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– Es cierto.

– Creo que es mejor que lo haga yo, Beth. El se sentiría orgulloso colaborando en la sociedad, haciendo todo lo que yo no puedo hacer. Tu padre se siente muy en deuda contigo. Y eso le pesa sobremanera.

– No me debe nada -protestó.

– Estuve escuchándole toda la tarde, Beth.

– No tenías derecho a…

– ¿A escucharle?

– Fingiendo que te preocupabas por él -lo acusó amargamente.

El se volvió para mirarla de frente, en un silencioso desafío.

– Tú me negaste la oportunidad de escucharte. Me negaste la oportunidad de preocuparme por ti. ¿Por qué te enfada el hecho de que tu padre se haya confiado a mí?

– No creo que el tiempo pasado tenga algo que ver con esto.

– Quizá sentí que no era correcto entrometerme en tu vida. Hasta ahora.

– ¿Y ahora sí?

– Ahora sí.

– Pero yo no lo veo de ese modo.

– Ya lo sé. Y espero poder corregirlo.

– Bien, ese podría ser un buen truco. Empecemos -dijo burlonamente, terminando su copa.

El se puso de pie, y el maître los condujo a la mesa reservada para ellos. Mientras lo seguía, Beth pensó que tenía derecho a hablar todo lo que quisiera pero que no lograría convencerla.

A pesar de ser domingo, el restaurante estaba bastante concurrido. Beth se sentía muy consciente de la curiosidad que despertaban en los comensales. Las mujeres miraban a Jim Nielson, desde luego. La verdad es que su presencia era imponente.

El maître los instaló en una íntima mesa para dos junto a un inmenso espejo que cubría casi totalmente la pared. Era la mejor mesa, con servicio exclusivo, para personas muy importantes. Después de que el camarero les recomendara las especialidades del chef, Beth se decidió inmediatamente por unos tortellinis rellenos con pasta de cangrejo; de segundo, medio pato asado y servido con salsa de limón y granos de pimienta, y de postre un soufflé de chocolate con café.

Jim eligió ravioles rellenos de calabaza, frutos secos y almendras, y mariscos como segundo plato. El camarero de vinos les recomendó un Bollini blanco italiano y un Mount Mary tinto australiano.

Para evitar los ojos de Jim Neilson, Beth recorrió con la mirada el decorado de la sala. El ambiente era demasiado fino para no disfrutarlo. Probablemente nunca volvería por allí.

– ¿Te gusta? -preguntó Jim cuando los camareros se retiraron.

– ¿A qué te refieres? -preguntó fríamente, esforzándose por mirar de frente al hombre que pagaba todos esos lujos.

– A la pintura -sonrió, indicando un gran cuadro que representaba una de las bodas de Enrique VIII.

– Parece un tanto desenfocado, o algo así.

– Es el estilo de Philip Barker, el pintor.

Ella supuso que el hecho de coleccionar obras de arte lo había familiarizado con nombres de pintores muy conocidos. Luego, otro pensamiento se le pasó por la cabeza.

– Has estado antes aquí.

– Sí -admitió, enfrentándose sin culpa a los ojos que le acusaban.

– Pero no era el momento oportuno para hacernos una visita -se burló.

– Te creía casada y con hijos.

– Lo más fácil era ir a casa y averiguarlo.

– No, no era fácil. No espero que lo comprendas, pero había una barrera que no podía atravesar. Nunca la hubiera cruzado, a menos que tú fueras a buscarme.

Parecía sincero, pero Beth se negaba a creerle. Jim se reclinó en la silla, mirándola pensativamente. Beth sintió que buscaba en su mente la mejor manera de aproximarse a ella. Lo irónico del caso es que dos noches atrás, ella había intentado desesperadamente hacer lo mismo.

– Cuando te vi por primera vez en la galería, no podía apartar los ojos de ti. Me hacías pensar en la primavera. Te veías tan lozana y atractiva. Me embargó un cálido sentimiento de simpatía y quise conocerte. Tuve que preguntarle a Claud quién eras.

– ¿Claud? -pregunto con la voz enronquecida.

La tranquila intensidad de las palabras de Jim le apretaban la garganta.

