– ¿A quién? -preguntó sorprendida.
Su rostro se iluminó con una sonrisa de gran satisfacción.
– A una organización que ayuda a los niños abandonados. Se encarga de prepararlos para enfrentar la vida.
– Tuviste una magnífica idea -aprobó Beth calurosamente.
Ese gesto no borraría los amargos recuerdos, pero le daría un significado totalmente opuesto a ese lugar de tantos sufrimientos para él.
– También me desprendí de la pintura de Brett Whitely. Se la entregué a Claud para que me la vendiera.
– ¿Por qué? -preguntó atónita, pero contenta en el fondo. No era un cuadro para vivir con él.
– Porque a ti no te gustaba.
– Esa pintura transmitía dolor -dijo ella serenamente.
– Le venía muy bien a mis estados de ánimo salvajes. Sacaba fuera a la bestia que hay en mí -terminó con una sonrisa burlona.
– A veces no está mal un poco de salvajismo -replicó ella riendo.
Ambos se miraron con deseo.
Beth percibió la creciente tensión de Jim a medida que se aproximaban a la valla de lo que había sido su cárcel en la infancia y en la adolescencia. En principio las resoluciones eran buenas, pero enfrentarse a los recuerdos dolorosos no era fácil.
Llegaron a la empalizada, donde en el pasado solían despedirse por las noches. Jim le soltó la mano. Ella titubeó, sin saber si Jim quería que lo acompañase. Pero el no saltó la valla. Se apoyó en ella y se quedó contemplando el escenario de su antigua miseria. Beth se quedó junto a él acompañándole en silencio.
A la luz difusa del atardecer, la propiedad tenía un aire decadente, abandonado. Donde había estado la casa sólo quedaban los restos de una ennegrecida chimenea de ladrillos.
– Después de tu partida a Melbourne, solía venir aquí por las noches cuando Jorgen se iba a dormir. Así me sentía más cerca de ti -dijo serenamente.
Tan solo, tan carente de toda clase de amor. Se acercó a él, ciñéndolo por la cintura y apoyando la cabeza en su hombro.
– Siento tanto que no hubieras recibido mis cartas -murmuró.
– De alguna manera fue mejor no recibirlas, Beth. No quería saber de tu vida lejos de mí.
– Cuando te marchaste de aquí, ¿pensaste escribirme? -preguntó suavemente, con el deseo de saber algo más de esos oscuros años.
– No, no tenía nada bueno que contarte. Nada que prometerte. Estudié hasta que obtuve mi certificado escolar. Con eso ya podía empezar a construir algo. En Sidney trabajé en todo lo que me ofrecieron y más tarde me matriculé en la universidad. Todo era trabajo, clases, estudiar más y más, y vivir ahorrando al máximo -dijo volviéndose a ella-. Tú hiciste lo mismo. Compartiste el tiempo entre el estudio y el cuidado de tu familia.
– No había tiempo para divertirse -comentó ella solidarizándose con él.
– Quería que me concedieran una beca para estudiar en la facultad de Economía. Sabía que si obtenía muy buenas calificaciones tendría acceso al mundo financiero -la miró apelando a su comprensión-. Cuando no has tenido nada, la idea de ganar mucho dinero se convierte en una especie de… obsesión.
Ella también sabía lo que era la falta de dinero. Cuando su padre perdió la granja, los primeros años en Melbourne fueron muy duros para la familia.
– Te entiendo bien.
– Trabajé duro, sin perder el tiempo y ahorré todo lo que pude por si no me concedían la beca. Tenía que conseguir buenas calificaciones como fuera. Pero me la concedieron antes de la iniciación del curso.
– Me imagino que fue un momento maravilloso -dijo ella, sonriéndole con orgullo.
Pero él no sonrió. Su mirada estaba llena de dolor.
– Fue entonces cuando decidí ir a verte a Melbourne, Beth. Sentía que al fin empezaba a labrar mi futuro y quise comunicártelo.
La sonrisa desapareció del rostro de Beth. Podía imaginarse su júbilo, el ansia de compartir sus logros con ella.
