Decepcionada porque él tampoco había reconocido la canción, Alex se puso en pie. Las rodillas aún le escocían de la caída del día anterior.
– Tengo que sacar al perro de Daniel.
Hatton sacudió la cabeza.
– Ya lo saco yo, señorita Fallon. -Se volvió hacia Hope-. Tienes que ir a arreglarte, a las chiquillas les lleva tiempo acicalarse.
– Ya veo que es cierto que tiene seis hijas -dijo Meredith en tono irónico.
Hope presionó con las palmas de las manos la suave barba de Hatton y de súbito su pequeño rostro adoptó una expresión vehemente.
– Yayo.
Era la primera palabra que pronunciaba; tenía una vocecilla dulce.
Hatton pestañeó y sonrió a Hope.
– ¿Tu yayo tiene una barba como la mía?
– ¿La tiene? -preguntó Meredith, y Alex trató de imaginar el rostro de Craig Crighton.
«Silencio. Cierra la puerta.»
Cuando fue capaz de pensar, negó con la cabeza.
– Que yo recuerde, nunca ha llevado barba. -Rodeó con la mano la mejilla de Hope-. ¿Has visto a tu yayo?
Hope asintió, sus grandes ojos grises denotaban tanta tristeza que Alex sintió ganas de echarse a llorar. Pero se esforzó por sonreír.
– ¿Cuándo, cariño? ¿Cuándo has visto al yayo?
– ¿No dijiste que la monja del centro de acogida te contó que Bailey no había encontrado a su padre? -preguntó Meredith.
– La hermana Anne dijo que creía que no lo había encontrado. -Alex frunció el entrecejo-. Ya sabes, Daniel no me ha dicho que haya vuelto a ver a la hermana Anne; ni a Desmond.
– Sé que anoche pasó por allí. Lo comprobaré mientras ustedes se preparan -se ofreció Hatton. Bajó a Hope al suelo y alzó su pequeña barbilla-. Ve con tu tía -dijo, y la obediente Hope le dio la mano a Alex.
– Tiene que quedarse aquí -dijo Meredith señalando a Hatton-. Sabe tratar a Hope.
– Podemos pedirle que nos deje su varita mágica -repuso Alex en tono burlón, y de pronto Hope levantó la cabeza, horrorizada. Alex miró a Meredith y, haciendo caso omiso del dolor de las rodillas, se agachó para mirar a Hope a los ojos.
– Cariño, ¿qué es la varita mágica?
Pero Hope no dijo nada. Estaba petrificada, aterrada. Alex la rodeó con los brazos.
– Hijita -susurró enterrando el rostro en sus rizos rubios-, ¿qué has visto?
Pero Hope no dijo nada y a Alex le dio un vuelco el corazón.
– Ven, cariño. Te daré un baño.
Bernard, Georgia, miércoles, 31 de enero, 6.25 horas.
– Qué ágil es el muy cabrón -masculló el agente Koenig, situado detrás de Daniel.
Daniel observó a Jim Woolf subirse a un árbol.
– Nadie lo habría dicho. -Tensó la mandíbula al mirar a través de los árboles hacia la zanja que bordeaba la carretera-. Ha tomado muchas fotos antes de elegir el árbol. No quiero saber de quién se trata esta vez.
– Lo siento, Daniel.
– Yo también. -El teléfono móvil vibró en su bolsillo. Era Chase-. Acabamos de llegar -dijo-. Koenig y yo. Todavía no hemos examinado el escenario. ¿Dónde estás tú?
– No muy lejos. He venido con las luces puestas. Acercaos y mirad qué hay. Me esperaré.
Daniel se abrió paso entre los árboles sin despegar el móvil de la oreja mientras imaginaba a Jim Woolf fotografiándolo con cara de asombro. Al llegar al borde de la zanja se detuvo.
– Hay otra víctima -dijo a Chase-. Otra manta marrón.
Chase emitió un sonido gutural de enojo.
– Haced bajar a ese imbécil del árbol y controladlo todo. Yo ya estoy saliendo de la carretera interestatal, y la científica y los forenses están de camino.
Dutton, miércoles, 31 de enero, 6.45 horas.
Enfiló el camino de entrada a su casa aliviado y exhausto; tenía todo el cuerpo rígido excepto donde habría querido tenerlo así. Pero Kate estaba sana y salva, y eso era lo que importaba. Le quedaba una hora para ducharse, vestirse y tranquilizarse antes de la reunión informativa en casa del congresista Bowie.