– El dueño de la galería. Se mostró muy sorprendido porque pensó que te conocía -esbozó una sonrisa burlona-. Después de todo, tú le habías dado mi nombre a la azafata que estaba en la puerta.

Beth se sonrojó. Mucho antes de aproximarse a ella, él ya sabía que había mentido para poder entrar, utilizando su nombre como salvoconducto. Naturalmente que eso cambiaba totalmente el contexto de su conducta posterior.

– ¿Y qué pensaste? -preguntó a bocajarro. El se encogió de hombros.

– Algunas mujeres son capaces de hacer cualquier cosa para atraer la atención del hombre que les gusta. Me ha ocurrido unas cuantas veces. Normalmente no les sigo el juego -dijo con una mueca de disgusto.

– ¿Por qué no lo hiciste conmigo? -preguntó, sonrojándose aún más.

– Porque estaba muy enfadado. Porque se había estropeado la imagen que me había hecho de ti, y el sentimiento que me embargaba. Y quise castigarte por ser tan atractiva y tan falsa.

– Comprendo -murmuró.

– Lo peor de todo es que la atracción persistía a pesar de luchar contra ella, y acabé rindiéndome.

Odiándola a ella y odiándose a sí mismo. El odio había encendido una pasión que ella nunca antes había experimentado. Odiándose y odiándole. Y sin embargo, incapaz de alejarse de toda aquella violencia reprimida.

El camarero regresó con el vino blanco. Mientras Jim lo probaba, Beth intentaba ordenar sus ideas. La atracción que existía entre ellos era innegable. Pero ya estaba preparada para alejarse de ella. Estaba decidida a no volver a verle nunca más.

El camarero sirvió las copas y se alejó.

Beth bebió un sorbo de vino. Tenía la garganta seca.

– ¿Por qué no me dijiste quién eras cuando te lo pregunté en la galería, Beth?

– Porque sólo fui a verte. Sólo quería ver en persona al hombre en que te habías convertido.

– Pero cuando me acerqué a ti…

– No me reconociste. De alguna manera deberías haber sabido quién era yo -lo acusó impetuosamente. Una acusación carente de lógica.

– Quizá lo hice en un nivel inconsciente -dijo suavemente, mirándola con honda intensidad, buscando en su alma-. Es posible que esa fuera la razón de haberme sentido tan atraído hacia ti, más allá del sentido común. Algo me decías que eras única, que todo lo tuyo tenía sentido para mí.

– ¡Para! -lo atajó, enfadada ante el impacto que le producían sus palabras-. Ahora estás intentando seducirme con mentiras.

– ¿Tú lo crees así? ¿De qué otra manera puedo explicarte aquello cuando nunca había hecho nada parecido en mi vida?

– ¿Por qué no decir lisa y llanamente que fue una atracción basada solamente en la lujuria?

– Porque fue más que eso, y tú lo sabes, Beth.

– No, sentí que lo único que me dabas era eso, y Dios sabe que yo ansiaba mucho más.

El se inclinó hacia ella con los ojos ardientes de pasión.

– Y habrías tenido más, mucho más. Si sólo me hubieras dicho directamente quién eras, en ese momento.

– Tú no quisiste reconocerme porque para ti yo habría sido un recuerdo del valle. De todo lo que habías dejado atrás y que tanto odiabas.

– Y entonces, ¿por qué estoy aquí, Beth? ¿Por qué me he vuelto a atar al valle?

– La respuesta la diste tú mismo: para mantenerme a tu lado hasta que se extinguiera el deseo que sientes por mí.

– ¡Maldita sea! -replicó con ferocidad-. El hecho de que no me importara pagar lo que fuera, y no estoy hablando sólo de dinero, debería haberte dado una idea del profundo impacto que me causaste. Y si piensas que hubiera pagado toda esa cantidad de dinero sólo por sexo, es que estás loca. Fuiste tú la que limitó la relación sólo al contacto sexual. Y no me diste nada más. Me basé en lo que me diste. En lo que me dejaste creer de ti. Y si eres honesta contigo misma debes admitirlo en vez de juzgarme, fingiendo que no fuiste tú la que llevó las cosas por el derrotero que tomaron. Por alguna razón lo hiciste, acompañándome paso a paso.