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Sus ojos la desafiaron a negar lo que decía. Pero ella no pudo.

– Yo sólo…

– Es cierto que hice la llamada equivocada -la interrumpió-. Un gran delito, lo admito. Y no creas que haré pesar tu propia contribución a que eso sucediera. Sin embargo, ahora consideras que cometo otro delito al venir a averiguar qué ha sido de tu vida desde que te marchaste del valle. La verdad del asunto es que ese viernes por la noche pudiste haberme contado todo lo que tu padre, sincera y honestamente me contó hoy. Y nos habríamos ahorrado todo este infierno.

– Y tú pudiste haber venido a Melbourne y averiguarlo por ti mismo hace muchos años, Jim Nielson.

Todas sus justificaciones eran ciertas, Beth tuvo que admitir. Pero ella también tenía su punto de vista. El había traicionado su fe en algo tan especial como esa relación que nació entre ellos cuando eran niños, y que ella creyó indestructible.

El cerró los ojos, negando con la cabeza. Luego volvió a abrirlos, exhalando un hondo suspiro. Sus rasgos se habían endurecido.

– Vine; vine cuando tenía dieciocho años -dijo mirándola con ironía-. Te vi salir de casa con un cochecito plegable y un bebé en los brazos.

Kevin. Sólo que Jim no sabía nada de la existencia de Kevin, ni que su madre se estaba muriendo.

– El bebé…

– No me interrumpas, por favor. Entonces me dije: «Jamie, muchacho, ella no te esperó. Todo este tiempo has estado viviendo de un sueño». Así que regresé a Sidney, a perseguir un sueño completamente diferente.

Beth quedó sumida en un atónito silencio, súbitamente consciente de que sus argumentos se habían estrellado contra unos cuantos hechos absolutamente auténticos. En ningún momento pensó que mentía. O sea que él creyó que lo había traicionado, entregándose a otro hombre sin esperar su regreso. ¡Qué error! Lo había esperado durante muchos y largos años, hasta que la esperanza y la fe se derrumbaron. Si sólo se hubiera acercado, si le hubiera hablado…

– Si quieres culparme por eso, adelante -la invitó sarcásticamente-. Ahora sé que cometí un error. Pero nada de lo que tú o yo digamos va a modificar el pasado, Beth.

Ella no podía hablar, demasiado conmocionada por la idea de que el destino había matado a Jamie y creado a Jim Nielson. Ya no volverían a ser los niños cuya mutua confianza había sido indestructible.

Era inútil hablar de culpa. Ambos habían reaccionado, cada uno a su manera, ante los sueños no cumplidos.

– Todo lo que tenemos es el presente, Beth -dijo suavemente-. Y lo que hagamos de este presente será la prueba de nuestros verdaderos sentimientos.

El camarero llegó con los entrantes. Beth miró su plato. Tenía un aspecto exquisito y apetitoso. Debía tomar el tenedor y empezar a comer. Pero sus manos no cooperaban. Su mente estaba hecha un lío, girando en tomo a la realidad que tenía que enfrentar. Jamie había venido y se había marchado.

¿Quería arruinar cualquier posibilidad con Jim Neilson, negándole una justa oportunidad?

Capítulo 13

TENGO que ocuparme del presente», Beth se aferraba a ese pensamiento con dolorosa intensidad. Tomó el tenedor. El presente era el plato que tenía delante de ella. El presente era Jim Neilson sentado enfrente, un hombre que había viajado solo hasta la cima de su montaña; un hombre que había dejado atrás los ideales de su juventud.

Muy deprimida, con el corazón dolorido por todo lo perdido, pinchó un tortellini y se lo llevó a la boca. «Concéntrate en su sabor», se dijo. Sí… Sin duda que el chef era maestro en el arte culinario. Estaba delicioso.

– ¿Bueno?

Alzando la mirada vio los ojos oscuros del hombre escrutando su semblante, reclamando una respuesta. «Parece que la pregunta no se refiere sólo a la pasta», pensó Beth.

– Sí, muy bueno -contestó-. ¿Y el tuyo?

– Una exquisita mezcla de sabores. ¿Quieres probar? -dijo empujando hacia ella el plato de ravioles.

