Beth se volvió a mirar al hombre de los granos, que seguramente debió haber pensado que tenía la propiedad en su bolsillo. La verdad es que no sabía qué es lo que quería que sucediera a continuación, pero sí sentía una temerosa fascinación por saber quién se quedaría con la propiedad al final.
El hombre que la había derrotado miraba a Jim Neilson como a una serpiente reptando entre la hierba. Sin intención de dejarse abatir aumentó la oferta en dos mil.
– Ofrezco otras cinco mil -llegó la contraoferta, de una manera casual, como si la cifra no significara nada para Jim Neilson.
El hombre de los granos se dio por vencido. Al parecer, ganar era en definitiva el juego vital de Jim Neilson. ¿Pero qué ganaba comprando la propiedad?
Se sintió muy frustrada cuando el subastador cerró la venta. No quería volver a hablar con él, pero tenía que saber cuáles eran sus propósitos respecto a la granja.
La gente empezó a marcharse. Jim Neilson se quedó hablando con el subastador, sin duda discutiendo sobre las formalidades necesarias para cerrar el trato. Al verse desplazada, Beth volvió a sentir la amargura de la derrota.
Haciendo un esfuerzo, le sonrió a su tía que la miraba con un aire ligeramente aturdido.
– Gracias por intentar ayudarme, tía Em. Salgamos de aquí.
– ¿No crees que deberíamos esperar? -dijo indicando la mesa del subastador.
– No aquí -respondió Beth con decisión.
– Como quieras, querida.
Salieron enseguida. Ya en la escalinata de la galería, vio al hombre de los granos conversando con un socio.
– Ese hombre es necio. La propiedad no vale mucho, no sacará ningún beneficio de ella -decía con resentimiento.
«Dinero, siempre el dinero», Beth pensó disgustada. Tenía razón: ese hombre consideraba la propiedad como un negocio, y nada más.
La pregunta importante era cómo la consideraba Jim Neilson. Por su anterior declaración, se deducía que al parecer no tenía motivos para pagar por la propiedad más de lo que valía el terreno. Entonces tendría que haber una razón oculta en su decisión de adquirir una casa y unas tierras que no deseaba poseer en modo alguno.
– ¿Qué piensas de todo esto, tía Em?
– Pienso que deberíamos tomarnos un café. Hay un termo en la cesta y nos queda mucha tarta.
– Me refiero al resultado de la subasta.
– Bueno, querida, no sé qué es lo que sucedió anoche entre tú y Jim. Pero, por lo que escuché y observé mientras conversabais esta tarde, pienso que compró la granja por ti -dijo cautelosamente, mirándola de soslayo.
La cara y el cuello de Beth se cubrieron de rubor.
– No podría aceptar ningún regalo de él -disparó las palabras con vehemente énfasis.
La tía de Beth no hizo ningún comentario, permitiéndole que pensara en lo que acababa de decir, mientras se dirigían al coche.
Beth había puesto en palabras el pensamiento que le rondaba la cabeza desde que Jim hizo su oferta por la propiedad. No había querido admitirlo, pero si era cierto, significaba que Jim no daba por concluida la confrontación mental entre ellos. Le daba opción al juego, regalándole el único sueño que él podía regalar.
No deseaba quedar mal. Orgullo, eso era lo que lo movía. Así que había cumplido con ella en un aspecto. Quería compensarla dándole algo: equilibrar la balanza con su maldito talonario de cheques. Pero el dinero no tenía corazón, y tampoco espíritu.
Daba vuelta a estos pensamientos mientras su tía se ocupaba de la cesta del picnic. Bebió una taza de café sin probar la tarta porque sentía un nudo en el estómago.
Los coches comenzaban a marcharse.
Beth echó una mirada a la casa. Un hombre guardaba las sillas y detrás de él, un grupo de personas rodeaba la mesa del subastador.
– Quizá podrías llegar a un acuerdo con Jamie.
– ¿A un acuerdo? -repitió mirando a su tía sin comprender.
– Sí, acordar de qué manera podrías devolverle el dinero.
– No quiero recibir favores de él, tía Em -dijo con dureza.
Tuvo que enfrentarse a una profunda mirada de la mujer, escudriñando su alma.
