando la cabeza por una rendija de la puerta.
– Es el repartidor de periódicos -respondió Daniel-. Hatton ha recogido el periódico y viene hacia aquí. No parece muy contento -añadió, y por su voz él tampoco lo parecía-. ¿Qué debe de pasar?
Alex recogió su ropa interior del suelo y la guardó en el bolsillo de la bata antes de ajustársela a la cintura. Haciendo caso omiso de la cara de sorpresa de Meredith, corrió a la cocina y se distrajo preparando café mientras Daniel le abría la puerta al agente Hatton.
– Lo siento, Daniel -dijo Hatton-. Señorita Fallon. -Saludó con la cabeza, primero a Alex y luego a Meredith. Al parecer no era el tipo de hombre dispuesto a perder el tiempo repitiendo un nombre que servía para las dos. Se volvió hacia Daniel-. Hemos visto su furgoneta y al principio no sabíamos que era el repartidor de periódicos. Echa un vistazo a la portada. Tu amigo Woolf está muy ocupado últimamente.
Daniel aferró el periódico y lo miró con expresión sombría.
Alex se olvidó del café y corrió a arrancarle el periódico de las manos a Daniel. Al principio puso cara de extrañeza pero enseguida abrió los ojos como platos.
– ¿Rhett Porter está muerto?
– ¿Quién es Rhett Porter? -quiso saber Meredith, que leía la portada por encima del hombro de Alex.