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Llegaron a la escalera que conducía a la entrada de la galería.

– ¿Hay algo que le guste, señor Neilson? -preguntó obsequiosamente la azafata que había dejado entrar a Beth.

– Volveré otro día -respondió bruscamente.

Salieron de la galería y se encontraron en una calle arbolada. Entonces ajustó su paso al de ella, pero sin soltarle la mano.

Beth luchaba con una sensación de incredulidad, Ella y Jamie solos, después de tantos años. Excepto que él ignoraba su identidad. Y ella no le importaba como persona. Era una locura continuar con esa especie de secuestro virtual, porque no había la más mínima posibilidad de hacer revivir la antigua relación. El había cambiado. Le pediría que la dejara marcharse.

Miró las manos unidas, sintiendo el contacto físico desde la cabeza a los pies. ¿Qué quería satisfacer él?

Beth tenía plena conciencia de su propia y constante insatisfacción. Los lazos que la habían unido a Jamie habían estropeado cualquier posibilidad de sentirse realizada en el amor. Se había engañado a sí misma intentándolo con Gerald. ¿Y Jim Neilson, había encontrado satisfacción con otras mujeres?

¿Cómo sería sentirse acariciada por él? ¿Qué sentiría acariciándolo? Era una locura pensarlo siquiera; sin embargo quería saberlo.

Alzó la mirada hasta el rostro del hombre intentando leer sus pensamientos, pero anochecía, así que sólo pudo percibir su perfil donde aún quedaban huellas de Jamie en el dibujo firme de la boca, en la barbilla desafiante.

Había sido un luchador; nunca le faltó el valor de defenderse solo, enfrentándose a la adversidad. Un chico orgulloso, obligado a forjarse a sí mismo debido a la cruel mezquindad de su abuelo.

¿Cuántas cosas más habría tenido que superar para fraguar el dominio que había alcanzado en el presente?

– ¿Dónde me llevas?

Su voz suave, casi un susurro, reflejaba la sensación de estar atrapada en dos tiempos distintos perdida, pisando un terreno incierto.

Una breve mirada, un brillo en los ojos del hom bre que aumentaba la sensación de peligro. La locura de sentirse tan atraída hacia él en una situación de riesgo. Para ambos. Ese encuentro no podría conducirles a ningún futuro prometedor Inevitablemente, sus caminos tenían que separarse

– Tengo el coche a dos manzanas de aquí. Podemos ir andando.

Su coche. Parte de su nueva vida.

– ¿Cuál es la marca de tu coche? -preguntó, toda vía dominada por la tentación de saber más sobre él

– ¿No consta en tus informaciones?

Ella frunció el ceño, sacudida por el tono cínico de su voz. Al decirle que lo conocía, quizá dio a en tender que sabía mucho más sobre él. Si él hablaba de informaciones tal vez suponía que era periodista. O algo peor, una aventurera en busca de un exquisita cena gratis.

¿Debía aclarar las cosas? ¿Pero qué podría decirle? ¿Cómo podría explicar su interés por él si revelar la verdad?

Sus informaciones, irónicamente, consistían en unos cuantos artículos de prensa en los que se incluía una lista de los invitados a la exposición de esa noche. Cenar con él le proporcionaría más información. El ya había empezado su juego. Y ella no quería detenerlo. No todavía.

– Es un Porsche. ¿Satisfecha?

Un modelo deportivo, muy sensual y poderoso, capaz de devorar distancias dejando atrás al mundo entero. Probablemente sería negro.

– Muy apropiado -murmuró, más para sí que para él.

– Me complace no desilusionarte -comentó secamente.

Pero ella ya estaba desilusionada. Y mucho. Desilusionada de que él no la hubiera reconocido. También era cierto que había cambiado mucho desde la última vez que la vio. Aunque para ella había sido fácil identificar al niño que había en el hombre, a pesar de los cambios.

«Niña dorada», el apelativo la hizo sonreír. Una vez había dicho que ella era el único oro de su vida.