– ¿Quieres la granja, Beth?
– Bien sabes que sí -respondió desolada.
– Siempre he pensado que se paga por el orgullo mucho más de lo que vale. Las personas pierden cosas que realmente desean a causa del orgullo. Y luego lo lamentan durante el resto de su vida.
Beth frunció el ceño, reconociendo en su interior la sabiduría de la mujer mayor.
– Significaría que quedo en deuda con él -dijo a su pesar.
– Quizá Jamie piense que él está en deuda contigo.
Mordiendo un trozo de pastel, la tía Em se volvió a contemplar el riachuelo, dejando que Beth sopesara sus palabras.
Orgullo de él, de ella.
¿No sería mejor deponer el orgullo para ayudar a su padre?
Bebió su café pensando en lo que debía hacer, intentando aclarar el cúmulo de emociones que bullían en su cabeza. Volvió a echar un vistazo a la casa y descubrió a Jim Neilson de pie en la escalinata mirándola directamente.
Esa mirada revolvió su violencia interna. Sintió que volvía a desnudarla con la fuerza poderosa de su mente, con la absoluta seguridad de ser dueño de la situación, dispuesto a imponer sus condiciones. Mentalmente le desafió a entablar una lucha sin cuartel.
El hombre bajó la escalera tranquilamente, sabiendo que no había prisa. Ella le esperaba:
La opinión de la tía Em estaba influida por los recuerdos de Jamie. Ella no conocía a ese hombre, no había vivido una experiencia con él como Beth lo había hecho. Jim Neilson no daba cuartel.
– ¿Terminaste tu café, querida?
– Sí.
Apartando la mirada de su mortal antagonista, le tendió la taza vacía y se quedó mirándola guardar las cosas en la cesta. Podrían marcharse inmediatamente, y dejar a Jim Neilson disfrutar de su victoria en soledad Sin tener que esperar su próximo movimiento.
Sin embargo, marcharse también equivaldría a una derrota. Tenía que enfrentarse a Neilson. Tomar alguna iniciativa por sí misma.
– Voy a hablar con él -dijo con decisión, poniéndose en movimiento.
El se dirigía hacia el Porsche. Llevaba una carpeta con documentos en la mano, sin duda el contrato de la propiedad. Jim se detuvo, mirándola acercarse con una irónica sonrisa jugueteando en los labios, infinitamente peligrosa.
Beth apretó los dientes, decidida a no dejar traslucir la impresión que le causaba. Se detuvo a un metro de distancia, consciente de su necesidad de dejar un espacio entre ellos.
– ¿Contento con tu nueva adquisición?
– Espero que sirva a su propósito -respondió sin involucrarse personalmente.
– Un precio muy alto, ¿no te parece?
Se encogió de hombros.
– No tiene importancia para mí.
– Debe ser un alivio no tener que contar el dinero para tener aquello que se desea.
– Yo lo cuento, Beth. Siempre cuento todo. A eso se debe que haya llegado donde me encuentro ahora.
– La tía Em piensa que interviniste en la puja para favorecerme -declaró con franqueza.
– Puede que tenga razón -notoriamente disfrutaba embromándola-. ¿Y tú qué piensas? -la chispa divertida de sus ojos de pronto cobró un brillo implacable-. Tal vez no quiero concluir este juego. ¿Es muy duro para ti hablar conmigo, Beth? En el pasado fuimos amigos, ¿no te acuerdas? Y habríamos renovado la amistad si te hubieras acercado a mí abiertamente. Con honestidad.
– Ya no queda amistad. Tú lo decidiste hace muchos años atrás, Jim Neilson. No puedes jugar ese juego conmigo.
Al percibir la dureza de su mirada, cambió de tema.
– Tú quieres esta granja.
– Sabes que sí.
– Para tu padre.
– Así es.
– Entonces vente a Sidney conmigo y hablaremos del asunto.
La sugerencia parecía perfectamente inofensiva, sin embargo una sensación de peligro recorrió la piel de Beth. ¿Pero, qué podría pasarle? Por otra parte si ella pudiera cerrar un trato aceptable, ¿no valdría la pena sufrir un disgusto y devolverle a su padre la vida que anhelaba?