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– Todo lo que mi familia hizo por ti fue absolutamente desinteresado. No tienes que devolverles nada -declaró con firmeza-. Y tú bien lo sabes -concluyó tristemente.

– Por supuesto que lo sé -convino con tranquilidad-. Ninguno de vosotros podía haber imaginado que yo llegaría a ser alguien en la vida -el tono ligeramente burlón de su voz volvió a sacarla de quicio. La confrontación se tomaba más sutil. Se encerraba en sí mismo, sin permitirle penetrar en su mente. Seguía siendo el Jim Neilson inaccesible de siempre-. Aunque es sorprendente la cantidad de personas que se me han acercado después de haber demostrado fehacientemente que era un sujeto que valía la pena. Gente con la que no había mantenido contacto alguno durante años, que ni siquiera puedo reconocer

– dijo lanzándole una irónica mirada-. Normalmente quieren algo de mí. A veces lo doy, a veces no -concluyó endureciendo la voz-. Pensé que lo sabías.

– No, no lo sabía -contestó casi tragándose las palabras, ruborizada de mortificación.

No tenía idea de que algunos le habían acosado con peticiones, apelando al conocimiento de su pasado menos afortunado.

– De todas las personas que conozco, tú pudiste haberte acercado a mí con toda sinceridad, Beth. No tenías que haber puesto el cebo en el anzuelo.

«¿Poner el cebo en el anzuelo?» Se quedó mirándolo incrédula, al tiempo que sus mejillas se ruborizaban lastimosamente ante la interpretación que él hacía de su conducta. La estaba poniendo a la misma altura de una mujerzuela que, a cambio de sexo, obtiene lo que quiere de un cliente. De alguna manera se acercaba a la verdad. Pero ella no había querido obtener dinero. No por dinero.

– Pero…

Jim rió entre dientes, interrumpiéndola.

– Debo confesarte que me alegro de que lo hicieras. No me habría perdido lo de la noche pasada, ni lo de esta tarde por nada del mundo. Eres un demonio de mujer.

– Así que es eso lo que piensas -murmuró, enferma ante la opinión que tenía de ella. Era tan horriblemente equivocada y retorcida. Por respeto a sí misma tenía que poner las cosas en su lugar-. Déjame aclararte algo, Jim Neilson. Tú crees que yo he jugado contigo con el fin de sacarte dinero para financiar la compra de la granja.

Los ojos del hombre brillaban al mirarla.

– Deja de seguir tomándome por un tonto, Beth. He de admitir que la forma en que lo hiciste fue una magnífica manipulación. Psicológicamente brillante. Esta mañana me hiciste viajar hasta el valle cargado de culpa.

– Aunque ya habías sacado estas conclusiones antes de llegar a la granja -objetó Beth, recordando su mirada burlona al preguntarle: «¿Y tú en qué te has convertido?».

– Eso lo sé hacer muy bien. Sé sumar todos los factores que componen las tendencias del mercado y utilizar la pauta resultante como un trampolín para saltar más lejos que todos los demás al prever dónde se encuentran las ganancias.

– ¿Nunca te equivocas?

– Generalmente no; y nunca cometo una equivocación grave.

– Ya veo -dijo disimulando su agitación con un tono tranquilo y prosaico-. ¿Y dónde están tus ganancias en este negocio? En otras palabras, tú me regalas la propiedad. ¿Y qué obtienes a cambio? ¿Sentirte libre de culpa? -terminó, aguijoneándolo.

El tardó en responder. Luego una sonrisa jugueteó en sus labios.

– Tú me excitas como ninguna mujer lo ha hecho jamás. Y el sentimiento es mutuo. ¿No es cierto, Beth?

Imposible negarlo, aunque temblaba de ira.

– Prefiero no hablar de eso.

Fijó su atención en la carretera, permitiendo que su silencio sembrara la duda en él. Si es que alguna vez dudaba de algo. Quería lanzarle todo su desprecio a la cara, atacarle con uñas y dientes, pero ya había dado mucha rienda suelta a sus emociones. No era el momento adecuado. Había llegado la hora de mantener un control rígido, una fría dignidad, una firme resolución.