Ella titubeó. Era un gesto amistoso. Como fumar la pipa de la paz. ¿Tenía alguna razón para mantener una actitud hostil? Se sentía confusa, tensa por las emociones aún no clarificadas en su interior.

– En la escuela siempre compartiste tu comida conmigo. ¿No me permites hacer lo mismo? -preguntó con una sonrisa traviesa.

En un segundo, lo vio en su primer día escolar, arrastrado al colegio por la señora Hutchens, en contra de la voluntad del viejo Jorgen. Cuando llegó la hora de la comida, estaba sentado solo en el gran tocón de árbol que había en un rincón del patio, un inadaptado entre niños acostumbrados a la rutina de la vida escolar. No traía nada para comer. Nunca tuvo ni un bocadillo.

Sin importarle las bromas que le harían sus compañeros, Beth se sentó a su lado en el tocón, pidiéndole que compartiera con ella lo que había traído. Su madre quería que ganara peso, así que le ponía mucha comida. Pero ella no podía con todo, y si llegaba con la comida a casa, seguro que habría problemas. En ese entonces Jim ya era un niño orgulloso. Siempre rechazaba la caridad ajena. Pero le venció la astuta dulzura de la niñita de cinco años, y de buenas ganas la ayudó a evitar una reprimenda de su madre.

Siete y cinco años, en la escuela. Treinta y veintiocho años, en el lujoso restaurante. La inocencia perdida. La confianza perdida. La fe perdida. Pero sería una grosería no aceptar su ofrecimiento.

Pinchó un par de ravioles con el tenedor.

– ¿Te gustaría probar los míos? Están espléndidos.

– Claro que sí, gracias -aceptó con una cálida sonrisa y los ojos brillantes de alegría.

Beth sintió que el corazón se le aligeraba. Comió con gusto, evitando en todo momento ponerse a examinar mentalmente o combatir lo que estaba ocurriendo. Aunque no era posible regresar al pasado, tampoco había nada malo en recordar los momentos felices.

¿O tal vez Jim Neilson estaba manipulando esos recuerdos? Si lo separaba de Jamie, cosa que debía hacer, ¿qué sabía realmente de ese hombre? Duro, cínico, incisivo, implacable. Un lobo solitario. Provocativamente sensual. Consciente y seguro de la atracción que ejercía sobre los demás.

No estaba inmunizada contra él. Podía herirla. Y muy gravemente.

Beth deseaba que Jamie volviera, y sabiéndolo él podría manipularla para obtener lo que deseaba. Y ¿qué era lo que realmente deseaba?

Los platos quedaron limpios y el camarero se los llevó. Dándose un respiro, bebieron vino sin abordar temas serios.

– No eras una niña demasiado delgada, Beth. Siempre fuiste perfecta para mí -comentó con los viejos recuerdos danzando en sus ojos-. Te has convertido en una hermosa mujer.

Lo decía con pleno conocimiento de causa porque conocía cada centímetro de su cuerpo. Mientras hablaba, en sus ojos había más que simpatía.

¿Por qué prescindir de la intensa atracción que sentía el uno hacia el otro? Pero había otras cosas más importantes. El podría pensar que era hermosa, pero no era perfecta. Y si ella tenía que aceptarlo como era en la actualidad, él también tendría que aceptar a la Beth del presente.

– Hace poco corté mis relaciones con el hombre que podría haber sido mi marido.

– ¿Por qué no te casaste?

Era una pregunta razonable. «Porque no eras tú», pensó.

– Porque…

– Tampoco me he casado, Beth -dijo calmadamente, sin esperar su respuesta-. He mantenido relaciones con algunas mujeres, pero ninguna me satisfacía lo suficiente como para casarme. Ninguna podía darme lo que yo quería. Lo que una vez había tenido junto a ti.

– Tú dijiste que el pasado se había ido para siempre -contestó, permitiéndole entrever que cualquiera juego sobre ese tema era de muy mal gusto.

– ¿Ha sido así realmente?

Como no se sintió capaz de responder sobre un punto del que no estaba segura, cambió de tema.