– Prosigue.
– Era la primera semana de febrero. Cuando llegué a la dirección que me habías dado, pensé que ya te habrías marchado a tus clases. De todas maneras no me importó. Me sentía feliz de hallarme en el lugar donde vivías.
– ¿Por qué no llamaste a la puerta?
– Quería verte a ti primero. Quería ver tu reacción. Me imaginaba que correrías a mi encuentro, arrojando todo lo que tuvieras en las manos, con los ojos llenos de alegría, y yo te abrazaría y ambos reiríamos de júbilo. Y de inmediato nos pondríamos a planificar nuestro futuro.
Sueños románticos de la juventud. El corazón de Beth lloró por ambos.
El suspiró y sus ojos se ensombrecieron.
– Cuando te vi con Kevin, al principio no pude creerlo. No ibas a la escuela. Tenías un hijo.
Beth pudo sentir en su propia piel el sentimiento de desolación apoderándose de él. La destrucción de un sueño, y el mundo sumido en el caos.
– En todos esos años nunca miré a otra chica, Beth. Sólo estabas tú.
– Comprendo como habrá sido todo aquello para ti. Yo habría sentido lo mismo -dijo suavemente.
El movió la cabeza con tristeza.
– Todo lo que pude pensar fue que ese bebé no era mi hijo. Que lo habías tenido con otro hombre.
La traición. Los tres años de separación habían creado el clima propicio para el daño que habría de venir. Y allí estaba, en forma de traición a la promesa hecha. Si sólo hubieran podido comunicarse en esos tres años, alguna carta…
– Si sólo hubiera sabido lo que ahora sé -continuó apesadumbrado-. Me habría acercado a ti, te habría hablado en vez de huir. Todo lo que puedo decir es que algo dentro de mí se rompió aquel día. Y no pude hacerle frente, Beth.
Era Jamie, era Jamie quien se había roto. Y Jim Neilson había surgido de las ruinas.
Alzándose un poco, dio unos golpecitos en la mejilla del hombre que en ese momento era Jamie y Jim a la vez, asegurándole con la mirada que su amor por él no había disminuido.
– Sucedió así, pero ya pasó. Quedó atrás. Nos… hemos vuelto a encontrar. Y eso es un milagro, ¿no es cierto?
El rostro de Jim se relajó. Se sentía aliviado por la aceptación que Beth hacía del presente. La miró con amor.
– ¿Quieres casarte conmigo, Beth? ¿Quieres compartir el futuro conmigo? -le preguntó suavemente.
– Sabes que sí -contestó, con el corazón palpitante de alegría.
– ¿Para siempre? -preguntó Jim haciendo eco de las palabras dichas en el pasado, cuando eran dos niños que fraguaban una alianza eterna, que nada ni nadie podría romper.
– Para siempre -repitió Beth.
Beth y Jamie, Jamie y Beth.
Se besaron largamente. Y la alianza quedó sellada.
Sobre ellos, la luna llena comenzaba a aparecer en un cielo tachonado de estrellas.
Epílogo
IBA vestida de amarillo.
Una diadema de margaritas en sus cabellos dorados y un ramillete de margaritas en la mano Era el resplandor del sol, del verano y de todas las cosas cálidas que existían en el mundo.
Su padre la llevó hasta él. La esperaba junto a su hermano Chris.
Mientras la contemplaba acercarse; se le vino la memoria un poema aprendido y recitado largo tiempo atrás, cuando sólo era un muchachito que asistía a la escuela del valle.
Que éste sea el verso que grabes para mí:
El reposa aquí, donde anhelaba estar;
Ya está en casa el cazador, en casa desde el monte
Ya está en casa el marinero, en casa desde el mar.
Ella se colocó a su lado y le tendió la mano. En unos cuantos minutos iban a intercambiar las alianzas de oro, como un símbolo del vínculo formal que estaban a punto de contraer. Pero con la mano de ella bastaba.
El había vuelto a casa.
Emma Darcy