Habían salido del valle. El cartel que señalaba el acceso a la autopista aparecía frente a ellos. Tenía que jugar sus cartas correctamente para lograr deshacerse de Jim Neilson. Primero tenía que sacarse la espina y luego curar la herida.

– La atracción sigue viva entre nosotros. Es posible que con el tiempo se extinga. ¿Quién lo sabe? Como yo lo veo, podemos seguir disfrutando juntos hasta cuando dure.

¡Estaba comprando el tiempo! Con un esfuerzo Beth logró sonreír con ironía.

– Esa es la ganancia, ¿no es cierto? Compraste la granja para mantenerme como tu compañera sexual.

– Digamos que se puede llegar a la granja más fácilmente desde Sidney que desde Melbourne.

– ¿Un nidito de amor? -se burló ella.

– No del todo, con tu padre allí. ¿Sería muy duro para ti ir a Sidney? Seguro que puedes inventarte un recado ocasional.

Desde luego que Jim Neilson no quería ir al valle. Se lo imaginó sentado en su palco, tendiéndole el sueño de su padre en un plato y a la vez poniendo las condiciones. Jim Neilson no iba a bajar de la montaña. Quería que ascendiera hasta la cima, hasta que se cansara de ella.

Llegaron a la autopista y el Porsche se adentró raudo por el carril de máxima velocidad. Como era normal en él. No le atraía la lentitud.

– Supongo que debo sentirme halagada de que hayas pagado tanto por mí -comentó divertida-. Es agradable saber cuánto valgo.

– No te estoy comprando. Simplemente quise satisfacer tu deseo.

– Estoy muy satisfecha -dijo. Todo el misterio se había clarificado al saber lo que había en la mente de Jim Neilson. Con una sonrisa jugueteando en los labios,se quedó mirando fijamente los muslos del hombre-. Aunque pienso que te subestimas.

Sintió que él sopesaba el comentario, que lo miraba desde todos los ángulos, que lo analizaba con su cerebro matemático.

– ¿Te alojas en casa de tu tía en Sidney?

Detrás de la pregunta había una mente calculando.

– No. Estoy en el hotel Ramada, en Ryde -contestó de manera casual.

– ¿Tienes tiempo para cenar conmigo esta noche?

Se había despertado el apetito del lobo

– ¿En tu piso otra vez? -preguntó mordaz.

– Podríamos comprar comida por el camino. ¿Qué prefieres? ¿Comida italiana, china, india? -preguntó con una malvada sonrisa y seguridad arrogante.

– Me parece que a ti no te gustan los restaurantes -dijo secamente.

– Me gusta la intimidad. Pero si prefieres un restaurante.

El lobo estaba preparado para esperar una o dos horas.

– A veces vale la pena no precipitarse -comentó ella, con doble intención.

A él le gustó la idea. Ella podía sentir que lo invadía una deliciosa excitación. Un prólogo sensual a lo que vendría después.

– ¿Dónde te gustaría ir?

– Déjame pensarlo -dijo dejando la promesa en el aire.

El Porsche avanzaba velozmente por la autopista. A la velocidad que iban, la ciudad no tardaría en aparecer ante ellos. Alrededor de unos veinte minutos más o menos. Ella necesitaba tiempo para hacer su movida en el juego y lograr el máximo impacto.

El le concedió cinco minutos antes de preguntar.

– ¿Qué te apetece? Si no conoces muchos sitios en Sidney…

– No, la verdad es que no conozco casi nada. Es mejor que tú decidas -dijo y agregó con una sonrisa provocativa-. Sorpréndeme. Eso sabes hacerlo muy bien.

– Tú también tienes mucho talento -dijo apreciativamente.

– Primero quiero ir al hotel a cambiarme de ropa.

– Primera parada, el Ramada -accedió al punto.

– Queda en la calle Epping.

– Ya lo sé.

– Bien. Si no te importa voy a cerrar los ojos un momento. Estaré mejor si descanso un poco.

– Adelante. Ya pensaré cómo despertarte -dijo bromeando.

Beth cerró los ojos, pero no se durmió. Se quedó pensando en su propia estupidez, a la caza de sueños que debió haber olvidado hace muchos años. Cabía la posibilidad de que Jim Neilson pusiera la propiedad en venta al darse cuenta de que con ella no iba a comprar lo que quería.