Obviamente la relación había calado más hondo en ella que en él. Esa noche la había escogido por casualidad; una desconocida para combatir el aburrimiento.

Giraron en una esquina. Otra calle arbolada, con terrazas en la acera. Se encontraban en Woollhara, un antiguo barrio de Sidney, muy de moda entonces. Esa misma tarde ella había paseado por allí, buscando la galería de arte.

¿Quién iba a pensar que horas más tarde pasaría por la misma calle de la mano de Jim? Se le escapó una risa alegre.

– ¿Qué te divierte tanto?

Ella le hizo una mueca burlona, sorprendida de su propio atrevimiento.

– No puedo creer que vaya de la mano contigo.

El brillo de sus ojos le recordó que no se trataba de un juego de niños. Estaban inmersos en un juego de adultos. Un escalofrío recorrió su cuerpo ¿Debería parar el juego allí mismo?

El se detuvo. Sacó un llavero de la chaqueta para abrir la puerta de un Porsche estacionado junto a ellos. Eso sí que era real. Un Porsche negro, bajo, oscuro y amenazante. Una antigua advertencia se le vino a la cabeza. «Nunca subas al coche de un extraño».

Jim Neilson le abrió la puerta.

Si ella subía… ¿Por qué de pronto vio el espacio que Jim abría ante ella como un inmenso agujero negro, infinitamente peligroso? La indecisión la paralizó durante un instante.

– ¿No te irás a acobardar ahora, no? -se burló suavemente.

Ella lo miró con violencia, al tiempo que oía la voz de Jamie desafiándola a ser tan valiente como él, mientras le retumbaba el corazón en el pecho debatiéndose entre el temor y la necesidad de ganarse su respeto y admiración. Pero el que hablaba era Jim Neilson, y ella era una desconocida para él así que, ¿de qué manera su sometimiento al juego podría granjearle su respeto y admiración?

– Esto es sólo el aperitivo -alcanzó a escuchar.

Porque de pronto, en un instante se vio contra su pecho, encerrada en sus fuertes brazos, sin escapatoria. Beth no tuvo tiempo para respirar porque su boca cubrió la de ella con una celeridad perturbadora, su lengua buscando la de ella, incitándola a una respuesta salvaje.

Un torrente de emociones la invadió por completo: rabia por haber esperado tanto tiempo una experiencia como aquella, frustración por su larga ausencia, porque nunca la invitó a compartir su nueva vida, horribles celos contra todas las mujeres a las que se había entregado, deseo salvaje de tomar todo lo que le ofrecía y obligarle a recordarla para siempre, lo quisiera o no.

Entonces clavó sus dedos en el pelo del hombre, aprisionándole la cabeza con ambas manos, respondiendo brutalmente a eso que no podía llamarse un beso. Porque un beso era un intercambio de buenos deseos, de sentimientos cálidos, un querer dar y tomar placer. Aquello era un torrente de sangre hirviendo en un campo de batalla. Cada uno luchando por vencer al otro.

Percibió el deseo de someterla a su voluntad. Pero nunca lo conseguiría. Provocativamente apretó su cuerpo contra el de él, con un frenético deseo de liberación, exaltada al sentir su virilidad, odiándole por responder tan fácilmente a una extraña, recogida en una galería de arte. Alguien que no significaba nada para él. Pura lascivia animal, sólo tomando, sin importarle a quién tomaba.

Aquello era obsceno.

Deseaba patearlo. Deseaba matarlo.

Ella quería que la deseara porque era Beth.

¡Maldito hombre! ¡Mil veces maldito por haberla olvidado!

– ¿Tienes hambre? -gruño, la voz enronquecida, apretándose más contra ella, en un contacto más desvergonzado y agresivo que antes.

– Sí -murmuró en un siseo, sin importarle lo que él pensara.

– Entonces vamos al festín -dijo ayudándola a subir al vehículo.

Sólo una noche para tomar todo lo que podría haber tenido si las circunstancias hubieran sido diferentes. Se sentía engañada, despojada.

Sentándose a su lado, Jim cerró la puerta y arrancó el motor.