En la vida había drama y política, pensó. A veces eran una misma cosa. Se detuvo en el porche de la entrada para recoger el periódico y, a pesar de que esperaba la noticia, el corazón le dio un brinco.
– Rhett -masculló-. Imbécil. Te lo advertí.
La puerta de entrada se abrió y en el vano apareció su esposa. Tenía la mirada llena de dolor.
– Antes procurabas que los vecinos no se enteraran de tus escapadas nocturnas. Y los niños menos.
Él estuvo a punto de echarse a reír. Después de todas las veces que su esposa había hecho la vista gorda cuando regresaba a casa tras haber pasado la noche con otra mujer, tenía que elegir precisamente ese día para discutir. Justo el día en que no había hecho nada malo.
«Sí, sí que has hecho algo malo. Tendrías que haberle dicho a Vartanian lo de las otras siete mujeres. No hay bastante con que Kate esté a salvo. Si alguna otra muere… la responsabilidad será tuya.»
Su mujer entornó los ojos para escrutarlo.
– Da la impresión de que hayas dormido vestido.
– Así es. -Las palabras brotaron de su boca antes de que pudiera evitarlo.
– ¿Por qué?
No podía contárselo. No la amaba, ni siquiera estaba seguro de haberla amado alguna vez. Pero era su esposa y la madre de sus hijos, y descubrió que todavía tenía suficiente amor propio para admitir que su opinión le importaba. No podía contarle lo de Kate, no podía contarle nada.
En vez de eso le tendió el periódico.
– Rhett ha muerto.
Su esposa exhaló un suspiro trémulo.
– Lo siento.
De verdad lo sentía, porque era una persona decente. Nunca le había caído bien Rhett, nunca había aprobado su «amistad». Ja. Amistad. Más bien era un pacto de supervivencia. Mantén una buena relación con tus enemigos; así sabrás si alguna vez piensan traicionarte. Era un sabio consejo que había recibido de su padre hacía mucho tiempo.
Su padre se refería a los enemigos políticos, no a los supuestos amigos, pero el consejo era igualmente válido.
– Se… mmm… se ha salido de la carretera.
Ella abrió la puerta un poco más.
– Entra.
Él cruzó el umbral y la miró a los ojos. Durante todos esos años había sido una buena esposa. Él nunca había querido hacerle daño. No fue capaz de controlarse, eso era todo. Ninguna de sus aventuras había significado nada para él, excepto la última.
Aún se sentía fatal con respecto a ella. Normalmente solo utilizaba a las mujeres para practicar sexo. Sin embargo, Bailey Crighton le había servido para obtener información. Había cambiado desde que nació su hija, ya no era la puta con quienes todos se habían acostado en un momento u otro.
Ella creía que le importaba de veras, y en cierta manera así era. Bailey había tratado por todos los medios de forjar un futuro para ella y para Hope, y ahora había desaparecido. Él sabía dónde estaba y quién se la había llevado pero no podía hacer nada por ayudarla, igual que tampoco podía hacer nada por ayudar a las otras siete mujeres que estaban en el punto de mira del asesino.
– Te prepararé unos huevos mientras te duchas y te cambias -dijo su esposa en tono quedo.
– Gracias -respondió él, y ella abrió los ojos como platos. Pensó que muy pocas veces le había agradecido algo. Claro que, si revisaba la lista de todos sus pecados, el hecho de ser descortés no era nada comparado con haber violado a alguien. O con ser responsable de la muerte de las mujeres a quienes se había negado a ayudar.
Atlanta, miércoles, 31 de enero, 8.45 horas.
Daniel se dejó caer en la silla junto a la mesa de reuniones. Se pasó las manos por el rostro; ni siquiera había tenido tiempo de afeitarse. Gracias a Luke, por lo menos se había cambiado de ropa.
Claro que el mérito era de mamá Papadopoulos, que la tarde anterior había estado llamándolo a cada hora, preocupada por «el pobre Daniel». Luke le había llevado un traje al despacho de camino al trabajo. Se le veía cansado y ojeroso, y Daniel comprendió que su amigo también tenía problemas. Pensó en las fotografías que Luke tenía que mirar todos los días para descubrir a los cabrones que difundían imágenes prohibidas de niños por internet.